Jardineros de palabras
Si queremos convertirnos en jardineros de nuestro propio jardín de palabras hace falta una buena dosis de dedicación
Muchos de los lectores de esta Eñe me abordan para preguntar cómo pueden mejorar su expresión hablada y escrita. El sencillo hecho, y no del todo común, de tener la intención de hacerlo ya representa un primer paso.
Cuando nos damos cuenta del valor y del poder de nuestras palabras es inevitable que surja la preocupación por cómo hablamos y escribimos.
Escribió Andrea Marcolongo en su precioso ensayo titulado Etimologías para sobrevivir al caos que «la decisión de articular nuestra manera de decir las cosas porque somos conscientes de su valor — y de su poder — transforma a todos los seres humanos primero en jardineros de sus pensamientos y luego de sus acciones».
No hay una respuesta sencilla. No hay una receta mágica. Mejorar nuestro manejo de la lengua necesita esfuerzo, empeño y tiempo.
El escollo es precisamente que en nuestra época dejamos muy pronto de lado todo aquello que no se resuelve con un clic. Y, desde luego, hablar y escribir mejor necesita mucho más de nosotros que un par de dedos haciendo aparecer y desaparecer imágenes en una pantalla.
Pasión sin fin
Volvamos a la metáfora de Marcolongo. Si queremos convertirnos en jardineros de nuestro propio jardín de palabras «hace falta una buena dosis de dedicación, la pereza no está admitida para quien se encarga de cuidar un jardín de palabras: hay que cortar, sembrar, regar, rastrillar nuestro lenguaje diario, en todo momento de la existencia».
No se trata solo de conocer muchas palabras, hay que saber usarlas, aplicarlas en el momento justo, con conciencia de su significado y de sus matices expresivos.
Por descontado, si nuestro abanico léxico, si el caudal de palabras en el que podemos escoger, es más amplio, siempre tendremos más posibilidades de dar con la palabra justa.
En su delicioso y afilado El loro de Flaubert, Julian Barnes nos avisa de que «la palabra correcta, la frase verdadera, la oración perfecta están siempre "ahí afuera", en algún lugar».
Como el de los grandes, el empeño de Gustave Flaubert, el autor de Madame Bovary, era el de encontrar la «palabra precisa». Eso que ya dijo Cervantes, muy admirado por Flaubert, de «palabras claras, llanas y significantes».
En cambio, nos recuerda Marcolongo, «cuando por indolencia, por rencor, por dejadez, abdicamos de nuestro papel de jardineros, nuestro jardín de palabras, sembrado para nosotros por nuestros antepasados, generación tras generación, se encoge».
El empeño de Cervantes, de Marcolongo, de Barnes y de Flaubert puede también ser el nuestro.
El Diccionario de la lengua española define empeño como ‘tesón y constancia en seguir una cosa o un intento’. La palabra tesón, cuyo origen está en el latín tensio ‘tensión’, tiene que ver con la decisión que tomamos y con la perseverancia que ponemos en que llegue a hacerse realidad.
La constancia le añade la firmeza y un pellizquito más de tenacidad a la fórmula.
El empeño de conocer más palabras, y de conocerlas mejor, para encontrar aquella que nos exprese, el empeño en cultivar nuestro propio jardín de palabras, en convertirnos en jardineros de nuestros pensamientos y de nuestras acciones nos hará más libres y –¿quién sabe?–, tal vez, más felices.