El patrimonio cultural de la República
La verdadera riqueza de un país es su patrimonio cultural y natural
La verdadera riqueza de un país es su cultura. Y esa riqueza la contiene, en lugar preponderante, su patrimonio cultural. No son los hombres imprescindibles de su historia política o económica. No son sus batallas bélicas, sus constantes escarceos por la paz y el desarrollo. No son sus figuras prominentes en los distintos campos de la actividad humana. Es su patrimonio de naturaleza histórica, físico, inmaterial, subacuático, y el que levanta, en su extensión y belleza geográfica, la naturaleza en toda su esplendidez y en toda su vital trascendencia. Incluyo al patrimonio humano: aquellos que desde la fragua del arte o las letras, desde el aporte significativo a la identidad, es vía que señaliza y propaga los valores de la nación.
Voy más lejos. Una empresa comercial puede convertirse en tema identitario y, en consecuencia, en patrimonio nacional. Los países se identifican por aspectos humanos, sociales, políticos. Y, entre otros, por usos y costumbres gastronómicas o valores industriales que crean identidad. Las nuevas olas comerciales que la globalización facilitó, y que se vieron venir desde las tempranas horas de ese proceso indetenible, transformaron algunas marcas criollas, de identidad empresarial, que pasaron a inversionistas extranjeros. A lo mejor, no se perdió esa parte de la identidad nacional (ha ocurrido en muchos lares) pero está siempre expuesta a desnaturalizaciones que el propio mercado, el capricho empresarial siempre latente, o la simple conveniencia financiera, imponga, desalojando tal o cual producto o servicio de su valor identitario.
Este último aspecto raramente, o tal vez nunca que recuerde, es tomado en cuenta por UNESCO para valorarlo como patrimonio cultural, pero sí es señal intransferible que el tequila o el taco, los chiles o los frijoles identifican a México. O que el ceviche y el pisco son originarios de Perú. O que el humus, el cuscús, el kibbe (o kipe) identifican a libaneses y a otros países árabes. O que las tiras de asado, el matahambre y el bife de chorizo es alarde gastronómico que sólo Argentina expone. Que el sushi y el nigiri nos vienen de Japón. Que el sabroso postre malabi y el matzá de la pascua judía, son propios de Israel. Que el ron, llevado hoy al refinamiento más exquisito, las explosivas habichuelas con dulce y la clásica bandera nacional del arroz con frijoles, carne, aguacate, tostones o el platanito maduro frito, auténticos bocados gourmet, constituye la muestra gastronómica esencial de la dominicanidad. La tradición culinaria, transmitida por costumbres añejas, forma parte intrínseca del patrimonio cultural de una nación, tanto como el producto que genera una industria específica que se convierte en seña nacional. Las costumbres y tradiciones, empero, pueden replantearse en determinados sectores sociales con capacidad para permitir la evolución y la aprobación de nuevas fórmulas en las papilas gustativas, aunque permanezcan invariables en estratos mayoritarios de la población.
Lo mismo sucede con los hombres y mujeres que, con su labor en las letras y en el arte, con sus roles fundadores o con su papel en la historia a nivel patriótico y ético han construido el estandarte de una nacionalidad. ¿No son patrimonio humano los padres fundadores de la nación norteamericana? ¿Acaso no lo son, en el marco religioso, los doctores de la Iglesia? ¿O la filosofía, de Platón y Aristóteles a Marx y Spinoza? ¿No lo es Bolívar para las naciones por él fundadas? ¿O Duarte, sobre otras heroicidades que deben mantenerse tranquilas en su panteón para no remover altares telúricos? Son patrimonios muy tangibles, sin discusión, que no necesitan pasar por las mesas de debate y sentencia de organismos internacionales especializados en tareas de nombramiento y estimación del poder de las cosas.
Pero, hay un patrimonio que permanece por “canteras de años”, como ha dicho un erudito. Valores culturales que son la levadura histórica de una identidad y que guardan la heredad tangible o intangible de una nación. Y en ese patrimonio que encarna y representa la cultura en su más alto nivel los que se internan, se sostienen y se comparten desde la historia, la arquitectura y la naturaleza resultan sin dudas de un valor incuestionable y, sobre todo, de un necesario sistema de defensa continua. Entonces, nos damos cuenta que ese es el tipo de patrimonio más llamado a proteger y a exhibir con orgullo. Es la identidad en su estado puro. Las ruinas de Machu Picchu, el Gran Cañón del Colorado, la gran Muralla China, la ribera del Danubio, el centro histórico de Florencia, toda Budapest, la Alhambra y el Albaicín de Granada, el castillo de Chambord en el Loira, la ciudad prehispánica de Teotihuacán, el centro histórico de Roma y la costa Amalfitana, tantos otros en cada país, en cada geografía. Y junto a estas, la ciudad de los colones, la centenaria ciudad de Santo Domingo, “la zona”.
En ese ámbito patrimonial de la cultura, como suelo repetir en distintos escenarios, el más relevante de todo el quehacer que esta disciplina histórica y socialmente esencial conforta, es el patrimonio oral o intangible, como la danza folklórica, las fiestas tradicionales, los rituales de movimientos espirituales, determinados deportes que identifican a grupos étnicos, la artesanía y la ya mencionada cultura culinaria. La categorización de este valor patrimonial ha sido uno de los pasos más importantes que ha dado la UNESCO para visibilizar los valores culturales de las naciones. Gracias a esa iniciativa, aprobada por el organismo madre de esta entidad, la ONU, existen hoy en el mundo alrededor de un centenar de elementos que están considerados patrimonios orales e intangibles de la humanidad. Entre los más cercanos, están el carnaval de Oruro, en Bolivia; el carnaval de Barranquilla; el arte textil de Taquile, en Perú; los voladores de Papantla y el mariachi, de México; y entre otros destacados, el Ballet Real de Camboya; el Teatro Sánscrito de la India; la música tradicional de Morin Khuur, de Mongolia; el teatro de marionetas de Sicilia; y en República Dominicana: la Cofradía del Espíritu Santo de los Congos de Villa Mella; el Teatro Popular Danzante de los Cocolos de San Pedro de Macorís; el merengue y la bachata.
Pero, el patrimonio cultural abarca también a la naturaleza. Cuevas, desiertos, paisajes, montañas, lagos, lagunas, cordilleras, dunas, minas de arena, bosques y collados, que hay que defender constantemente de invasores, depredadores y comerciantes. La naturaleza es un patrimonio que hay que proteger tanto como una pieza del Louvre, las tumbas y templos de Petra o una pintura de Van Gogh o de Ramón Oviedo. En los tiempos actuales, cuando el patrimonio natural está siendo lastimado y herido de muerte tantas veces, su defensa y conservación corren como un deber ciudadano impostergable.
Hay todavía un patrimonio menos conocido y que, sin embargo, es muy codiciado: el subacuático. Bajo los mares se esconde una riqueza extraordinaria, aquella que dejaron esparcidas en sus naufragios y en sus viajes de descubrimiento y trasiego de almirantes, marinos y esclavos, las naos capitanas y los buques colonizadores. Muchos de ellos han sido localizados y sus joyas de todo tipo extraídas y conservadas. Pero, aún, alhajas, cerámicas, colgantes de oro y diamantes, astrolabios, herramientas de navegación, monedas, relojes y peinetas de marfil, yacen bajo el Atlántico o el Caribe, ese mare nostrum que fue refugio de piratas y corsarios, los bandidos de la mar. Es un patrimonio sensible y de gran valor que induce a la avidez de codiciosos coleccionistas y de intermediarios que transportan la carga recogida en las aguas profundas para ofertarlas al mejor postor. Es parte de nuestra riqueza no expuesta y cuya localización y posterior catalogación exige la presencia de empresas internacionales expertas, bajo un protocolo exigente que determina lo que se queda en la nación y lo que puede venderse en el mercado de oferentes a nivel mundial. Bajo los escombros del Guadalupe o de las naves corsarias del capitán Kidd, se esconde un patrimonio inaccesible para la mayoría que son reliquia, cobro y propiedad de la República. Aunque no se conozca mucho de su existencia, este es uno de los patrimonios culturales más relevantes y que requiere de los mayores esfuerzos especializados para ser salvaguardado.
El pasado diciembre, en su célebre y codiciada colección editorial de cada año, el Banco Popular publicó un extraordinario volumen sobre el patrimonio nacional, con las “joyas dominicanas de la cultura y la naturaleza”. Es un Coffee Table Book que muchos, con sobrada estima, colocarán en las mesas de sus salas y terrazas como adorno o como lectura de la vista de sus visitantes y comensales. Ataviar las casas con este tipo de objeto cultural no es, ni de cerca, condenable. Pero, advierto a todos los que posean un ejemplar de este libro amplio, de hermosa confección y de contenido tan rico como las joyas que muestra, que lo lean, aunque sea poco a poco, para que se encuentren con los ensayos de seis expertos historiadores, arquitectos, antropólogos y conservacionistas que nos ofrecen una mirada de valiosísimo interés sobre el patrimonio cultural de la nación dominicana, esos candiles que son la base, sustento y eje fundacional de todo cuanto somos y de todo cuanto debemos cuidar y salvaguardar para seguir siendo una República de cuya riqueza cultural nos sintamos orgullosos, y la cual sirva de modelo para que los extraños descubran el valor de nuestra historia, de nuestra identidad y del auténtico patrimonio de la dominicanidad.
El volumen citado se acompaña de una plataforma multimedia, con el video pódcast “Herencias”, el documental “RDescubre” y la aplicación móvil MIRA (Mi Realidad Aumentada), con portales inmersivos y un asistente virtual en inteligencia artificial. Una joya cultural y un libro patrimonial único en nuestra bibliografía.
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