“No dejen que se me pudra mi casita, Dios mío ayúdame, es todo lo que me queda de mi hijo”
Olma María clama por ayuda debido a que su casa está por colapsar por las lluvias caídas en Samaná
El rostro de Olma María, una viuda de 70 años, está marcado por la tristeza y por un profundo dolor que se refleja en su mirada apagada. La vida le ha arrebato tantas cosas, y ahora se enfrenta a la devastación de su hogar. Las recientes lluvias que han golpeado la región de Samaná han dejado una huella profunda en su corazón al ver el deterioro de su vivienda.
Las paredes de la casa, que en otro tiempo se erguían firmes y llenas de recuerdos, ahora están quebradas, vencidas por la humedad imparable. Las goteras, se escuchan como susurros en cada rincón y no cesan.
Pesadilla
La lluvia hace que el suelo, que antes acogía sus pasos, ahora sea inseguro para caminar. El techo, que su hijo una vez cuidó y reparó con esmero, ya no resiste los embates de las precipitaciones. El agua se filtra por todas partes, arruinando lo poco que le queda, como la cocina, que antes era un lugar de vida y calor, ahora está impregnada con un olor putrefacto.
“Cada vez que llueve, siento que me estoy hundiendo con la casa. Ya no tengo a nadie. Solo tengo esto”, expresó Olma, señalando como su hogar se desmorona frente a ella y las autoridades no le brindan auxilio.
La vivienda que construyó es ahora un fiel reflejo de su propia fragilidad, y su soledad profunda. La lluvia no solo arruinó sus electrodomésticos y ropa, sino también que convierte en un trago amargo sus recuerdos, esos que compartió con su hijo, quien fue el único que la cuidó hasta que la muerte se lo arrebató hace algunos años.
Ahora, Olga se enfrenta sola, sin fuerzas, y sin recursos, a la batalla más difícil de su vida: convivir con las inundaciones al no contar con los recursos y el vigor para enfrentar a ese enemigo que la afecta a ella y a todo el vecindario. “Todo esto está arruinado... y yo ya no puedo más”.
Intento de ayuda
Las lluvias que han caído han afectado severamente la zona.
Los vecinos han sido testigos del paso destructivo del agua. “Ya no sé qué hacer. Todo lo que he intentado para detener el agua es en vano. Nada funciona”, dijo con la voz quebrada, mientras observa las sábanas y toallas empapadas que se ahogan en el lodazal de su vivienda.
También su ropa se ha ido con la corriente. La casa ya no es un refugio sino un constante recordatorio cruel de lo perdido. “Ya no tengo nada más que este dolor... y la casa que se derrumba”, se lamentó Olma, mirando el techo. Cada lluvia, cada gota que entra, es una herida más en una vida que ya ha perdido más de lo que podía soportar. Junto con la casa todo parece desmoronarse irremediablemente. Y, mientras el agua sigue entrando, lo único que Olga puede hacer es esperar que, algún día, el sol vuelva a brillar sobre lo que queda de su vida. Pero esa esperanza, como la casa que construyó, parece desvanecerse con cada tormenta que pasa.
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