Las caras de nuestra violencia
Cómo la cultura y la educación influyen en la violencia social
Hace algunos días departía con Yeni Berenice Reynoso, directora del Departamento de Persecución Judicial de la Procuraduría General de la República. Entre temas sueltos, saltaban algunas preocupaciones. Una de las más perturbadoras era la violencia social.
De sus experiencias académicas e investigativas, la magistrada destacaba que los homicidios en la República Dominicana resultaban mayoritariamente de la conflictividad social antes que de la delincuencia común. Así, esas muertes derivan, en una relación de seis por cada diez, de actos de agresión doméstica y conflictos de convivencia, una violencia más compleja que la que impone la delincuencia porque responde a patrones consolidados de vida colectiva.
Motivos irrelevantes suelen desatar a veces infaustas tragedias, como la discusión sobre una imprudencia en el tránsito, la disputa por un parqueo, los celos por presuntos galanteos y hasta muertes por reyertas en juegos de dominó. Las estadísticas oficiales son más graves; en el año 2023, por citar un caso, el 75% de los homicidios se cometieron por motivos asociados a conflictos sociales y apenas el 24 % a delincuencia.
Lo anterior supone admitir que en la sociedad dominicana yacen problemas de conducta y psicopatologías no tratadas. Hay muchos elementos comprometidos en la cuestión, pero cada vez es más notoria la propensión cultural a la agresión. Y es que, si al carácter emocional del dominicano medio se le suman externalidades como las precariedades de vida, la baja educación y el desorden en la convivencia, la acumulación de estrés es potencialmente explosiva. Basta agregar a esa combustión alcohol, calor y ruido para descubrir la anatomía perfecta de la tragedia. La violencia es muchas veces una detonación de esa presión.
La violencia vial aporta por su parte sus provocaciones: bocinazos, rebases rasantes, gestos obscenos, maniobras imprudentes, entorpecimientos intencionales, giros suicidas, acoso de las acrobacias motorizadas, entre una antología de “urbanidades” inéditas. El tránsito se convierte así en otro trabajo que se le agrega a la jornada laboral de cada día con una carga de estrés tanto o más pesada. En Santo Domingo el sol asoma y se pone con la disputa por la supervivencia vial de sus residentes: una guerra rabiosa de atajos, bravuconerías y temeridades.
En ese estado de crispación las reacciones son más instintivas y la agresión se convierte en su cauce expresivo. Ese hábitat tóxico, sumado a los constreñimientos de una vida económicamente estrecha en la que el salario mínimo (RD$ 19,352.50) está por debajo de la canasta básica (RD$ 44,927.30) hace más intolerante, irascible y virulento al dominicano. Se afirma de esta manera una predisposición casi natural para la violencia.
Un factor siempre latente en la violencia social es la baja educación. Arrastramos un déficit histórico que no promete ser abonado en los próximos años, a pesar de las inversiones. Se pueden hacer cosas pequeñas pero interesantes, como la inclusión curricular de la educación vial y la ciudadanía responsable en la educación básica y secundaria, que tengan como prácticas trabajos sociales en el mismo epicentro de los problemas. Esto no es poesía: educar desde temprana edad en el respeto al orden y la convivencia se integra a la formación del carácter. No perdemos nada; ganamos. La educación debe responder a las demandas colectivas, y la nuestra es una sociedad con dificultades para la comprensión y aprehensión de esos valores.
Frente al cuadro expuesto sucede que las muertes asociadas a la delincuencia reportan sensaciones de mayor inseguridad social que las que resultan de otros motivos, pero si comparamos los índices estadísticos advertiremos que las muertes de la delincuencia han estado por debajo de los homicidios por conflictos sociales, y escandalosamente inferiores a las muertes por accidentes de tránsito. Así, por ejemplo, mientras en el 2023 la tasa de siniestralidad vial (por accidentes) era de 65 víctimas por cada cien mil habitantes, las muertes por homicidios alcanzaban apenas los 11.5 por cada cien mil habitantes (con una tasa promedio anual de 14.4 desde 2009 a 2023), índice que en lo que va de año ha bajado a 9.9 homicidios por cada cien mil habitantes. Sin descuidar las demás atenciones, creo que el país está haciendo poco o nada para enfrentar la tragedia que nos coloca entre los primeros diez del mundo en muertes por accidentes de tránsito.
He sido recurrente en exigir al Estado acciones ordenadas para mitigar esta situación. Lo primero es declararla como emergencia nacional y, sobre esa base, sin improvisaciones ni reacciones efectistas, crear un gabinete ad hoc con presupuesto, conformado por técnicos de los ministerios de la Presidencia, Educación, Obras Públicas, la DIGESET y el INTRANT, en coordinación con la Sociedad Dominicana de Psiquiatría y el Colegio Dominicano de Psicólogos, para elaborar políticas uniformes e integrales que incluyan una campaña educativa de largo término con evaluación metódica de resultados. Los recursos están: con recortes a la publicidad gubernamental para promover logros; no más anuncios promocionales o de imagen de los despachos de Aduana, Obras Públicas y otros tantos. Mi deseo es que cada día más voces se unan a este clamor. Y es que todos hemos visto cercanamente las distintas caras de la violencia.
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