Yo con la poesía y seis libros que hay que leer
El 23 de abril se celebra el Día Internacional del Libro, una excusa para hablar de 'artefactos' que cambiaron profundamente las civilizaciones, para bien y para mal
La relación que tengo con los libros comenzó con mi papá prestándome algunos de los que tenía en su librero, sin que yo supiera leer todavía.
Tenía un libro de texto que utilizaba para dar sus clases, en él había rimas como la de un señor al que "muerto lo llevan en un cajón", la historia de la vaca estudiosa o la de una ratona que se planchó la cola.
Pero mucho antes de estos textos, estuvo el cuento de Pilín, un chivito desobediente que lo pasó muy mal. Soy incapaz de precisar qué edad tendría, pero sí sé que recuerdo los dibujos a blanco y negro, en un papel amarillento.
Mi relación con la poesía vino de un modo igual de disímil. En la televisión pasaban un anuncio cada mañana en el que se veía la bandera dominicana hondeando y un grupo de palomas que alzaban el vuelo.
Asocio esa imagen a una voz de locutor que decía "Qué linda en el tope está, dominicana bandera". Recuerdo haber memorizado el poema completo.
Sin embargo, mi primer libro de poesía, en el sentido formal y del artefacto, fue Materia de Amor, de Manuel Rueda.
Era un libro de tapa dura, tenía en la portada una casa, una silla de guano, colores rojizos y azules. En la contraportada traía una caricatura de un señor calvo, con lentes y un saco.
Yo no entendía mucho de lo que leía. La poesía me gustaba, pero prefería leer historias. Sin embargo, la poesía empezó a llegar por distintos caminos.
En un momento fue Neruda con sus 20 poemas de amor y una canción desesperada, en un librito de muy mala edición, que traía dibujada en la portada dos amantes en tinta rojiza.
Posteriormente llegaron las décimas de alix, alguien me habló de unos poemas de Balaguer -felizmente nunca los encontré, aunque hice todo lo posible por hallarlos-.
Después hubo un hecho que fue lo mejor que me pasó en la vida, por lo menos así empecé a sentirlo: me quedé ciego.
La ceguera me obligó a salir del campo, donde el acceso a libros estaba limitado a la papelería de Raudo Sosa, los cuatro anaqueles de la biblioteca del pueblo y lo que papi pudiera encontrar.
Sin embargo, al quedar ciego empecé a conocer gente que tenía libros. Conocí a Edgar Reyes, quien hizo todo lo posible por pasarme bultos completos de revistas en braille, discos compactos con libros en word, casetes con audiolibros.
E incluso conté con la suerte de encontrar a Luis Palés Matos en una pequeña biblioteca de la Escuela Nacional de Ciegos.
Y después fue un aluvión en el que estaban Mieses Burgos, Mallarmé, Mayakovski, Paz, Cartagena Portalatín, Borges. Aquí no hubo un orden, la poesía llegaba continua, en un goteo incesante. Crane, Gilberto Owen, Virgilio Piñera, Enrique Lihn, Nicanor Parra, René del Risco.
Marosa Di Giorgio, horror y belleza
Y un día, el mundo se abrió mucho más. Empezó con un tipo llamado Valentín Amaro que comenzó a presentarme gente, pasarme libros sin orden ni concierto. Se sacaba antologías poéticas de la manga y me pasaba todo lo que hubiera a su paso.
Así es como leí a Domingo Moreno Jiménez, Homero Pumarol o Frank Báez.
A veces me preguntan cuáles libros hay que leer. Si se pudiera, diría que todos, pero tampoco es verdad, ni aunque se pueda. Yo resaltaré seis que desde mi punto de vista no deben faltar.
- Paisaje con grano de arena, de Wislawa Szymborska. Aquí se recorren las distintas etapas de esta mujer maravillosa. El poema Despedida de un paisaje es un lindo golpe contra el ego de los enamorados: "Comprendo que mi tristeza no frenará la hierba".
- Obras Completas, de Paul Celan. Celan fue un tipo muy atormentado, tras perder a sus padres en el holocausto, sintió mucha culpa por haber sobrevivido. Su poema Fuga de Muerte, en el que imita la forma fuga de música clásica, condensa mucho del horror de posguerra. Sus experimentos con el lenguaje, los silencios y la fuerza de sus imágenes son para volver a él siempre. Yo siempre vuelvo al poema Mariam, en el que hay perturbadoras imágenes de trenzas y ojos.
- Emily Dickinson. Toda ella es imprescindible. Hubo una época en la que su poesía me perturbó mucho, su relación con la naturaleza, haberse negado siempre a ceder ante convenciones y vivir convencida de que lo único importante era la obra, fue brutal. Debería leerse cada día un poema suyo, una y otra vez.
- El Kokinshu. Un día, a un emperador japonés del siglo X se le ocurrió que quería compilar toda la poesía moderna que se hubiera escrito en Japón hasta entonces. Así nació este libro en el que los poemas se organizan por temáticas, al amor, las estaciones, la tristeza, la muerte. Son poemas breves y conviene ir siempre a ellos. Yo supe de él cuando leí el Genji Monogatari, de Murasaki Shikibu.
- Mi Pushkin, de Marina Tsvietáieva. Este libro está lleno de una ternura inmensa. Marina contempla una estatua de Pushkin mientras divaga por su vida. Esta autora, que terminó de un modo tan trágico, tenía una sensibilidad muy honda. Es de los libros que dejan huella.
- Poemas Escogidos, de John Keats. Este poeta fue de los principales pilares del romanticismo inglés, junto a Wordsworth y Coleridge. Recuerdo lo hondo que me llegó su poema narrativo, Lamia por lo intenso, el desenlace y las imágenes que posee. Adapta el mito griego de la mujer que era una sierpe y que forma parte de los orígenes de los vampiros. Pero en este poema, Lamia vive como mujer, se enamora de Hermes y convive con él un tiempo hasta que se descubre lo que es y debe volver a vivir entre las serpientes.
Se me quedaron un montón, desde Blanca Varela e Ingeborg Bachmann hasta Yeats, Walcott y Lorca. Uno de estos días haremos seguro un listado mucho más acabado.
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