Guía para entender al dominicano
Es desafiante para cualquier extranjero abordar la dominicanidad.
Y es que nuestra cultura está dominada por acertijos o códigos indescifrables de expresión que escapan al sentido más universal. A la inversa: el dominicano es una de las “especies planetarias” de más resuelta adaptación al cambio; no solo sobrevive en entornos hostiles, sino que se acomoda creativamente a sus condiciones más crudas. En términos coloquiales: “donde quiera que lo tiren cae parado”.
El dominicano, como todo caribeño, habla alto, rápido y cortado. La estridencia deriva de su emotividad que es una de las notas más prominentes de su carácter agitado. El razonamiento lógico no es su manera usual de persuadir sino el drama gestual; es su arma más poderosa de defensa. El dominicano no convence: ¡conmueve! Y lo hace a través de una parafernalia dramática que involucra el tono, los gestos, la altisonancia, las lágrimas y la reproducción de sonidos. Su locución es vivamente teatral: animada, colorida y onomatopéyica, en la que predomina la retórica corporal y del sonido de las cosas (Y se dio un matazo –ti tuá– que cayó redondo al piso –pun pun– y todo el mundo empezó a reírse –cua, cua, cua–). La impaciencia, otro atributo de su carácter, lo apremia a hablar rápido, en algunos casos de forma ininteligible. No conforme, recorta de forma atropellante las palabras: (Tamo mal pa’ la foto; po’ tá bien; ¿Tú tá quí?, “Él tá acotao”). Recuerdo en el pasado Mundial de Béisbol cómo algunos cronistas de las cadenas deportivas americanas bromeaban tratando de pronunciar el “ke lo ke” de los fanáticos dominicanos.
Nuestro carácter es inédito, difícilmente replicable. El dominicano es por lo general baboso. Según el Diccionario del español dominicano (Academia Dominicana de la Lengua, Gaceta Judicial, Santo Domingo, 2013) “babosa” es la “persona que habla mucho y sin sustancia o de manera empalagosa”. Esa condición supone hablar de forma incontenible e imprudente. Cuando lo hace para ostentar, entonces al hablante se le llama “comemierda”, que según la aludida fuente léxica es “una persona arrogante y jactanciosa”. Así, por ejemplo, el argentino presume de lo que sabe, el europeo de lo que es, y el dominicano de lo que tiene o “dice” tener. Esa propensión es epidémica en la clase media urbana, y en la política doméstica ¡ni hablar!
A pesar de su locuacidad, el dominicano es desconfiado (le llamamos chivo). En su imaginario presupone una intención no revelada en lo que observa, escucha y aun en las relaciones personales o de negocios. Piensa siempre que va a ser timado, por eso se reserva un último juicio. Desconfía de las promesas y detrás de su calidez guarda un lado en alerta. Pese a eso, es patológicamente complaciente, se muere por agradar y hacer sentir bien a la gente. Por eso le gusta sobresalir o hacerse notar de cualquier manera, especialmente en ambientes foráneos. Pero, ¡cuidado!, el dominicano conoce o sabe de todo; su formación, aunque empírica, es enciclopédica: una Wikipedia rodante. Se siente acreditado para opinar de forma autoritativa sobre los tópicos más insospechados del saber y si el otro lo corrige o contradice, entonces ese es un baboso. Es un transmisor natural de lo que oye y normalmente se atribuye la autoría u originalidad de lo que comunica, pero cuando no es creído, entonces dice conocer la fuente que siempre es de “entero crédito”. Todo dominicano tiene un legendario “primo” en los centros de poder, quien le confía datos oficiales y hasta de seguridad nacional. Ese primo conoce la vida íntima de los grandes, tutea a las amantes de los jefes y sabe quién es quién en el Gobierno.
No espere un no de un dominicano; no sabe pronunciarlo ni le interesa. Para nosotros la franqueza no es un don afable; es una virtud ajena a nuestro talante. Por eso apelamos a eufemismos diplomáticos como: “Vamos a ver”, “Yo te llamo”, “Déjame pensarlo”, “Voy a consultar”, “Está difícil, pero vamos a intentar”. En ningún caso habrá respuesta; el tiempo se encargará del olvido. Decir no sin motivar dócilmente las razones es para el dominicano una perrería (eso significa un trato áspero, grosero y afrentoso).
Somos intensamente afectivos; no hay cariño más excitante y viscoso que el que profesa y da un dominicano: si te abraza es hasta el sofoco (con golpes secos incluidos); si te alaba, es para idolatrarte; si te ve, te vocea y tan pronto te conoce, no eres su amigo sino su “heeeermano”: sí, debe ser así, con la vocal “e” arrastrada, entre más extendida más afecto. Presume de conocer a todo el mundo, no importa su rango social ni político.
El dominicano es culturalmente moroso. Cuando paga se cree un templo de honradez con moral para matarse con cualquiera. Uno de los usos más socorridos de su aparatoso carácter es para despertar precisamente compasión. Con su melodramatismo siempre anda financieramente urgido. Es tan acosante su drama, que termina con dinero en la mano que promete devolver el “lunes sin falta”. El lunes siempre falta, nunca llega. Si le recuerdas su compromiso de pago, te hace públicamente la historia completa de los favores y evoca tu pasado oscuro o de miseria.
El dominicano es un pesimista ancestral; su nihilismo lo empuja a la autocrítica como flagelación cotidiana; pero si lo hace un extranjero ¡cuidado! defiende con garras felinas su dominicanidad. Pese eso, es xenófilo: cree que todo lo extranjero es mejor, al punto de que cuando algo funciona bien en su país, suele decir que es hecho con “estándares internacionales” o confiesa la sensación de estar o sentirse “en otro país”. Somos sumisos, dóciles y mansos por eso hemos aceptado todo tipo de dominación, siempre que nos dejen un espacio para la alegría. Somos de los pocos pueblos del mundo que celebra sus desgracias y le pone sonrisa al sol porque como dice el poeta: habitamos en su trayecto.
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