Meditación, geopolítica y tecnología en un templo zen de Kioto
Una de las figuras más fotografiadas de Manpukuji es la estatua de Hotei, una representación del Buda sonriente
Intrigados por la perspectiva de conocer un templo zen, donde las tensiones geopolíticas y el vértigo de la tecnología parecen no tener ninguna incidencia, RFI aceptó la invitación a pernoctar en Manpukuji, un conjunto de siete templos budistas fundados en 1661 en las afueras de Kioto, la antigua capital imperial de Japón.
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El zen es una antigua práctica budista de origen chino que, en su versión japonesa, da menos prioridad a las escrituras doctrinales y exige concentrarse en cada acción y tomar conciencia del momento presente.
Se transmite de maestro a discípulo a través de la meditación y exige un entrenamiento que requiere atención a las formas y mucha austeridad.
Un joven monje nos recibe a un grupo de seis personas interesadas en conocer la vida monacal. Nos entrega como indumentaria un conjunto de hilo azul desgastado por el uso:
- chaqueta cruzada estilo quimono que se cierra con tiras, pantalones anchos con cinturón de tela y una pantuflas de plástico.
Los aposentos, enormes salones de madera vacíos cubiertos de tatami, evocan una celda.Vestidos con nuestro uniforme azul y con los pies enfundados en pantuflas, caminamos hasta una sala dotada de asientos donde nos presentan al monje Araki, un hombre de mediana edad con la cabeza afeitada y una elegante túnica beige de estilo tibetano.
La conversación del monje, el segundo en autoridad en este templo, es serena y, como un caudal, discurre por una amplia variedad de temas.
Esta es la tienda más antigua del mundo
Nos explica el origen chino de su religión llamada Obaku, la tercera secta budista zen en Japón. “Durante muchos años el abad de nuestro templo fue chino. Estamos muy agradecidos con China. En general, los japoneses debemos mucho a China aunque hoy mucha gente no lo reconoce” nos dice.
Reconoce que la actual tensión geopolítica en el este de Asia, ocasionada por el expansionismo chino, afecta la relación con el gran vecino. “Es lamentable que las relaciones bilaterales entre China y Japón no sean tan buenas a nivel oficial como lo son a nivel privado”, añade.
Una de las figuras más fotografiadas de Manpukuji es la estatua de Hotei, una representación del Buda sonriente cuya simbología de abundancia y felicidad es evidente por su enorme barriga y la gran bolsa de tela que sostiene en su mano izquierda.
Los comentarios en Instagram de los visitantes japoneses que suben a su cuenta la foto de Hotei enfatizan lo ampuloso y “muy chino” (queriendo decir exuberante y colorido), de su apariencia.
Hotei es parte de una serie de esculturas, pergaminos religiosos y maderas con ideogramas traídos de China o elaborados por artistas chinos, que hoy tienen categoría oficial de bienes culturales.
Por ser Japón uno de los países más seguros del mundo, la vigilancia en Manpukuji es casi nula y la treintena de monjes que lo habitan se dedican enteramente a la práctica del zen.
Aún así, las inclemencias del tiempo obligaron a instalar un sofisticado sistema de termostatos y humidificadores que se ocultan dentro de las columnas de madera o las puertas de papel de arroz.
Aunque el monje Araki no evade ningún tema, cuando inquirimos sobre el uso de la tecnología, se limita a decir: “Mi yo de hace cuatrocientos años podría vivir sin tecnología. Hoy es imposible”.
Competencia religiosa entre templos
Nos explica, eso sí, que Manpukuji dista de tener privilegios. “Además de pagar muchos impuestos, debemos competir con otros templos”, agrega.
“En Japón vivimos en un clima de competencia religiosa. Hay muchos credos y dentro del mismo budismo hay varias sectas. Muchas personas no saben a cuál de ellas pertenece su familia hasta que se mueren sus padres y tienen que llamar al templo para los servicios funerarios”.
Enfatiza que, aunque los templos budistas japoneses estén asociados a las exequias, la obligación de oficiar funerales surgió como una forma de imposición oficial en la era Edo (1603-1868).
Cuando uno de los visitantes le pregunta sobre el presunto vacío que requiere la meditación zen, el monje Araki sonríe y niega con la cabeza: “Yo por mi parte no lo he logrado nunca. Si nos obsesionamos, vamos a terminar con un exceso de vacío en la cabeza”.
Caminamos en fila india hasta una sala de techo alto donde el monje joven nos invita a sentarnos sobre unos cojines blancos en la postura del loto.
Para el japonés promedio, cuya vida hogareña suele transcurrir a nivel del suelo en mesas bajas y sin asientos, colocar los pies con las plantas hacia arriba sobre el interior del muslo opuesto representa poca o ninguna dificultad. Algunas rodillas occidentales, como las nuestras, se resisten.
Condescendiente con los novatos, el monje nos pide no forzar la postura y sentarnos en la posición más confortable que encontremos.
Receta para alcanzar la paz
Las instrucciones para alcanzar la iluminación son sencillas. No se adentran en variedades avanzadas de la meditación zen, como la repetición mental de un mantra o del nombre de Buda.
Solo nos piden mantener la espalda erguida pero relajada y las manos sobre el abdomen. Ponemos la palma izquierda sobre la derecha y juntamos los pulgares formando una figura en forma de castaña.
Debemos luego seguir el ritmo de nuestra respiración, con los ojos entrecerrados mirando sin enfocar algún punto en el suelo, a unos pocos metros.
Muy pronto empiezan a desfilar por la mente recuerdos, momentos e imágenes que, como si fueran el inicio de un sueño, no tienen hilo narrativo.
Cuando nos desplazamos por un pasillo exterior que nos lleva al comedor, es evidente el énfasis que se pone en prestar atención plena a cada acción.
Cada vez que entramos a un nuevo recinto nos piden dejar las pantuflas alineadas en un orden preciso, como si estuviéramos estacionando automóviles en un concurrido espacio público.
La frugal cena consiste en arroz blanco, tofu, sopa de miso, tres tipos de verduras cocinadas y té de cebada. Recibimos cada uno tres tazas para servir los alimentos.
Solo se nos permite levantar la taza de la cual vamos a comer. Con los palillos extraemos la comida y la llevamos a la boca con el cuello erguido.
Antes de terminar debemos limpiar las tazas con un trozo de rábano y enjuagarlas en un poco de té que luego debemos ingerir. Las secamos con un pañuelo de algodón, hacemos un impecable envoltorio y lo dejamos sobre la mesa para la siguiente comida.
La atención puntillosa a la forma, a la postura de la cabeza, a la alineación de las tazas, y en general a cada una de las acciones que realizamos en el templo, están dirigidas trascender la mente distraída y entrar en un estado de atención plena.
A las nueve de la noche el sonido de un enorme tambor tocado en lo alto de una torre cierra la jornada. Después del baño en una pileta de agua caliente dormimos hasta las 4 de la mañana cuando el mismo monje del tambor inicia el día golpeando una madera.
Después del desayuno, que es una versión más ligera de la cena, nos entregan pinceles y papel de arroz y pasamos la mañana calcando caracteres chinos antiguos. Para quienes no dominamos la caligrafía japonesa, reproducir los trazos es un ejercicio más de concentración.
Para terminar nos invitan al restaurante vegetariano del templo, un espacio comercial abierto al público famoso por el colorido casi festivo de los platos. Para los postres, también vegetarianos y coloridos, se sienta con nosotros el monje Araki.
Su conversación se centra en los conflictos actuales. “Somos conscientes de que las guerras se originan, casi siempre, por razones territoriales o religiosas. En este momento tenemos ambos casos con los conflictos en curso en Ucrania y Palestina. Muchas personas piensan 'esta tierra es nuestra o tiene que ser nuestra'.
Pero si nos respetamos a nosotros mismos, podemos respetar a los demás”.
Su mayor preocupación concluye, son los niños. “Quisiera que sobre todo se tenga en cuenta a los niños. Son inocentes y no tienen ninguna responsabilidad”.
Se despide explicándonos que en japonés el ideograma de “templo” forma parte del verbo “tener”. El templo “siempre te da algo”, dice.
Si has hecho meditación zen, desde el gran bolso de Hotei tendrás un regalo: “Has salido mejorado”, dice con una sonrisa parecida a la del mismo Buda.
Qué es el Templo de Manpukuji
El templo de Manpukuji está situado en la localidad de Uji, al sur de Kioto. Fue fundado en 1661 por un monje chino llamado en japonés Ingen Zenji que a los 63 años se fue a vivir a Japón. Su religión, llamada Obaku, es la menor de las tres sectas budistas zen de Japón.
Manpukuji comprende 28 edificios construidos con madera de teca importada de Sumatra. Es conocido como uno de los mejores ejemplos en Japón de la arquitectura china de finales de la era Ming (1368-1644). Sus imponentes techos evocan la Ciudad Prohibida de Pekín y los decorados y los conjuntos escultóricos son obra de artistas chinos.
El legado de su fundador, el poeta, calígrafo y monje Ingen Ryuki, trascendió la religión y alcanzó disciplinas como el arte, la medicina, la arquitectura, la música, la literatura y la gastronomía.
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