Sin ellos, la vida: un espacio negro en el futuro
El legado de los Beatles y la revolución musical de una generación
No es posible aún identificar el tiempo preciso en que ellos comenzaron a construir en nosotros la fiera argamasa de los sueños y el delirio. Los signos de la época, de cualquier época, no se distinguen con claridad hasta que pasan los años, cuando las añoranzas comienzan a pervertir nuestras conciencias y nos vamos dando cuenta que éramos -somos- reos impunes de un delito que no prescribirá nunca: el que consumimos sobre la ebriedad del tiempo, en torno a la grave y obsesiva función de la epopeya de aquellos alocados, inolvidables y, contra todo desequilibrio y aguijoneo, siempre épicos años sesenta.
Fue en el final de la pubertad y el inicio de la primera adolescencia cuando el Little Richard y Bill Halley con sus ruidosos Cometas, fermentaban ya, en un pasado trastornado, desconocido, mutilado y que no nos pertenecía, como el de los cincuenta. Rock, Twist y Mash Potato se interponían como barrera dócil y franqueable sobre las cuales colocábamos piernas y asentaderas para barrer el polvo de un tiempo del que sólo podíamos otear sus penumbras. Con ellos, había llegado la aurora, aunque probablemente no lo supimos nunca. No estuvieron solos en las indeclinables carencias de aquellos días, porque la época fue contra todo el viento fuerte que rugía sin cesar en sus tardes apocalípticas, sin dudas plural, y sin dudas también, alternativa.
Estaba The Who con su leyenda gramínea, espolvoreando entuertos sobre el césped de la noche. The Dave Clark Five fue casi una opción triunfal para buscar momentáneamente el olvido del mito y sus derivaciones. Nacieron en la misma Gran Bretaña para devorar la insignia y por una ocasión fueron primeros que ellos. The Animals fue un mágico desvarío temporal. The Four Seasons, The Monkees…Y así, hasta cuando alcanzamos con los Rolling Stones al rock y sus satánicas majestades.
Desde luego, no estuvimos más que de pasada junto a Elvis y su techumbre vasta, aunque sin saber cómo, porque no nos pertenecían, llegamos solícitos a la fiesta que brindaban todavía, por entonces, Paul Anka y Johnny Mattis, con quienes alternábamos nuestra espiritualidad socarrona, atisbada de luceros, en compañía de Areta Franklin y un señuelo de espuma y ladrido que a sus ochenta y ocho años aún sigue respondiendo al nombre de Engelbert Humperdinck. Mama Cass fue algo aparte, un interludio de tolerancia entre la algarabía de una adolescencia rusticana, fervorosa con sus mitos tremebundos y sus soliloquios pueriles.
La alternancia tenía sus bellezas absolutas y sus ruindades frenéticas. Mientras creíamos que era posible, y tal vez necesaria, una revuelta de espigas sobre los surcos de una patria que parecía ser fundo ajeno llevado al crematorio por las nuevas castas de orugas vacilantes, comenzábamos a leer en colectiva unción a Doctor Zhivago, La Hora Veinticinco y La Segunda Oportunidad, y más tarde construiríamos, con la misma gravedad con que nos parecieron insólitos los Montes Urales y la Siberia desterrante, un himno de devoción desusada sobre los humos de la revolución de Octubre en aquella Nathalie que marcó nuestra impúdica vestimenta de púberes ideológicos.
Y todavía nos sesgaba el ánimo el opening de la Super Orquesta José Reyes de Papa Molina, mientras The Ventures, venturosamente, nos encarcavinaban hasta el ahogo con aquel Wipe Out de percusiones verticales. Miriam Makeeba llegó después, un poco más tarde que los Beach Boys que soliviantaron nuestros retos no asumidos y repartieron nuestras retobadas manías musicales. Siglos después, la Makeeba se presentó en la Fortaleza Ozama y yo salí pronto de aquel falso envoltorio para no llorar de vergüenza. En Sosúa, en un empinado solar, una pareja norteamericana, devota sin remisión, regentea un restorán de sabrosa pitanza en una enramada donde se concilia la noche, cuyas paredes están cubiertas de fotos de los Beach Boys que tomaron ambos las tantas veces que fueron en su natal California a disfrutar la psicodélica melodía de los cinco granujas playeros cuyas armonías llegaron mucho antes que las de los inmortales que siguen cercenando, en empecinado batuque, nuestro cerco cerebral.
Mexicanos, argentinos y boricuas nos llevaron en el carrusel de la Nueva Ola, para alimentar el Yeah Yeah y el Go Go consumado hasta el hartazgo en tardes y noches sin recesos. Lucesita fue una clave y Julio Ángel, Manolo Muñóz y Palito Ortega, para citar los que la memoria evoca, sucesos cotidianos que se apretujaban en inenarrable coloquio con la histeria social de una época que no puede, de ningún modo, asemejarse a la histeria musical que ya habían entronizado los entrometidos muchachos de Liverpool.
Luis Olivo, aquella voz cálida que volví a encontrarme en tiempos recientes, estaba en la radio de Santiago orientando las luces de aquel faro esplendente que nos encaminaba a todos hacia un puerto de intensas avenidas oníricas. Jaime Nelson Rodríguez, y bajando desde el Santo Cerro por la Radio Santa María, Willy Willy con la juventud (el mismo Willy Rodríguez que abría hasta hace poco las mañanas desde un gobierno noticioso, y que entonces se firmaba Willy Soto) fueron otros nombres y otras luces en aquella curda ingenua, en aquella parranda imberbe, cuando desconocíamos que las anfetaminas eran el dínamo propulsor de las alucinaciones de la época, que la marihuana estaba cortando la cinta de apertura de su carrera, que Yoko Ono comenzaba a parir estrategias para encandilar a John Lennon, y que Bob Dylan estaba tendiéndole una trampa mortal a Los Beatles enseñándoles en un hotel de Nueva York a abrevar en las aguas fantásticas de la LSD.
Llegarían entonces, porque también fue de ellos ese tiempo, los X-6 y Los Románticos, que eran la respuesta criolla a aquel signo dramático de los sesenta, aunque no podía ser Carlos -Popotitos- Fernández el adalid sin zozobra que engominara las pretensiones insensatas de ser, en ninguna medida, uno cualquiera de aquellos bravos estandartes del nuevo orden que, por esos días, pasaban el mayor de sus sustos en Manila cuando Brian Epstein negaba la presencia de los cuatro jinetes en una bienvenida que en el palacio de Malachang pretendía darles, para absorber su glamour y sus centellas, la dama primera de Ferdinand Marcos, la soberbia Imelda de incontables zapatos y prendas interiores.
Y fueron también, por qué no decirlo, Los Bad Boys, aire y estilo elvispresleyano y también Los Herald’s que nadie nunca conoció, porque ¿cómo podía pretenderse la reinscripción del suceso de Liverpool desde una aldea dominicana con muchachos que no conocían Gran Bretaña y que sólo construían una escaramuza para acceder al ruido y hacer empatía con la heredad? Pero, fueron. Los Bad Boys y Los Herald’s fueron. Estuvieron allí soñando junto con ellos desde la distancia, mientras abordábamos cada tarde el carro de las ilusiones y las metas que nunca pudieron ser alcanzadas o que, seguramente, nunca pretendimos alcanzar.
No era posible ya predecir la hecatombe, ni vislumbrar la posibilidad de que Joan Báez, que era un remanso en medio del charco, estuviese acostándose, a la hora de la siesta, con John Lennon después de insistentes persecuciones por sus fueros íntimos -¿así le llaman aún?- ni podíamos entender por que John estaba comparándose con Jesús, prediciendo la agonía del cristianismo y comunicando que su popularidad era mayor que la del Hijo de Dios, mientras anglicanos, bautistas y católicos, y hasta el Ku Klux Klan, ripostaban con pancartas, manifiestos y amenazas tan provocativo incendio.
Pasó el tiempo, y los años comenzaron a buscar nuevas ensenadas, a almacenar las excrecencias del pasado. El ayer se le nombra hoy nostalgia. Pero, no podemos abstraernos de que Love Me Do fue casi un acto de redención, que con I Want To Hold Your Hand creamos un emblema de purificación, y que A Hard Day’s Night viabilizó -el vocablo no era de uso entonces- los sueños de noches difíciles hacia un mañana menos sombrío. La gloria, el éxtasis, la sensación de vértigo vino con I Feel Fine, y cuando If I Fell llegó a nuestros oídos estuvimos a punto de zozobrar en un mar que ya iba atormentándonos con sus altos oleajes. The Fool On The Hill, Penny Lane, Help, Michelle, Yesterday: las greñas de un tiempo extrovertido y hechichero se nos ofrecía a los cuatro vientos con sus hebras de libertad. Y el Ob-la-di, Ob-la-da retumbó como una utopía de liberación, y Hey Jude, Revolution, Let It Be anunciando el final que, desde entonces, nos imposibilitó insertarnos en la historia de aquellos días gloriosos, sin considerar seriamente la importancia de Paul, John, George y Ringo en nuestro devenir, mientras nuestra claque felizmente reducida nos imaginábamos ampliando los trechos del destino en una barca rodeada de árboles de mandarina y cielos de mermelada. John nos lo advirtió desde 1967 cuando abandonábamos la secundaria y ya los escarabajos iban rumbo a su individualización y descarrilamiento: “Vivir sin los Beatles es como si hubiera un espacio negro en el futuro”.
A Linche, quien junto a Luis Ovalles, lideró The Bad Boys. A Niño Gómez, que se fue temprano, a Enrique Cuevas, que viajó después y a Finso Pérez, que acaba de partir. Y con ellos, a Edito Adames, cuyo rastro perdí hace décadas, líderes todos de The Herald’s. Desde la distancia del ayer compartido.
- Los Beatles Una biografía confidencial
Peter Brown y Steven Gaines, Vergara, 1991, 478 págs. Visión íntima del mayor milagro del mundo del espectáculo en el siglo XX.
- Rolling Stones El rock y sus satánicas majestades
Jordi Sierra i Fabra, Unilibros, 1976, 178 págs. Única banda sobreviviente de las fuentes del Rhythm & Blues y el rock de los 60.
- Bob Dylan Todas sus canciones
Philippe Margotin et al. Blume, 2015, 704 págs. La historia detrás de los 492 temas del Premio Nobel de Literatura 2016.
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