La fuma mágica

El legado del tabaco en la historia y el éxito de los cigarros dominicanos

A lo largo de los siglos, el tabaco ha sido una planta de relevancia cultural, medicinal y ritual, desde su uso por los indígenas hasta su estatus como símbolo de lujo en la actualidad. (MATÍAS BONCOSKY/DIARIO LIBRE)

El año pasado exportamos más de US$1,200 millones en cigarros elaborados con hojas aromáticas de las vegas cibaeñas y de otros orígenes en nuestros parques de zona franca, ranqueados entre los 5 mayores proveedores mundiales. Gracias a tres décadas de empeño tesonero de un grupo de productores agrupados en PROCIGAR bajo el liderazgo tenaz de Hendrik Kelner. Compitiendo hoy con los Emiratos Árabes, Polonia, Alemania e Indonesia.

Ya Colón, en su Diario, consignaba que, en la primera expedición por el interior de Cuba, se encontró con “mucha gente que atravesaba a sus pueblos, mujeres y hombres, con un tizón en la mano y yerbas para tomar sus sahumerios”, aludiendo a la práctica de los indios de fumar túbanos. En su Historia de las Indias, Las Casas refiere que los aborígenes de La Española llamaban tabaco a “estos mosquetones”, extendiéndose entre los españoles el hábito de fumarlos. Al grado que, al ser reprendidos por el vicio, respondían que no “estaba en sus manos dejarlo.”

En Historia del Mondo Novo (1572) Benzoni resalta la importancia de la planta y su uso: “En esta isla, como en algunas otras provincias de estos nuevos países, hay unos arbustos no muy altos que producen una hoja como la del nogal, pero de tamaño mayor, tenida en grandísima consideración por los habitantes, también muy apreciada por los esclavos que han traído de Etiopía. Los naturales recogen esas hojas y atadas en manojos las cuelgan encima del lugar donde hacen fuego, hasta que estén bien secas; cuando las quieren utilizar toman una hoja, le ponen adentro una de las otras, las enrollan juntas en forma de cañón y luego por un lado les dan fuego, y teniendo la otra parte en la boca, aspiran el aire, de manera que aquel humo le va a la boca, a la garganta y a la cabeza. Lo soportan lo más que pueden pues les da placer.”

Para los aztecas el tabaco tenía usos medicinales y rituales. Asociado a Tlaloc, dios de la lluvia, quien al echar bocanadas de humo formaba las nubes. Chac, dios maya, fumaba para provocar la precipitación del agua. Para las etnias aborígenes norteamericanas fumar o quemar hojas de tabaco, era parte de sus ritos ceremoniales.

Desde su hallazgo por los europeos, el tabaco, ya como delicado rapé para inhalar, sesuda picadura de pipa, estilizado cigarrillo, andullo amargo para mascar o de un elegante habano, ha recorrido más de 500 años. Hoy, bajo la envoltura de cigarro, enloquece al mundo, en especial a jóvenes de clase alta y a bellas mujeres, seducidos por este símbolo de estatus, asimilado al estilo de vida gourmet. Por fortuna, en esta historia reciente los dominicanos tienen mucho que contar. Aventajados por las restricciones al habano cubano en el mercado norteamericano a partir de la revolución en la Isla Fascinante, hemos trazado nuestra propia ruta, conquistando netamente las preferencias de los fumadores, como lo muestran las cifras de exportaciones.

Napoleón aspiraba rapé y fumaba puros. Lincoln, el leñador, prefería las rústicas pipas de mazorca de maíz y de barro para disfrutar la picadura de tabaco de Virginia, que también mascaba con deleite. Stalin, Roosevelt y Churchill -los tres líderes aliados que libraron la II Guerra Mundial contra el Eje- tenían claras predilecciones sobre la forma de aspirar la Nicotiana tabacum: en pipa el Padrecito soviético, encendiendo un cigarrillo el reformador americano y gozándose un puro el estadista británico. A tal grado era la afición del primer ministro por los habanos, que se contentaba en decir: “siempre tengo a Cuba entre mis labios”. En su honor se identifican con su nombre los enormes túbanos que fumaba hasta en la cama, a veces convaleciente, como verdadera extensión de su lengua.

Fidel Castro, desde que bajó de la Sierra Maestra, lo hizo con un tabaco en la boca -como reza el célebre Papá Bocó de Sánchez Acosta. Sus maratónicos discursos en la Plaza de la Revolución no sólo embrujaron con su retórica desbordante a las masas cubanas y latinoamericanas que lo identificaron como símbolo de liberación. También promovieron mundialmente los efectos tonificantes que produce un buen habano. El Che Guevara -otro empedernido fumador a pesar del asma crónica que le acompañó- nos dice en su Manual de Guerra de Guerrillas, “que un complemento habitual y sumamente importante en la vida del guerrillero es la fuma.”

Entre escritores fumar ha sido estímulo creativo. Para Víctor Hugo el tabaco “convierte el pensamiento en ensueño”. Lord Byron -cuya poesía y estilo de vida generaron imitadores en el mundo, incluido una réplica local en el poeta Pellerano Castro-, concluye imperativo su poema Sublima Tobacco: “Deme un tabaco”. Thomas Mann decía que “un día sin tabaco sería el colmo del aburrimiento”. Hemingway -trotamundos, bebedor de whisky y daiquirí- era un apasionado del habano. Rudyard Kipling, autor de El Libro de la Selva, plantea en su poema Los prometidos una rotunda preferencia: “Pero Maggie me ha escrito diciéndome que elija/y yo no sé qué hacer con mi sortija/ Hay que escoger entre el amor que llora/ o Nicotina, dama encantadora…/ No sé. Venga un Habano que aclare mi cabeza.../A ver, un buen Habano de la caja aromosa/ porque no quiero a Maggie por esposa.”

Carlyle iba más lejos, recomendando se incorporara la práctica auspiciosa de fumar en las sesiones del Parlamento británico: “Si tan sabia práctica se introdujera, habría, junto a un mínimum de discursos, la apacible y estimulante influencia del humo del tabaco.”

Yo fumé hasta que pude –siempre en giro placentero- hasta que mis bronquios asmáticos lo permitieron. Primero fue el cigarrillo experimental, el rito de iniciación adolescente con el Hollywood de moda de la Tabacalera. Luego vino el Cremas proletario y bohemio, hecho con aromático tabaco negro de nuestras vegas cibaeñas. Una fragancia de campo adentro, exquisita y envolvente. Cigarrillo de pobre que dominaba en los colmados de barrio, en las paleteras ambulantes, plazas, cines, estadios y cabarés. Más tarde aprecié el glamur de los importados acompañando a tío Toño (Dr. Pedro Antonio Pichardo Sardá) a la inspección sanitaria de los barcos de carga y pasajeros que arribaban a nuestros puertos. Cuya oficialidad agasajaba con brindis de cerveza y cartones de cigarrillos.

Así surgieron ante mis ojos las marcas de J. Reynolds: Winston, Salem y Camel –una pequeña cajetilla estampada con el camello en primer plano, las pirámides y palmeras egipcias de fondo. Mi favorito por ese delicioso perfume que da la mezcla de tabaco turco con las hojas rubias de Virginia. Igual de Philip Morris: Marlboro –con spots de humeante café colado, praderas ganaderas, ruda faena de cowboy y trepidar de caballos salvajes. Marcas como: Lucky Strike, Chesterfield, L&M, Parliament, Raleigh, Newport, Pall Mall, Kool y Viceroy. Cuando al iniciar los 60 recorrí en autobús de la Greyhound los estados sureños de la costa Este, descubrí el origen de muchos de esos nombres en la toponimia de la ruta tabacalera.

Tras la muerte del “Ilustre Jefe”, retornaron los exiliados. Pedro Andrés Pérez Cabral, Corpito, disertaba magistral en charlas vespertinas ante jóvenes sedientos de saberes políticos, en la sede Condeana del Partido Nacionalista Revolucionario, desplegando con estudiada gestualidad una pipa reflexiva, al estilo Harold Wilson, el primer ministro laborista inglés. Con canas prematuras, vestido a chacabana blanca y corbata de lacito, Corpito discurría entre cláusulas de dialéctica marxista y volutas de humo que remontaban vuelo formando anillos e incitando el ensueño libertario.

En remate oratorio de esta logia petromacorisana, el profesor Dato Pagán Perdomo, cuyas modulaciones graves contrastaban con el timbre atiplado de Corpito, encendía el fervor revolucionario de la muchachada, asistido en la tarea por un Cremas proletario. Casi hacía gárgaras cuando articulaba estirándola la palabra pueblo, prolongando su resonancia fonética a la manera kilométrica de José José. Era la forma datiana de hinchar la jerarquía protagónica del pueblo, agigantándolo en las enfebrecidas mentes del auditorio juvenil.

Juan Bosch fumaba Cremas y se dejaba fotografiar con una media bata en el local del PRD o en chaqueta a cuadros. De trato afable, el accionar del cigarrillo coloquial insuflaba fuerza a sus argumentos. Manolo Tavárez, elegante y buenmozo, vestido impecable, con sus gafas oscuras que le daban cierto toque de misterio, desplegaba su indudable carisma asistido por un cigarrillo –como otros dirigentes políticos de su generación.

Jimenes Grullón –uniformado con una bien planchada chacabana de hilo fino y corbata de pajarita- encendía apasionado su tabaco Aurora, dando énfasis en cada bocanada a su convincente discurso. Gestualidad dramática sincronizada, verba elocuente y coherente, el intelectual socialdemócrata descendiente de dos presidentes estimulaba sin proponérselo el consumo de cigarros, que portaba siempre en uno de sus bolsillos superiores, cual cartuchera bien provista. A él debí la afición temprana por el habano, que mi madre Fefita resentía con razón, al inundar con su vaho el hábitat doméstico. Un hábito que llevé a Chile y que deslumbraba a los compañeros de universidad, seducidos por el encanto de un aromático Aurora. Junto al sartreano de la pipa existencialista que alimentaba con picadura holandesa.

Al caer la tiranía vino la competencia doméstica. La Tabacalera ofertaba, junto a Hollywood y Cremas, Montecarlo, Hilton, Constanza mentolado y Casino con filtro. E León Jimenes armó su artillería: Premier, Nacional, Sublime, Apolo y Aurora -un excelente pectoral con filtro en empaque café y oro-, además Marlboro, al asociarse con Philip Morris. En el Cono Sur recibía envíos familiares con cigarros Aurora y cigarrillos Apolo, que alternaba con Tabacales uruguayos o Gitanes y Gauloises franceses.

Sara Montiel relanzó en El último cuplé un viejo tango que proclamaba en desenfado: “fumar es un placer/genial, sensual.” Aludiendo al “humo embriagador” que disfrutó ese gigantón genial Rafael Herrera al redactar madrugadores sus epigramáticos editoriales. Y adelantó el Viaje del querido poeta Mir, mi entrañable camarada del alba.

José del Castillo Pichardo, ensayista e historiador. Escribe sobre historia económica y cultural, elecciones, política y migraciones. Académico y consultor. Un contertulio que conversa con el tiempo.