Nicolás Maduro: farsa y tragedia
Venezuela sobrevivirá a Nicolás Maduro y a su entorno, a su macabra promesa preelectoral de un baño de sangre si no resultaba ganador en la contienda, e incluso a su poder de convertir en hecho esa promesa
Las primeras líneas del Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, de Karl Marx, contienen una acotación ya clásica a la idea hegeliana según la cual “todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces”. Al decir del primero, Hegel olvidó agregar: “una vez como tragedia y la otra como farsa”.
Chabacano y grotesco hasta el desasosiego, Nicolás Maduro encarna a la perfección la farsa en que devino la denominada Revolución Bolivariana de Venezuela. Basta verle autoproclamarse hijo del coronel paracaidista Hugo Chávez Frías mientras disparata, teléfono en mano y con los ojos extraviados, sobre las más inverosímiles teorías conspirativas.
Viéndolo el otro día, me vinieron a la cabeza estos versos de Joan Manuel Serrat: “Sin prisa pero sin pausa/ esos carcamales organizan sus cruzadas/ contra el hombre libre/ más o menos responsable de todos los males/ porque piensan por su cuenta/ sueñan y lo dicen. /Si no fueran tan temibles nos darían risa. /Si no fueran tan dañinos nos darían lástima. /Porque como los fantasmas, sin pausa y sin prisa, /no son nada si les quitas la sábana.”
Nicolás Maduro también encarna la tragedia. La tragedia de la miseria, el hambre y la represión que han convertido en emigrante a casi un tercio de la población de un país cuya solidaridad y riqueza lo llevaron a ser un referente hemisférico en recepción de migraciones durante décadas. La tragedia del encarcelamiento y la persecución cotidiana de la disidencia, la de la conculcación de la libertad de expresión, la de la inhabilitación de opositores políticos, y la del exilio académico y político de gran parte de los más preclaros cultores del derecho público de esa sociedad.
Y esa tragedia exhibe hoy su peor ropaje: el de la fuerza desnuda de un omnipresente poder militar, constantemente azuzado por un incendiario discurso del presidente, en el que los opositores son tratados de ratas fascistas, y los millones de venezolanos que reclaman transparencia, de terroristas. La tragedia, en definitiva, de todo el poder represivo del Estado, meticulosamente entrenado y adoctrinado durante 25 años de gobierno, puesto al servicio de la determinación del régimen de mantenerse en el poder, contrariando la voluntad popular, abrumadoramente mayoritaria, expresada en las urnas el pasado domingo 28 de julio.
La del régimen venezolano es una historia muy antigua que sin embargo se repite una y otra vez, a uno y otro lado del espectro ideológico. Es la historia de movimientos mesiánicos, llegados al poder en contextos de quiebres institucionales, armados de un discurso en el centro del cual hay siempre instalada una promesa de redención que nunca se realiza. Peor aún, más temprano que tarde, en derredor de esa promesa de redención empieza a erigirse, opacándola, el infierno en cuyas llamas terminan ardiendo sus propios protagonistas.
Porque Venezuela sobrevivirá a Nicolás Maduro y a su entorno, a su macabra promesa preelectoral de un baño de sangre si no resultaba ganador en la contienda, e incluso a su poder de convertir en hecho esa promesa. Saldrán de la cárcel los presos políticos, regresarán los expatriados económicos y los exiliados, y el clamor de millones de ciudadanas y ciudadanos, junto al reclamo solidario de decenas países a uno y otro lado del atlántico terminarán imponiéndose.
Pero mientras llega el final, en este momento todavía muy crítico para la sociedad venezolana, es importante recordar, como una lección que trasciende Venezuela y su especial circunstancia, que la presidencia de Nicolás Maduro es una presidencia intrínsecamente espuria. Que nació de una rotunda anomalía que riñe con cualquier idea que se pueda tener de la democracia, de la institucionalidad y del Estado de derecho: nació como una farsa de las típicas monarquías hereditarias, y su única legitimación de origen fue la voluntad del dedo índice de un moribundo Comandante Chávez, que lo señaló como su sucesor, contrariando todo el marco normativo vigente en el año 2013 en materia de sucesión presidencial.
El 7 de marzo de ese año, a dos días del fallecimiento de Chávez y de que Maduro asumiera su condición de presidente provisional, escribí lo siguiente: “(…) el señor Nicolás Maduro debe cesar de inmediato en la presidencia provisional de Venezuela en favor del Presidente de la Asamblea Nacional, toda vez que es a este funcionario de elección popular a quien la constitución reconoce la condición de presidente interino cuando, como en el caso en cuestión, la ausencia absoluta se produce antes de la toma de posesión del Presidente faltante. Una vez el Presidente de la Asamblea Nacional asuma su condición de Presidente Provisional, el Señor Nicolás Maduro, técnicamente, retorna a su condición de Vicepresidente. (..) Esta situación inhabilitaría a Maduro para optar a la candidatura presidencial para las elecciones que deben realizarse dentro de los treinta días contados a partir de las 4:25 de la tarde del 5 de marzo. Esto así porque el artículo 229 constitucional establece lo siguiente: “No podrá ser elegido Presidente de la República quién esté de ejercicio del cargo de Vicepresidente Ejecutivo y Vicepresidenta Ejecutiva, Ministro o Ministra, Gobernador o Gobernadora y Alcalde o Alcaldesa en el día de su postulación, o en cualquier momento entre esta fecha y la de la elección”
(Periódico Acento. La Sucesión Presidencial en Venezuela, disponible en https://acento.com.do/opinion/la-sucesion-presidencial-en-venezuela-208309.html).
Pero Maduro no renunció a la presidencia interina, ni a su condición de vicepresidente, que era la vía para superar la condicion inhabilitante que la misma le imponía para presentarse como candidato a la presidencia. Le bastó con abrazar la voluntad del padre de la revolución bolivariana y, once años después, ahí lo tenemos. Intentando reeditar lo que al parecer consideró como el designio de una fuerza superior.
Venezuela sobrevivirá a Nicolás Maduro y a su entorno, a su macabra promesa preelectoral de un baño de sangre si no resultaba ganador en la contienda, e incluso a su poder de convertir en hecho esa promesa. Saldrán de la cárcel los presos políticos, regresarán los expatriados económicos y los exiliados, y el clamor de millones de ciudadanas y ciudadanos, junto al reclamo de decenas de países terminarán imponiéndose.
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