El gran René del Risco, la “genuinidad” y la certidumbre de lo sincero...
SANTO DOMINGO. El escritor colombiano Gonzalo Mallarino analiza relatos agrupados en torno a “Ahora Que Vuelvo, Ton”, y poemas reunidos en el libro “El Viento Frío”, de René del Risco Bermúdez, el gran escritor dominicano fenecido a los 35 años, al que la Feria Internacional del Libro Santo Domingo 2017 le rindió homenaje.
A continuación el texto de Mallarino titulado “Visión de René del Risco”:
El instrumento de expresión de René del Risco estaba cabal y plenamente desarrollado al ocurrir su muerte en 1972. Los relatos agrupados en torno a “Ahora Que Vuelvo, Ton”, y los poemas reunidos en el libro “El Viento Frío”, son el asunto de una obra literaria acaso inextensa, pero en ningún caso carente de total madurez e inmensa energía creadora.
¿Qué hubiera sucedido si del Risco no pierde la vida a los 35 años? Hubiera sucedido lo que sucedió con otros grades escritores latinoamericanos como Lezama Lima, García Márquez o Carpentier, que hubiera extendido el alcance de su mirada, de su voz, de la fuerza creativa de sus manos, a más comarcas, a más capas del aire y el papel en que se implantan las palabras. Nada más. Se hubiera ensanchado una obra, se hubiera redondeado como se dice en la conversación.
Por eso en lo esencial del Risco no es inferior a nadie. Ninguno de los escritores que fueron sus contemporáneos –y ya mencionamos algunos saturados de talento -, creó un instrumento de expresión que en lo esencial sea superior al suyo. En cuentos como “Ahora Que Vuelvo, Ton”, “El Mundo Sigue, Celina”, “Se Me Fue Poniendo Triste, Andrés”, “Vietnam Bajo Una Lluvia” o “En El Pueblo No Hay Banderas”, la lengua nuestra, el castellano, está llena otra vez de energía, de átomos, de relámpagos que zigzaguean en el cielo. Se trata de un procedimiento de aproximación incesante, de acumulación gradual de palabras que nombran las lágrimas, la furia, el corazón y los ojos que miran con decencia humana el mundo, la vida de un país. Un procedimiento nuevo, turbulento, vital e incontenible.
Y todo está hecho con las palabras sencillas de todos los días. Conoce tanto su instrumento de expresión del Risco, que puede hablar como el pescador, como el jornalero, como la que lava, como la que carga, como la que repara o cose, como el que dormita y sueña, como la que suda y se acerca en el lecho, como el que lucha y grita... Del Risco, aún sin conciencia plena algunas veces, desde lo más arcaico en él, desde lo menos apegado a la postura o a la exhibición intelectual, está siempre en busca de la garganta, de la saliva, de los labios que dicen las palabras verdaderas. No hay nunca una impostación, un defecto de dicción, un desacierto, una recreación falaz de los hechos. Nunca. Del Risco es la genuinidad, la certidumbre de lo sincero y lo honesto dicho con desesperación.
Esto, todo esto lo hizo él solo. Con sus cuentos y sus relatos. No tuvo la ayuda, por ejemplo, del realismo mágico, que estaba por venir, no necesitó de eso para nada. Cuando se trató de su escritura, no acudió nunca a la desmesura, a esa forma de la recreación y la abundancia. No se matriculó en nada, no hizo parte de los “ismos” o las escuelas o los manifiestos. Nunca. Escribió siempre con las uñas, con lo magro, con lo justo. Él no estaba haciendo una literatura, no, estaba contando su San Pedro de Macorís y su patria mayor. Nada más. Para que nada se olvidara, para que no pasara el viento y se llevara todo de las ramas, de las casas, de las cejas, de las bocas. Por eso los cuentos de René del Risco han dibujado un fragmento definido, precioso, del rostro de los y las dominicanas. La nación dominicana le debe a él parte de sus ojos, de su frente, de la curva de su mejilla.
La figura de Juan Rulfo nos llega ahora. El mexicano tampoco escribió mucho y siempre tocó con las yemas el misterio. Como René del Risco. Ahora, como dirá el romance castellano, “juntos vuelan par a par”, en el cielo, en el panorama de las letras latinoamericanas. Pronto se verá que esto es así. Y a la par está también del Risco de lo que hacían otros creadores en otras lenguas. Su lenguaje y su contundencia, su poder de saturar, de invocar, de evocar, de poblar el inconsciente y los sueños, no es inferior al del Kerouac de “On the Road” o el Salinger de “The Catcher In The Rye”. Son muy cercanos. Estéticamente, físicamente, en cierto ademán, en cierta huella del procedimiento. Del Risco leía y se formaba y estaba al tanto de lo que pasaba en las letras contemporáneas. No era ningún aislado.
Y finalmente está “El Viento Frío”. Como poeta, después del ejercicio de retórica y de intimidad con los metros y las formas clásicos, que son su primera etapa, del Risco llega a los poemas de “El Viento Frío”. La voz engolada, la postura, la reverberación, todo eso desaparece y llega la poesía de la mesa del desayuno, de las sábanas y los lechos, de los árboles de la calle, de las voces en los cines y los parques, de las manos aferradas, del miedo, de los besos y la angustia y la esperanza entre la casa. Esta poesía escrita a finales de los años sesentas señala los caminos que iba a tomar la mejor poesía en castellano de todo el final del siglo veinte.
Ya René del Risco estaba al tanto de que la vida en la ciudad y la cultura de masas y los medios de comunicación, y las formas más viles y abyectas de la mentira oficial, iban a llenarnos la vida de ambigüedad, de sombra, de una manera desgarrada de lo individual y lo íntimo. Pero aquí, en la ciudad, en la casa, en el patio, en la conversación y en las miradas. Y desarrolló un instrumento lingüístico y de expresión para esto, lo mismo que había hecho en lo narrativo. Se desprendió de la comodidad de lo formal, del deleite de la sonoridad, y se lanzó desnudo, se quitó en verdad toda la ropa, y se lanzó desnudo al mar, a la vida, a la búsqueda de las palabras reales de la poesía real. Y las encontró. Con su honestidad, su fuerza y su intuición desmesurada, encontró el lenguaje de la nueva poesía, de la poesía que iba a escribir un Jaime Gil de Viedma, o un Eugenio Montejo, o un Mario Rivero, o un José Emilio Pacheco, o un Juan Gelman.
Cuando nos abata la duda, el desaliento, el desamor por lo propio, volvamos a leer poemas como “Belicia, Hoy Quiero Cantar”, “Si He Llegado A Tus Manos”, “Han Empezado” o “Esta Dulce Mujer”. Ahí está mucho de lo que salvaría la expresión poética durante las cinco décadas que sobrevendrían a René del Risco, al separar el poema de lo decorativo, de lo insincero, de lo afectado, o simplemente de lo desueto, de lo pasado de moda que ya no podía prenderse de la ropa, de los vellos, de las espaldas y las almas de la gente.
La “modernidad” que nos inventamos trajo una nueva manera de la soledad -cada uno entre millones-, una nueva forma del miedo y la vejación. Los pasos de esa creatura en pena ya estaban en la poesía de René del Risco, como estaban, cuarenta años antes, en “La Tierra Baldía” de T.S.Eliot, acaso el mayor poeta del siglo veinte en cualquier lengua. El dominicano ya estaba al tanto de todo eso. A su manera, ya había logrado esa clarividencia también.