Los muros de la paz
Un muy querido y admirado amigo nos expresó que no le gustan los muros, que tuvo la oportunidad de conocer Israel y que no le gustó lo que vio en Jerusalén con el muro que divide a palestinos y judíos, de ahí su preferencia por muros tecnológicos. Esos razonamientos me hicieron reflexionar sobre el tema, y habiendo conocido los restos del Muro de Berlín, por un momento pensé que a mí tampoco me gustan los muros.
Sin embargo, depende del color del cristal con que se mire, si soy religioso no me debe agradar porque miro con compasión la separación de naciones y familias; si soy empresario porque pagaré aranceles y no podré beneficiarme del uso de mano de obra barata e indocumentada; pero, si soy servidor público no tengo salida, debo ser el fiel de una balanza en la que, por un lado ponga el espíritu humanista y los intereses en términos integrales, y por el otro, el del bien común.
Es esa reflexión la que me trajo de vuelta al punto de partida, me agradan los muros en todos aquellos casos en que son absolutamente necesarios para la convivencia pacífica; para ello sólo tuve que preguntarme: ¿si no existiera el muro de Jerusalén, cuántos judíos y palestinos inocentes hubiesen muerto en sus habituales confrontaciones? La respuesta creo que resulta obvia, ese muro es un salvavidas imprescindible para la seguridad de los ciudadanos de ambos lados.
Para poder comprender eso, debemos salirnos del estereotipo antisemita que han sembrado las ideologías entre sus adeptos y áreas de influencia, hoy piadosamente congregadas en torno a la atractiva denominación de “liberales”, así como de la mejor de todas sus denominaciones “evolutivas”, la de “progresistas”. Por tanto, antes de crucificar los muros, hace falta profundizar en las razones que los determinan.
Después del Muro de Berlín, los “peores” de todos los muros son los denominados muros de la paz, construidos en diversas ciudades de Irlanda del Norte, fundamentalmente en su capital, Belfast, expresiones físicas que grafican los resultados del Acuerdo del Viernes Santo o Acuerdo de Belfast en 1998, suscrito entre británicos, irlandeses y norirlandeses, para nada impuestos por intervención extranjera, al contrario, aprobados mediante referendo que mereció la aprobación del 71% de los votantes, en un proceso que contó con un nivel de participación del 81% de los empadronados.
Eran necesarios los muros que hoy los separan y el pueblo lo entendió así, para evitar la violencia religiosa y política que aún divide a católicos y protestantes, que entre finales del pasado siglo y el presente costaron miles de vidas. Obsérvese que no se trata de palestinos y judíos, tampoco de blancos contra negros y mulatos, mucho menos de una frontera de guerra fría como ocurriera en Berlín, son norirlandeses separados por conflictos religiosos y políticos históricos, y fue un baño de sangre de más de tres mil muertos el que determinó la precaria paz de que hoy disfrutan, sostenida sobre sus muros y sobre el principio de la doble mayoría de comunidad cruzada (cruss-community principle) que rige su congreso, el cual también impacta la rama ejecutiva con el reparto de los ministerios, en una experiencia de poder compartido entre católicos y protestantes, sobre la que se juega día a día un complejo equilibrio.
Como siempre, los muros y los acuerdos no son infalibles, los eventos sangrientos siguen ocurriendo pero de manera muy aislada y cada vez más ocasionalmente, y hoy por hoy, han pasado a ser un escenario de arte público y un destino turístico en el que todos pueden apreciar la gratitud los norirlandeses por sus muros, a los cuales agradecen la contención del río de sangre en medio del cual fueron erigidos.
No quiero entrar en comparaciones, no somos Irlanda del Norte, lo nuestro es peor, no somos hermanos religiosa y políticamente separados, somos mucho más que eso, seremos una réplica agravada de los Balcanes en el Caribe como ya se ha advertido. Digo lo anterior, porque cuando hablamos de Haití miramos al oeste olvidando que casi un tercio de la población haitiana esta radicada en guetos adheridos a todo lo largo y ancho del territorio nacional, en sutil y silente tensión con las comunidades dominicanas, a la espera de la más mínima chispa que encienda la pradera; otra parte, gracias a la vulnerabilidad del registro civil, disimulada, encubierta e integrada incluso en nuestros organismos de seguridad y con representación habitual hasta en el congreso y los municipios, pero sin desprenderse de los atávicos vínculos con su identidad.
Si seguimos con el maniqueísmo de que el muro y todo cuanto se haga es “inhumano” o nos hará daño frente a la comunidad internacional, esa misma, la que miente sobre nosotros para ejercer la hipocresía de su solidaridad de escaparate a favor de Haití, que no le quepa a nadie la menor duda, nos veremos precisados a construir el muro, no sólo para contener los flujos de expulsión de población vomitada por el universo de crisis de nuestros vecinos, sino la sangre, único destino al cual nos conduce el caos, prohijado por un Estado que desdeña su deber de ejercer la violencia social de modo organizado, para evitar que la ejerzan las turbas.
En nuestro caso, al país no se le puede salir con la pantomima de un muro de rosas tecnológicas muy valiosas e indispensables, pero bajo ningún concepto suficientes para controlar, no sólo la realidad haitiana, sino la nuestra, signada penosamente por la corrupción, que junto a la falta de voluntad política para enfrentar los intereses que promueven esa presencia como mecanismo para deprimir los salarios en la economía dominicana, constituyen las causas esenciales del presente desorden.
El nuestro debe ser un muro de la paz, mucho más que “verja” tecnológicamente adornada, debe ser una mole imbatible, porque su valor como estructura física de contención no es más importante que su valor como mensaje a la comunidad internacional, a la cual le debe quedar bien claro que no estamos dispuestos a que se sepulte nuestra identidad sin antes embestir con indómito ímpetu cualquier tipo de desafío contra nuestra soberanía.