Vinieron a Estados Unidos en busca de una mejor vida y mejores escuelas. Los resultados son mixtos
El ambiente externo en Aurora es tenso, ya que el gobierno local ha tratado de disuadir la llegada de inmigrantes venezolanos, alimentando rumores de violencia y discriminación
Al comenzar el séptimo grado en su primera escuela estadounidense, y con clases completamente en inglés, Alisson Ramírez se armó de valor ante el posible rechazo y los meses que se sentiría perdida.
“Tenía miedo de que la gente me preguntara cosas y no supiera cómo responder”, dice la adolescente venezolana. “Y me daría pena responder en español”.
Pero no sucedió lo que imaginaba. En agosto, en su primer día en las Escuelas Públicas de Aurora, en Colorado, muchos de sus maestros tradujeron el vocabulario importante de sus clases al español y entregaron instrucciones escritas en español. Algunos maestros incluso hicieron preguntas en español como “¿terminado?” o “¿preguntas?”. Uno de ellos prometió aprender más español para apoyar mejor a Alisson.
“Eso me hizo sentir mejor”, menciona la adolescente de 13 años.
Fuera de las aulas, la historia es diferente. Mientras que el sistema escolar se esfuerza por dar cabida a más de 3,000 estudiantes nuevos, en su mayoría de Venezuela y Colombia, el gobierno de la ciudad ha adoptado el enfoque opuesto. El Ayuntamiento ha intentado disuadir a los inmigrantes venezolanos de mudarse a Aurora al advertir que no gastará en ayudar a los recién llegados. Y los funcionarios planean investigar a las organizaciones sin fines de lucro que ayudaron a los inmigrantes a establecerse en este suburbio de Denver.
Cuando el alcalde de Aurora difundió afirmaciones infundadas de que pandillas venezolanas se apoderaban de un complejo de apartamentos allí, el expresidente y actual candidato republicano Donald Trump amplificó las afirmaciones en sus mítines de campaña, y llamó a Aurora una “zona de guerra”. Los inmigrantes están “envenenando” las escuelas en Aurora y en otros lugares con enfermedades, ha dicho. “Ni siquiera hablan inglés”.
Trump ha prometido que Aurora, con una población de 400,000 habitantes, será uno de los primeros lugares en los que lance su programa para deportar inmigrantes si es elegido.
Así es la vida de un recién llegado a Estados Unidos en 2024, cuna del “sueño americano” y de ideas contradictorias sobre quién puede alcanzarlo. Los migrantes que arriban a este país polarizado se sienten desconcertados por sus divisiones.
Muchos vinieron en busca de una vida mejor para sus familias. Ahora se preguntan si este es siquiera un buen lugar para criar a sus hijos.
Rumores dificultan más la vida para los inmigrantes en Aurora
Por supuesto, a la familia de Alisson no siempre le queda claro que viven en una ciudad distinta llamada Aurora, con su propio gobierno y políticas que difieren de las de la vecina ciudad de Denver y de otros suburbios. Una cosa le ha parecido obvia a su madre, María Ángel Torres, de 43 años, mientras se traslada por Aurora y Denver en busca de empleo o cuando hace diligencias: si bien algunas organizaciones e iglesias quieren ayudar, algunas personas le tienen mucho miedo a ella y a su familia.
Ese temor se hizo evidente por primera vez en una visita de rutina a la tienda de comestibles en la primavera. Torres se encontraba en la fila con un cartón de leche y otros artículos y se acercó demasiado a la joven que tenía delante. La chica —una adolescente que hablaba español con acento estadounidense— le dijo a Torres que mantuviera su distancia.
“Fue tan humillante”, expresó Torres. “No me parezco una amenaza, pero la gente aquí actúa como si estuviera aterrorizada".
Y cuando Mike Coffman, alcalde de Aurora, y luego Trump comenzaron a hablar sobre pandillas venezolanas que se apoderaban de un apartamento y de toda la ciudad de Aurora, Torres no entendió. Si bien no creía que las pandillas se hubieran “apoderado” de nada, le preocupaba que cualquier mala fama sobre los venezolanos la afectara a ella y a su familia.
Mantener alejada a la gente peligrosa es importante para Torres. La razón principal por la que su familia se fue de Venezuela fue para escapar de la anarquía y de la violencia. No querían que los siguieran hasta aquí.
Además de Alisson, Torres tiene una hija mayor —Gabriela Ramírez, de 27 años. La pareja de Ramírez, Ronexi Bocaranda, de 37 años, era dueño de un camioneta de comida rápida que vendía “hot dogs” y hamburguesas en Venezuela. Bocaranda dice que los trabajadores del gobierno venezolano le pidieron un soborno —llamado “vacuna” en Venezuela, porque pagarlo garantiza protección contra el acoso. Les pagó el equivalente a 500 dólares —aproximadamente la mitad de sus ingresos semanales— para seguir con sus ventas.
La semana siguiente, cuando Bocaranda se negó a pagar, los trabajadores del gobierno lo apuñalaron en el bíceps; la cicatriz de 2,4 centímetros (1 pulgada) todavía es visible en su brazo izquierdo. Los hombres amenazaron con matar a Ramírez y a su hijo pequeño, ambos en el camión de comida ese día. Bocaranda vendió su negocio, y la familia —incluidas Torres y Alisson— huyó a Colombia.
Poco más de dos años después, la familia se dirigió al norte a pie a través del Tapón del Darién. En México, cruzaron la frontera en Juárez y se entregaron a la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. Todos tienen audiencias de deportación en 2025, donde tendrán la oportunidad de presentar su caso para obtener asilo con base en las amenazas contra Bocaranda, Ramírez y su hijo. Mientras tanto, se han establecido en Aurora, de donde les contó una familia que los ayudó en su viaje a Estados Unidos.
Torres y su hija intentaron que los chicos ingresaran a la escuela poco después de llegar a Aurora en febrero, pero estaban confundidas por los requisitos de vacunación. ¿Podrían ingresar a la escuela con las vacunas que recibieron en Venezuela y Colombia, o tendrían que volver a vacunarse? ¿Tendrían que pagar por cada una, lo que potencialmente costaría cientos de dólares por cada niño?
Alisson y Dylan se quedaron en casa durante meses. Dylan pasaba el tiempo con juegos de matemáticas o videojuegos de tirador. Alisson veía videos de manualidades en TikTok. Cuando finalmente ingresaron a la escuela en el otoño, tanto Gabriela Ramírez como Torres esperaban que las clases fueran en inglés, con la idea de que sus hijos aprenderían el idioma más rápido de esa manera.
Los tiempos han cambiado en Aurora
Y si hubieran llegado a Aurora, digamos, hace tres años, podrían haber encontrado eso.
Aurora está acostumbrada a recibir en sus aulas a hijos de inmigrantes. Más de un tercio de sus residentes hablan en casa un idioma que no es inglés, según el censo de Estados Unidos de 2020. Los inmigrantes y refugiados se han sentido atraídos por la proximidad de Aurora a Denver y su costo de vida relativamente más bajo.
Pero la llegada repentina de tantos estudiantes de Venezuela y Colombia que no hablaban inglés tomó por sorpresa a algunas escuelas de Aurora. Antes, un maestro en el sistema escolar de 38,000 estudiantes podía tener uno o dos estudiantes recién llegados en su clase. Ahora, los maestros de algunas escuelas tienen hasta 10, o un tercio del total en sus clases.
Cuando Marcella Garcia visitó las aulas donde solo se hablaba inglés, notó que los recién llegados permanecían callados. “Se estaba excluyendo a los niños, y no podían participar”, dice Garcia, directora de la escuela secundaria Aurora Hills.
Las escuelas solicitaron asesoramiento y capacitación a la oficina central del distrito, la cual recomendó una estrategia llamada “translenguaje”. Eso significa usar el español ocasionalmente para ayudar a los estudiantes a comprender las lecciones en inglés y entender las conversaciones que ocurren a su alrededor.
No está claro cuánto ayuda esto a los estudiantes a aprender —es demasiado pronto para saberlo— o si la escuela logra el equilibrio adecuado entre traducir para los recién llegados y obligarlos a participar en lo que los maestros llaman una “dificultad amistosa” para entender y aprender inglés.
Pero el enfoque ha ayudado a Alisson a sentirse más a gusto. En su primer día de escuela, su maestro de estudios sociales, un hombre calvo con antebrazos tatuados y una personalidad de docente brusco, no tradujo ni usó el español en su clase. “Pensé en sentarme allí y no decir nada”, recuerda Alisson. “Pero luego pensé: ‘vine aquí para aprender’”.
Ella y una amiga se acercaron al maestro durante la clase. Ahora Jake Emerson es uno de sus profesores favoritos.
Un miércoles de septiembre, Alisson y sus amigos estaban sentados en una mesa redonda en la parte de atrás de la clase de Emerson. Platicaban en español entre ellos mientras el profesor hablaba con la clase sobre el dibujo que proyectaba en la pantalla grande al frente del aula.
Era una escena de un antiguo mercado egipcio. “¿Qué creen que hace este tipo con la canasta?”, preguntó Emerson a la clase.
Los estudiantes en la mesa de Alisson continuaron con su charla, incluso mientras Emerson hablaba. Una chica que llevaba más tiempo que los demás en las escuelas de Aurora lo había traducido para Alisson y los otros adolescentes.
Antes de que la escuela adoptara este nuevo enfoque, los maestros podrían haber callado una conversación en español entre estudiantes. “Si veía a dos estudiantes hablando español, asumía que no hablaban del tema”, dice el subdirector John Buch. Ahora, refiere que se anima a los estudiantes a ayudarse entre sí en cualquier idioma que puedan.
Hasta el momento, parece haber poca resistencia pública en el distrito contra este enfoque. Generalmente requiere más trabajo para los docentes, quienes deben traducir materiales o su propia clase en tiempo real.
Mientras los profesores prueban con más vocabulario en español, los estudiantes que hablan inglés reaccionan de manera diversa. Algunos parecen aburridos o molestos por el interés repentino de sus profesores en hablar español durante la clase. Los estudiantes bilingües parecen orgullosos cuando pueden ayudar a los maestros que intentan utilizar más el español en clase.
Aun así, algunos estudiantes angloparlantes y bilingües han acosado a Alisson. Unas semanas después de que comenzaran las clases, un grupo de chicos —todos hombres— intentó impedirle que se sentara en su asiento en clase. Le dijeron que era fea y que regresara a su país. Cuando Alisson lo reportó a un profesor, nada cambió. “Dicen que no toleran el ‘bullying’”, dice. “Pero esto es ‘bullying’”. Semanas después, los chicos finalmente dejaron de hacerlo.
Situación delicada tanto para profesores como para alumnos
Luego de pasar la mayor parte del día en clases regulares, Alisson y sus compañeros recién llegados se relajan en una clase llamada “Educación para la Diversidad Cultural y Lingüística”. Es la única clase diseñada explícitamente para ayudar a los nuevos inmigrantes a hablar inglés.
La profesora, Melissa Wesdyk, no habla español con fluidez. Hace poco empezó a utilizar el traductor de Google como intérprete simultáneo. Da sus instrucciones en su computadora portátil y una voz ligeramente robótica repite las instrucciones en español.
Pero eso no está disponible en amárico o farsi, idiomas que hablan dos de las más de dos docenas de estudiantes en la clase. Para ellos, traduce las instrucciones por escrito y proyecta las palabras en una pantalla al frente del aula.
Wesdyk rara vez sonríe y se mantiene seria mientras dirige la clase. Quizá sea porque la clase es mucho más descontrolada que en las otras donde está Alisson. La profesora reconoce el caos relativo, pero dice que se debe a que los estudiantes que hablan español se sienten más cómodos en una clase que está formada casi exclusivamente por inmigrantes latinoamericanos.
Un chico se pone de pie en su silla constantemente durante la lección, y Wesdyk detiene la clase al menos cuatro veces para redirigirlo. “¿Por qué hablas?”, le pregunta en español. En otro momento le dice: “Necesito que te detengas”.
El curso también exige más de los estudiantes, a quienes Wesdyk presiona para que pronuncien las palabras al unísono y respondan preguntas. Es un trabajo duro y sus métodos no siempre dan en el blanco.
Hacia el final de la clase, Wesdyk le dice a la clase que van a hacer un “whipshare” —una estrategia que promueve la participación de todos los estudiantes. Google no sabe cómo traducir ese término, así que ella simplemente repite la palabra en inglés. Cada estudiante debe compartir una de las palabras que escribió previamente, cuando la clase identificaba palabras en inglés para cada letra del alfabeto.
Cuando Alisson ofrece la palabra “pink” para la letra P, Wesdyk parece sorprendida y un poco conmocionada. “Esa no es una de las palabras que escribí, pero es una buena palabra”.
Para la letra F, otro chico parece decir “flor”. Quienes hablan español piensan que trata de decir “flower” (“flor” en inglés), pero lo pronuncia mal. Wesdyk no le entiende. “¿Piso?” ("floor" en inglés), le responde ella. El chico vuelve a decir “flor”, y Wesdyk repite “Floor?”, y enfatiza el sonido de la “R” en inglés. El chico parece avergonzado.
A mediados de septiembre, la madre de Alisson recibe mensajes de las Escuelas Públicas de Aurora que informan que ha habido rumores de amenazas de bomba en sus escuelas y otras en todo el estado. No está claro si las amenazas están relacionadas con la retórica de Trump sobre las pandillas venezolanas que se apoderan de Aurora. Después de todo, surgieron problemas similares luego de sus comentarios falsos sobre que los haitianos se comían a las mascotas en Springfield, Ohio.
Los mensajes del sistema escolar dicen que los rumores de amenazas de bomba no tienen ningún fundamento, pero eso no hace que Torres y Alisson se sientan más seguras. Torres envía a Allison a la escuela, a pesar de su miedo. Sabe que puede meterse en problemas si Alisson falta a clases sin una buena excusa, y Alisson en general está feliz en la escuela.
Pero ninguna de los dos entiende cómo las escuelas estadounidenses y los niños pueden ser un blanco, incluso si se trata solo de un rumor.
“En mi país no sucede esto", dice Torres.
La economía y la democracia de Venezuela pueden estar en ruinas, agrega Torres, pero a nadie allí se le ocurriría amenazar a los niños en la escuela.
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