Pobladores de siempre
Las palabras indígenas americanas adoptadas por la lengua española representan un gran patrimonio léxico. Nos hablan de historia y de tiempo y nos ayudan a nombrar la realidad americana. La naturaleza antillana, su descripción y su aprovechamiento hicieron necesaria la adopción de las palabras que la designaban. El español adoptó el término caribe sabana para referirse a las amplias llanuras poco arboladas; se sirvió del tainismo manigua para designar el terreno poblado de espesos arbustos tropicales; necesitó del arahuaco cayo para nombrar las islas arenosas del mar de las Antillas; y del taíno conuco para describir las plantaciones agrícolas. Y con los nombres de los entornos naturales llegaron también los nombres de los protagonistas de la fauna.
Ni la manigua, ni la sabana ni los cayos serían lo mismo sin sus pobladores naturales. Los sobrevuelan el totí (caribe) y el guaraguao (caribe). En el atardecer los ilumina la suave luz azulada de los cocuyos (caribe). Las aguas del Caribe guardan el extraordinario tesoro del manatí (caribe o arahuaca) y del carey (taíno) y los ríos esconden el comestible dajao (taíno). En las montañas corren las hutías (arahuaco), grandes roedores antillanos.
La naturaleza antillana también guarda pequeñas sorpresas no tan agradables. Que se lo digan si no a los que han sufrido la picadura de un guabá (taíno) o el azote insistente de los jejenes (arahuaco) o de las niguas (taíno). El que levanta el más humilde bohío o la edificación urbana más sofisticada sigue teniendo presente al comején (arahuaco antillano). Los indigenismos antillanos, para suerte, placer y orgullo de todos los que hablamos español, siguen vivos y sueltos.