¿Es Santiago la ciudad más limpia?
Un argentino me hizo una analogía gráfica del aseo de la ciudad que no dejó de provocarme risa. Con melódico acento porteño, me dijo: “Esta ciudad tiene zapatos de caballero y vestido de obrero”. Se refería al contraste entre la limpieza de las avenidas (zapatos) y la contaminación del paisaje (vestido).
Se ha promovido la idea de que Santiago es la ciudad más limpia del país. ¿Es eso verdad? No. La respuesta es categórica y está vinculada al concepto integral de aseo urbano, que supone algo más que la recogida de basura.
La suciedad de Santiago es otra y se llama contaminación visual. En ese aspecto, la segunda ciudad dominicana es probablemente una de las más saturadas del país. Se trata de un problema consuetudinario que, lejos de mitigarse, se ha arreciado en los últimos años.
Lo que sucede es que en nuestra percepción cultural la suciedad solo se asocia a la basura porque la mayoría de las ciudades del país soporta una carga pesada de contaminación que la siquis, ya por costumbre, la procesa como un relato “normal” del entorno. Ese retrato visual se ha asimilado a nuestra identidad urbana.
Nos hemos habituado a la saturación de las vallas, a las marañas de cables aéreos, a las casetas improvisadas en los espacios públicos, a los embadurnamientos de las paredes y a otros elementos inarmónicos que espesan la percepción visual de los paisajes. Su caótica disposición es tan o más trastornadora que la propia basura de las calles.
Cuando visitamos ciudades del mundo que han rebasado ciclos primarios de desarrollo urbano, advertimos, de forma subconsciente, que la limpieza no solo se ve, también se siente, justamente por la equilibrada ordenación del paisaje que han logrado, entonces disfrutamos de una empática conexión con el entorno. Vivimos así las ciudades como lo que son: experiencias interiores.
La contaminación visual es el conjunto de factores en un paisaje que afectan su estética, alteran su percepción armónica o entorpecen su captación visual. Así como los desechos sólidos afean a las ciudades, otros elementos del paisaje (como la publicidad exterior, los cableados eléctricos, los postes, las antenas, los soportes y estructuras emplazadas) congestionan su vista. La contemplación, en vez de inducir una sensación de agrado, genera el estrés que sentimos cuando caminamos, por ejemplo, por la avenida Duarte o la París en el Distrito Nacional o quizás por cualquier vía comercial de Santo Domingo Este.
El problema de Santiago es ya viejo y no ha tenido una atención adecuada. El plan más importante de ordenación se ejecutó en la gestión de José Ramón (Monchy) Fadul, una de las administraciones más asertivas, que dispuso el retiro de los letreros de las calles del centro histórico, obligando a los comercios a colocarlos, con estándares de medidas, sobre sus fachadas o paredes frontales. La descongestión le dio otro perfil al centro. En la administración de Héctor Grullón Moronta, el CEUR de la PUCMM y quien escribe, siendo decano de Derecho de la PUCMM, elaboramos una propuesta normativa para reordenar la publicidad exterior en el municipio. Este esfuerzo se malogró por la falta de seguimiento.
Las siguientes gestiones municipales no fueron sensibles con el problema y las intervenciones normativas solo perseguían cobrar arbitrios. Si bien existe un reglamento municipal aprobado mediante la Resolución 2719-05, este marco es insuficiente, y por eso ha habido propuestas importantes de modificación, como los lineamientos para una ordenanza que regule los elementos publicitarios que causan la contaminación visual de Santiago elaborada por los técnicos Fernando Russel y Lourdes Tapia para el Consejo de Desarrollo Estratégico de Santiago, Inc. presentada al Ayuntamiento de Santiago en el 2015. No sabemos si ese instrumento fue acogido y aprobado, lo cierto es que el problema, además de normativo, es funcional; de autoridad y gestión efectiva. En la alcaldía de Abel Martínez se logró desmontar la publicidad política pero no se ha ordenado la comercial.
Hoy las reatas o isletas de las principales avenidas están asaltadas por vallas publicitarias, con distancias, en algunos casos, de diez y hasta cinco metros entre una y otra. Estas estructuras se erigen en hileras abrumando la perspectiva visual de las vías troncales de mayor atracción visual. Tal afectación es crítica en las avenidas Juan Pablo Duarte, 27 de Febrero y Estrella Sadhalá, donde las vallas no solo ocupan las isletas centrales, sino las aceras. En zonas residenciales como Villa Olga, Los Jardines y otras, entorpecen los paseos peatonales dejando márgenes estrechos de circulación.
El Ayuntamiento de Santiago registra siete empresas con permisos de instalación y operación de publicidad exterior en el municipio. La mayoría busca espacios atractivos en las principales avenidas, convirtiéndolas en un corredor de permanente contaminación. Lo peor es que tienen distintos diseños de soportes para sus vallas, desluciendo aún más la armonía del entorno.
La sensación de congestión es más cruda porque las vías y espacios de la ciudad son más estrechos, violentando las proporciones necesarias para mantener el equilibrio, de ahí que comparar la contaminación de la ciudad de Santiago con otras zonas del mundo dominadas por murales iluminados como Times Square, New York; Cruce de Shibuya, Tokio; o Circus Liquor, Burbank Boulevard, Los Ángeles, no deja de ser ridículo. Esto lo digo porque no pocas veces cuando se toca el tema en foros urbanos aparecen improvisados expertos que por puro esnobismo alegan que las grandes metrópolis también tienen áreas de concentración publicitaria.
Un argentino me hizo una analogía gráfica del aseo de la ciudad que no dejó de provocarme risa. Con melódico acento porteño, me dijo: “Esta ciudad tiene zapatos de caballero y vestido de obrero”. Se refería al contraste entre la limpieza de las avenidas (zapatos) y la contaminación del paisaje (vestido). Sería una necedad negarle a la actual gestión del alcalde Abel Martínez su obsesiva ocupación por el ornato, lo cual nos complace muchísimo, pero es el momento de que Santiago empiece a cambiar su traje para poder merecer la condición que le da título a este artículo.
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