El complejo de inferioridad lingüística de los dominicanos
“... no hay un español mejor, sino un español de cada sitio para las exigencias de cada sitio. Al margen queda lo que la comunidad considera correcto y eso lo es en cada sitio de manera diferente. El español mejor es el que hablan las gentes instruidas de cada país: espontáneo sin afectación, correcto sin pedantería, asequible por todos los oyentes”. (Manuel Alvar)
El tema que hoy ocupa nuestra atención atañe a uno de los conceptos con que opera la Sociolingüística: al de actitudes lingüísticas, que no son más que todas aquellas reacciones subjetivas a partir de las cuales el sujeto hablante rechaza o asume determinadas estructuras de su lengua materna.
Si toda actitud emana de una creencia, valdría entonces preguntarse:
¿Qué piensan los dominicanos acerca de su lengua?
Tan pronto como intentamos dar respuesta a esa interrogante, otro cuestionamiento aflora necesariamente a nuestra mente:
¿Qué piensan los dominicanos acerca de su país?
Sencillamente que somos inferiores al resto de las demás naciones. Y conforme a esta concepción, el dominicano no cree ni confía en lo dominicano. Sufrimos, pues, de “dominicanofobia”.
Para quienes así piensan, nada de lo nuestro sirve o posee valor. El plátano embrutece. El merengue despierta las bajas pasiones. Bailar o escuchar ritmos extraños prestigia. El paisaje nativo nos produce náusea. El cielo extranjero nos deslumbra. La inscripción “Made In” nos embriaga y pletóricos de satisfacción compramos en los Estados Unidos el pantalón que se fabrica en una de nuestras zonas francas.
Para florecer y crecer necesitamos de otros aires y de otros soles. «La atmósfera de este país -sentenció uno de nuestros escritores- no es propicia al desarrollo superior de los espíritus».
Acostumbramos a autodescribirnos con los más despectivos e hirientes calificativos. Así se oye decir que somos “holgazanes”, “viciosos”, “lambones”, “turbulentos”, “ladrones”, “jugadores”, “primitivos” y “borrachones”
Imbuidos por ese “dominicanofóbico” sentimiento, el célebre Tomás Babadilla jamás confió en que los dominicanos por sí solos lograrían la Independencia Nacional. Por eso llamó locos e ilusos a Duarte y a los demás jóvenes trinitarios.
Pedro Santana, por la misma razón, anexó la República a España. De igual manera, procedió Buenaventura Báez. Y hasta un patriota del calibre de Félix María del Monte, en su famoso “Himno a la Independencia”, prefiere abandonar el gentilicio que nos identifica como tal y llamarles “españoles” a los dominicanos :
«Al arma españoles,
volad a la lid,
tomad por divisa,
vencer o morir»
El 14 de julio del 2002 falleció un veterano escritor y político dominicano, Joaquín Balaguer, quien en uno de sus primeros libros, “Tebaida Lírica”, dice aborrecer el suelo patrio que lo vio nacer:
«Yo -confiesa Balaguer con rabioso y molesto acento- aborrezco el ambiente en que me ha tocado nacer, pero aborrezco más a los intelectuales (con muy pocas excepciones) con quienes he tenido la mala suerte de codearme...»
Esa es la creencia que los dominicanos tienen acerca de la patria en que nacieron. Y ese es el mismo criterio que poseen en torno a su lengua.
Perciben el español que hablan y escriben como el más inferior de los dialectos que forman parte del mundo hispánico. De ahí que suelan afirmar con inusitada insistencia que los colombianos, argentinos, chilenos, mexicanos, etc., hablan mejor que nosotros; juicio que por partir de una visión preceptista de la lengua, carece por completo de soporte lingüístico o fundamentación teórica. Y es que desde el punto de vista científico no existen lenguas superiores a otras, ni sociedades cuyos hablantes hablen mejor que otros.
La lengua cumple una función fundamental: establecer la comunicación entre las personas. Lo de bien o mal son simples valores, conceptos axiológicos cuyo tratamiento escapa al interés de la ciencia. Son apreciaciones que se estructuran en función de una norma gramatical impuesta por una comunidad lingüística determinada.
«Desde una perspectiva teórica, científica y lingüística - apunta Orlando Alba al respecto - de ninguna manera se justifica afirmar que una variedad geográfica de la lengua es mejor que otra» (La identidad lingüística de los dominicanos, 2009: 14).
Tal razonamiento conduce al afamado investigador y lingüista nativo de Santiago de los Caballeros, a afirmar con indiscutible acierto:
«Cuando un hablante asume una actitud negativa con respecto a su lengua, pensando que es inferior a otra, simplemente revela una opinión subjetiva que no se fundamenta necesariamente en razones lingüísticas, sino en hechos de carácter extralingüístico» (ob. cit., págs. 18-19).
Para los nacidos en esta tierra de Quisqueya, la norma lingüística parece imponerla siempre el extranjero. Hablar a lo dominicano desprestigia o resta distinción. De ahí nuestra tendencia a imitar el habla de otras naciones o a identificar con nombres en inglés a establecimientos comerciales.
Y a saludar, cuando nos llaman por teléfono, no con nuestro criollo “buenos días” o “buenas tardes”, sino con un afamado y cantarín: ¡“Jelou”!