Ínclitas razas ubérrimas
La literatura sobrevive entre nosotros, en el mejor de los casos, como una aspiración siempre en latencia
La literatura dominicana no existe, lo digo en serio. O no en sentido estricto. O no si se la considera como la suma de los factores y estamentos que tendría que haber para que se pueda afirmar lo contrario sin ápice de duda. Escritores sí hay, y hasta de sobra. Pero eso es otra cosa. Y voy más lejos. Digo que, para colmo, no le interesa a nadie, salvo a los pocos que nos empeñamos en desentrañar la oscura realidad de nuestras vidas, las peculiaridades de nuestro propio ser, esta vaina que somos. Así que en ese campo nos batimos en franca retirada, escuchando a lo lejos el abucheo silencioso (en lo que somos verdaderos expertos) de una sociedad cada vez más separada de sí misma, cada vez más empeñada en desconocerse. Mucho merengue, demasiada bachata, charlatanes de todos los calibres, multitud de cantantes queriendo dar la nota, insoportable ruido por doquier. La literatura (y bien podría decirse la cultura), sobrevive entre nosotros, en el mejor de los casos, como una aspiración siempre en latencia, y, en el peor, como una simple práctica o ejercicio de orates a los que hay que tratar con cierta tolerancia. Aun así, sin embargo, hay preguntas que matan y que ningún político o ningun especialista consigue responder. ¿Qué sería Nicaragua sin Darío? La misma no sería, de eso estoy convencido. Bastantes presidentes de allí o de cualquier sitio, con todos sus discursos y sus bandas terciadas, previamente exprimidos y colados, no dan medio Darío en el mercado de lo que realmente importa a la hora de la hora. De eso también lo estoy.
Pero al grano, al meollo, que se me pierde el hilo. Hablamos, a menudo, de la medicina dominicana. Ahora se puede. Con todos sus fallos y sus deficiencias, por su tamaño, por su complejidad, podemos afirmar que la tenemos. Perfectible, sin duda, harto defectuosa, pero cierta. Y no es broma. Al principio de todo, con ocho médicos en la capital, uno en Moca, otro en La Vega, cuatro en Santiago, dos o tres por ahí, y brujos por aquí y curanderos por allá, la afirmación se nos dificultaba. Lo que había no eran más que antecedentes de lo que vino luego. Y es que la medicina no solo son los médicos, no es como la angelología, que se basta a sí misma con los ángeles. En dicha ciencia tiene que haber un corpus entre social y práctico que, como disciplina, la sustente, desde los camilleros hasta los cirujanos, pasando, por supuesto, por hospitales y por dispensarios, con todo lo que implica semejante andamiaje. El concepto hecho forma y estructura y función, para ser breve. Pero lo mismo pasa con todas las demás disciplinas del mundo y, por raro que suene, con la literatura.
Podemos comprender que en otros tiempos hubiera seres llamados escritores a los que hasta los locos trataban con respeto. Era la época de las recitaciones en familia, de las obras teatrales en el patio, de las poetisas que escribían a escondidas, de los declamadores espontáneos. Pero en pleno siglo XXI resulta penosísimo (y preocupante) el deterioro en que nos encontramos. En la llamada Era de Trujillo, cuando todos andábamos más tiesos que una vela, los escritores publicaban sus libros (siempre por cuenta propia) y es curioso observar que en muchos de ellos solían incluir, al final, una página titulada “de próxima publicación”, cuando no “otras obras inéditas del autor”, o algo por el estilo. Yo me he entretenido en revisar, siempre con emoción, esos listados en viejas ediciones de la época y puedo asegurar que, quitando las que el autor colaba de rondón, por presumir de prolífico, son, en conjunto, muchas. ¿Se nos habrá perdido, no diría yo un Quijote, pero sí al menos alguna pieza de envergadura en esas riadas subterráneas de obras que no llegaron a salir a la luz? Vaya usted a saber.
Lo lamentable es que, después de la especie de generalizado sacudión con que empezamos a quitarnos los sargazos de aquel tiempo de encima y a tener, finalmente, editoriales, aunque pequeñas, firmes, tesoneras, librerías bien surtidas, revistas, suplementos, una olla de propósitos que comenzaba a hervir, títulos importantes, peñas discutidoras, teóricos que procuraban acertar y grupos en agraz que decían prometer, todo se vino abajo. Casi sin darnos cuenta hemos retrocedido y vuelto a los niveles de las nunca olvidadas décadas trujillistas. El mismo patrocinio institucional, la misma ausencia de estructura editorial, la misma falta de criba de lo que se publica, los mismos autores convertidos de pronto en el deus ex machina (escritor, editor, distribuidor, propagandista) de su propia producción, y, lo peor, el desinterés que semejante cuadro produce en el lector, cuando existe, que se acerca a los libros dominicanos, cuando se acerca, como quien va a ponerle la mano a un explosivo. Mejor no se la pone. ¿Por qué? Nótese que no me refiero a la calidad de los autores ni a la cantidad de las publicaciones, sino al procedimiento, a la manera de establecer el vínculo entre texto y lector, entre autor y sociedad, a que se reduce (o puede reducirse) toda literatura.
Es grave error, tonto error, pensar que la desigualdad en el proceso de desarrollo de un país, se reduce a lo económico, a eso que llaman la brecha social, por muy urgente de corregir que sea. Va más allá, y lo que señalo, extrapolable a otras áreas de las que no me ocupo, es buen ejemplo de ello. Ya sé que la literatura es, también, un comercio y que, sin beneficios, no hay producto que valga en el mercado. Pero de eso, precisamente, me lamento. Los escritores se sabe dónde están, unos en el café, queriendo que los nombren en algún ministerio, otros, tal vez, dudando entre seguir a como dé lugar y largarse del país, a ver qué encuentran; todo mientras la literatura, como articuladora de lo social, como parte del entramado que conformamos todos, volotea, revolotea, como la mariposa aquella del poema de Neruda, quién sabe si en camino de desaparecer igual que el nerudiano lepidóptero.
¿Y los lectores? ¿Qué ha sido de ellos? Las encuestas no se encargan de responder tal clase de preguntas. Pero se supone (todo es un suponer) que deben de estar en algún sitio, puesto que, al fin y al cabo, aun no se les ha dado por desaparecidos, por muy en extinción que ahora se encuentren. Sería bueno saber, ya que se los menciono, qué relación, si alguna, puede haber entre el desastre de nuestra educación, especialmente la de la lengua, más importante que la de las matemáticas (“para que se lo sepan”, como dice la gente de la Linea), y la falta de tono de lo que se escribe y la ya mencionada escasez de lectores. Nótese, asimismo, que digo “suponer” y “aparente”, que no afirmo nada. Porque de eso se trata, justamente, de que en el limbo en que nos encontramos con respecto al asunto no hay manera, para decirlo rápido, de colocar las fichas donde les corresponde.
Sí digo que una vez, hace cuarenta años, o por ahí, organizamos un evento que, con mucho tino, y como presintiendo lo que podía venir, llamamos “Primer Congreso Crítico de la Literatura Dominicana”. Allí reunimos a Juan Bosch, Pedro Mir, Freddy Gatón Arce, Virgilio Díaz Grullón, Manuel Rueda, y paro de contar, a todo el mundo, con la finalidad de pasar(nos) balance y precisar cuál era el estado de cosas de lo que se había hecho y se estaba haciendo en el campo de la literatura (sin la cual no hay país, ¿se oye bien?) y que cumplió con todo lo previsto. Se hizo con tres centavos y muchísimo esfuerzo, pero se hizo. ¿Por qué en todo ese tiempo nadie intentó realizar el segundo? Esa pregunta que la repondan otros, los que se sientan aludidos por ella. Cuando los mismos del primero lo intentamos de nuevo, no se pudo. Y me pregunto, ¿no es hora ya de que alguien, una universidad, un centro de acogida, una onegé de esas, con el apoyo de los que tienen medios y me arriesgo a decir que sensibilidad, digo bancos, ministerios de cultura y educación, instituciones con partidas ad hoc, se dé cuenta de lo importante que sería para todos poner las cosas claras también en ese aspecto? Pero mejor me callo, porque creo que me he puesto más serio de la cuenta.
Sí digo que una vez, hace cuarenta años, o por ahí, organizamos un evento que, con mucho tino, y como presintiendo lo que podía venir, llamamos “Primer Congreso Crítico de la Literatura Dominicana”. Allí reunimos a Juan Bosch, Pedro Mir, Freddy Gatón Arce, Virgilio Díaz Grullón, Manuel Rueda, y paro de contar, a todo el mundo, con la finalidad de pasar(nos) balance y precisar cuál era el estado de cosas de lo que se había hecho y se estaba haciendo en el campo de la literatura (sin la cual no hay país, ¿se oye bien?) y que cumplió con todo lo previsto.
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