Crónica de la madera y el escarabajo

Explorando la belleza de la isla

Pico Duarte y Loma La Pelona, Cordillera Central (Eduardo Garcia/Archivo Diario Libre)

En algunas crónicas de viajeros se nos habla de la belleza de toda la isla. Es algo que han comprobado todos. Alguien me dirá: “sí, pero dime algo, todos hemos visitado todos los lugares?”

Evidentemente que es difícil que todos los seres humanos, habitantes de un país, hayan ido a todos sus parajes. Por ejemplo, en el Atlas de Rand McNally hay una señalización de todos los lugares de Estados Unidos, un inventario que no ha sido visitado por todos.

Podemos decir lo mismo para la isla de Santo Domingo. Tomemos como ejemplo lo que ocurre con las playas: no todas han sido visitadas por todos. Ciertamente, hay viajeros que conocen muchos lugares del país y asimismo hay geógrafos que conocen una gran parte de nuestro territorio.

Es interesante ver la Cordillera Central: siempre hay algo nuevo que ver en todas sus inmediaciones. Creíamos que conocíamos muchos lugares, pero un reciente viaje nos terminó diciendo que hay lugares secretos que uno descubre ahora. Me habían invitado: unos amigos alquilaron un Airbnb en una zona profunda.

Lo que piensa el viajero contemporáneo es que se han abierto caminos. Otros dirán: este lugar tiene más de cuarenta años. Conozco lugares que fueron muy importantes en la Era de Trujillo donde ya se hacía turismo de montaña y donde algunos potentados y funcionarios, lo veían como un asunto exótico.

Uno piensa en las aventuras del Padre Chaverloix que para escribir su libro tuvo que conocer la isla en sumo grado. Los otros viajeros tienen claro cómo luce Santo Domingo: nos dan crónicas bastante aceptables. En algunos libros de historia se cita mucho la impresión que tuvieron los conquistadores cuando llegaron al Valle de la Vega Real en los primeros días de la conquista.

En las profundidades de la isla podemos detectar incluso una riqueza natural que otros no descubren: sería el jardín propicio para hacer grandes investigaciones. A los dos días de estar alli me encontré, junto a un jacuzzi, una serie de escarabajitos que haría delicias del zoólogo criollo y por qué no del extranjero. Estos animalitos eran de color rojo con negro y tenían un tamaño casi microscópico.   

El paisaje era bastante exuberante, digno de muchas fotografías que en efecto son tomadas por los que vienen aquí. Los viajeros siempre tienen algo en común: el asombro por los lugares visitados. Años atrás, visité esta misma zona pero por otro lado donde hay grandes fuentes de agua.

Para que se tenga una idea de la labor del geógrafo: estas locaciones de McNally, que ahora pueden encontrarse en los mapas GPS, llevarían mucho tiempo de mención si alguien lo intentara, leyéndolas una a una con sumo cuidado. No tenemos ejemplo local como éste, pero es justo indicarlo: algunos libros nos dicen algunas cosas. Se ha registrado alguno que otro libro que habla de ciertos parajes: sobre la geografía nacional tenemos una considerable bibliografía.

El gran fenómeno que muchos detectan al ir a la Cordillera es la gran cantidad de casas, las llamadas Villas, que se usan ahora para alquiler. Alguno preguntará: ¿quiénes son los dueños? En una de estas casas, vi un espectáculo que la crónica me permite exponer: la madera preciosa que cubre las paredes.

Como se sabe, en el siglo IXX y entrado el XX la República Dominicana contaba con un gran comercio de madera preciosa. Los pinos que fueron arrancados de la tierra para luego hacer madera, terminaron en estas casas o en otras casas del extranjero. La exportación se hacía notable en el siglo diecinueve, algo que importó mucho a los historiadores de esa época. En el caso de la madera de estos pinares, esta puede decirse que contribuyó, en este y en otros parajes, a construir muchas viviendas y algunas villas que ahora tienen muchos años.

En otros recorridos, hemos ido a villas donde se hace un uso profuso de la madera, sin contar con los muebles. Un comercio de pino, pero también de caoba, para solo citar dos (también está el ébano, el cedro y otras como el roble), fue muy notable en todo el siglo XX hasta que fueron cerrados los aserraderos. Con el correr de los años, la conciencia ambientalista terminó por advertir que en estos predios donde se talaba se terminaría afectando las cuencas de los ríos principales. Los gobiernos no hicieron caso omiso y comenzó otra etapa.

Hacer el inventario de toda la madera que se cortó durante todo el siglo XX, nos permitiría entender el daño causado a las cuencas. Pero sí tenemos claro: los dominicanos se dieron cuenta de que había que sembrar. Entonces se pensó que se podía devastar un gran territorio con el pretexto de que se iba a sembrar. A su vez, pronto se entendió que había que hacer un análisis sobre las cuencas. Poco a poco, los bosques dominicanos se quedarían sin árboles y esto era un asunto que tenía que ser tomado en control por los gobiernos. El surgimiento de las áreas protegidas vino a funcionar en un escenario que distaba mucho de la depredación haitiana en el otro lado. Nuestros bosques podrían ser recuperados.

Ante el triste espectáculo de la tumba y la quema, los dominicanos se dieron cuenta que tenían que reponer y sembrar en largos lugares de su territorio. Dentro de la cordillera, podemos observar parajes que ya están más civilizados: hace diez años, estos sitios no tenían una sola casa de excursión o eran lugares de alguna travesía, de algún recorrido para el esparcimiento de viajeros ocasionales. Hoy son lugares muy frecuentados en largas caravanas. La población ha crecido y con ella, los viajes que se hacen todos los fines de semana (y aun en días de semana), para disfrutar las bellezas de las que hablamos en el primer párrafo.

Como decíamos anteriormente, está claro que uno visita estos lugares con cierto grado de asombro: se ha penetrado de manera profunda por lugares que antes no estaban disponibles. Ha habido un movimiento máximo: grandes grupos de inversión inmobiliaria, junto a grandes capitales, se han unido en una especie de joint venture: se necesitan grandes casas, hay terreno y la belleza es algo que resulta rentable desde el punto del marketing inmobiliario. El viejo aserto explica la dicotomía: una casa en la playa y una casa en la montaña.

Los mapas son muy importantes y cualquier viajero tiene uno en su vehículo y en su celular. Allí se nos muestra todo un lugar que es detectable para localizarlo y no perderse en el camino. 

Conozco gente que trabajó toda su vida y que amasó “fortuna” para ahora invertirla en estos lugares. También podemos destacar que hay toda una parafernalia de la arquitectura y de la ingeniería en estos lugares: el montaje de un jacuzzi exige de una logística que dejaría impresionado al mejor ingeniero de la Nasa, y eso es mucho decir. Por esta razón, es notable que se exija mucho cuando se invierte en una de estas propiedades en la Cordillera. Cada día mas se nota que hay más fervor por esta zona: me refiero a Constanza o Jarabacoa donde hemos visto inversiones multimillonarias.

Hay una razón muy plausible que hace que muchos vengan: el número de carreteras y la conexión de los llamados “caminos vecinales”. Se ha penetrado la Cordillera hasta puntos que no nos habíamos imaginado.

Hoy todo es accesible, pero hay que tener en cuenta algo que verían los historiadores: el proceso social que acarrea el desarrollo urbanístico. En términos económicos, ahí está la producción, enfocando el quehacer de algunas comunidades, al tiempo que otras tienen una característica que muchos han detectado: se trata de una dinámica diferente del chiripero a orillas de la carretera y en pequeños poblados: el billar, la banca, el salón, el taller, el motoconcho y la remesa son ejes fundamentales de la supervivencia de estas comunidades. 

El autor es mercadólogo, escritor y melómano nacido en 1974.