Quedarse sin palabras
Para los que trabajamos con el lenguaje hay pocas cosas más desconcertantes que quedarnos sin palabras.
Para los que trabajamos con el lenguaje hay pocas cosas más desconcertantes que quedarnos sin palabras. Nos rodean cada día, las estudiamos, las desmenuzamos, las perseguimos, solo a veces las alcanzamos y, entonces, nos las apropiamos y pasan a ser parte de nosotros. Cuando son nuestras nos ayudan a analizar el mundo, a ordenarlo, a entenderlo y a nombrarlo y, ¿por qué no?, a cambiarlo.
El verbo analizar y el sustantivo análisis proceden de la lengua griega y desde su origen conllevan la idea de desatar, de disolver. En español, según nos cuenta el Diccionario de la lengua española, analizar consiste en distinguir y separar las partes de un todo para conocer su composición. Para un hablante, las palabras son imprescindibles para navegar en la realidad. Más palabras, más herramientas para orientarse, para avanzar, para comprender, para tomar decisisiones, para actuar.
Por eso me cuesta, y me duele, imaginar la reducción de la comprensión del mundo de aquellos que sobreviven con un pequeño puñado de palabras todólogas, de aquellos que no han tenido la oportunidad de ensanchar su horizonte verbal para ponerles nombre a los infinitos matices de lo que nos rodea. Enseñar más palabras, enseñar mejor las palabras, eso de «ampliar el vocabulario», que repetimos una y otra vez hasta vaciarlo de sentido, es una tarea trascendente. Nombrar el mundo exterior, ese que cada día empequeñece, y el mundo interior, ese que cada día se engrandece, en sus grados, en sus rasgos, en sus tonos, por sutiles que sean, nos ayuda a comprenderlo.
Escribió Albert Camus que «nombrar correctamente las cosas es una manera de intentar disminuir el sufrimiento y el desorden que hay en el mundo».