No somos infalibles
Sancho Panza recrimina a don Quijote su afán por corregir los errores que comete al hablar y se queja de que le reproche a cada rato sus «voquibles», por querer decir sus «vocablos». Del mismo pie que don Quijote cojeamos algunos.
Nuestra lengua nos brinda un extenso abanico de posibilidades para referirnos a los errores, no solo a los lingüísticos. En el Diccionario de la lengua española descubriremos que un error puede ser ‘un concepto equivocado o jucio falso’, ‘una acción desacertada o equivocada’ o una ‘cosa hecha erradamente’. Vinculado con el sustantivo error nuestra lengua nos ofrece el verbo errar, con una peculiar conjugación. (Si se les atraganta, el diccionario puede ayudarles a salir a flote). De errar surge el sustantivo yerro, con una definición con regusto antiguo en el diccionario de la RAE: ‘Falta o delito cometido, por ignorancia o malicia, contra los preceptos y reglas de un arte, y absolutamente, contra las leyes divinas y humanas’.
Para referirnos a un error podemos elegir además los sinónimos confusión o fallo, o incluso el americanismo falla. Un error intrascendente puede considerarse peccata minuta, un leve traspié sin consecuencias o un lapsus insignificante, pero los errores pueden ser también garrafales, groseros o inexcusables; para estos reservamos los sustantivos aberración o atrocidad. Todos cometemos falencias (‘engaño, error’), precisamente porque somos falibles. Nadie es infalible (‘que no puede errar’), pues cada hijo de vecino puede cometer un error, caer, incurrir o incidir en él; incluso muchos reincidimos en nuestros errores; otros, echando mano de lo coloquial, pifian o se la comen; tal vez llegan a lo malsonante y la cagan.
Algunos son capaces de aprender de sus errores; hoy, al menos, hemos aprendido de las palabras que nos sirven para nombrarlos.