La danza de los estorninos
Sentado en un parque capitalino una tarde de finales de febrero, entre tanta pieza pseudoperiodística sobre política local, me topé con una crónica publicada en un reconocido medio internacional –y de la cual tomo ahora prestado el título— en la que se narraba muy brevemente la coreografía de una bandada de estorninos al sur de Israel, en el desierto de Néguev. Estos pájaros, de plumaje oscuro, patas rojizas y mirada seria, tienen un comportamiento esencialmente gregario y suelen realizar estas manifestaciones grupales con tanta frecuencia como con la que migran desde el noreste hacia el sur de Europa. En el caso narrado, los pájaros danzaron hasta reproducir la figura de un ave gigante. Los expertos en el tema aun debaten sobre por qué y cómo estas aves coordinan y ejecutan tales coreografías, así como, todavía más, sobre la razón de las formas que delinean con su baile. La susodicha crónica se hacía eco de esto y aventuraba una explicación. “Una de las hipótesis”, planteaba, “es que los estorninos bailan así para ahuyentar a grandes depredadores”.
Habría preferido que la cavilación subsecuente, madre de este comentario, hubiere surgido a partir de una experiencia más hermosa, impresionante o llamativa, o acaso más espiritual. No me cabe duda de que el escenario en que se produjo sí tenía –y tiene aún— toda relevancia y, más allá, vigencia: por aquellos días se habían suspendido las elecciones municipales pautadas para el día 16 del mes y la Plaza de la Bandera se había convertido en el epicentro del descontento social y la indignación ciudadana. El lugar era, sin más, la fotografía de nuestra realidad democrática inmediata; luego se supo que era, también, la imagen de un reclamo engañosamente mayoritario. Digamos, por el momento, que lo que siguió fue una epifanía poco elegante en un contexto a lo menos desconcertante. No creo, en todo caso, que la naturaleza poco versallesca de su surgimiento la haga menos significativa, precisamente por el momento que la prohijó, pero más aún por lo que habría de seguir y ha seguido hasta la fecha.
Es el caso que al instante de leer aquella nota irrumpió en mi mente una comparación que no sé adjetivar, pero que de todas formas conviene explicar. Entre una cosa (la danza de los estorninos) y la otra (las manifestaciones en la plaza) hay, a mi juicio, dos similitudes: una obvia y otra no tanto. La primera es, además de evidente, esencialmente estética: el color asumido como identidad de la manifestación, vivificado con la repartición de camisetas a todos los componentes, es al menos similar al del plumaje de los estorninos. La segunda es delicada y complicada, y a su justificación me dedico a renglón seguido.
Soy consciente, ante todo, de que entre la suspensión de las elecciones municipales y la realización de las manifestaciones hay una relación de causalidad más que notoria. Esto, me parece, ampara una lectura lineal –no por ello inválida— del asunto: el régimen democrático se resintió y el pueblo, reactivo e iracundo, tomó la plaza y se hizo sentir. En este rubro argumental hay que incluir también una razón de corte geográfico: la plaza acoge en su seno la sede de la Junta Central Electoral, órgano imputado por la situación, lo mismo por siglas partidarias que por grupos de presión. Es entonces lógico que fuera este espacio, y no otro, el que sirviera de venue para la exteriorización del malestar que produjo la suspensión (malestar que, no nos engañemos, fue universal, por más que un sector se apropiara de él y lo enarbolara con más fervor que el más comprometido y apasionado de los demócratas).
Creo, no obstante, que detrás de todo ello se agazaparon otras cuestiones. Esto también resultará evidente a más de uno, pero me resulta interesante valorarlo, en especial a meses del suceso, con los ánimos ya templados y las rabietas definitivamente apaciguadas –o, al menos, redirigidas—. Y el interés estriba, también, en poner en evidencia de la mejor manera posible que las manifestaciones tuvieron algo de “orgánico”, pero mucho de mercadeo electorero. Es decir, tuvieron su explicación inmediata y, sobre esta, su justificación socio-política y su esencial razón democrática; pero también sirvieron de plataforma y catapulta a otras pretensiones mucho menos ingenuas, auténticas y defendibles –fuera de lo estrictamente político-electoral— que las causas ciudadanas invocadas con ocasión de la protesta en la plaza. Diría que, de manera involuntaria, muchos de los manifestantes proveyeron municiones y alimentaron poses. Esto puede ser bueno o malo, o ambas cosas a la vez; lo que procede, en todo caso, es reconocerlo.
Pienso que lo dicho queda acreditado a partir de una radiografía del esqueleto de la manifestación y una disección mínima del discurso y la narrativa del momento. Me parece esencialmente cierto, en primer lugar, que el componente electoral y político-partidario estuvo presente al menos desde la germinación de la coyuntura; para comprobarlo, basta remitirse a las primeras convocatorias. Considero, en segundo lugar, que las protestas pusieron en la diana una extensa ristra de reclamos vinculados a su vez con una multiplicidad de factores no necesariamente relacionados entre sí o con la propia situación. Desde la renuncia de los miembros titulares de la Junta Central Electoral hasta la realización de una investigación profunda que aclarase lo ocurrido; desde el apresamiento de las principales figuras peledeístas hasta el resarcimiento del daño económico producido por la inversión de cifras millonarias para la celebración de un proceso electoral que acabó suspendido; desde la ejecución de un torneo electivo justo, diáfano y equitativo hasta la “devolución” de la democracia “robada”; desde una redistribución más equitativa de la riqueza hasta el desmantelamiento del gobierno entonces vigente; desde el mero cambio de administración hasta la desarticulación de tan injusto sistema. Sin ánimos de exagerar: todo esto formó parte del discurso de las manifestaciones.
Parece entonces que, al menos desde cierta perspectiva, y acaso aisladamente consideradas, las manifestaciones fueron tan arbitrarias e indescifrables como la danza de los estorninos. Esto no es incompatible con lo dicho algunas líneas atrás; de nuevo, sé muy bien que la suspensión de las elecciones fue lo que desató las movilizaciones y las manifestaciones en la plaza, reventando de paso la de por sí frágil confianza de buena parte del electorado con respecto a los funcionarios de la administración entonces a cargo. Lo que no me queda claro es si la suspensión fue la causa real de las manifestaciones, es decir, si fue realmente su razón más profunda y determinante, no solo de su densidad, sino también de su intensidad y su vigencia.
De hecho, me atrevería a decir que la naturaleza orgánicamente cívica de la manifestación duró muy poco; seguramente, mucho menos de lo que esperaban los propios promotores, organizadores y participantes. Y, a meses del suceso, parece que se han dispersado muchas de las voces que entonces resonaban en redes y medios. Seguro que habrá excepciones, pero creo que por el camino quedaron abandonadas muchas propuestas y, sobre todo, una amplia gama de posturas. Ahora, como en las películas de vaqueros, desfilan sin sonrojo ante nosotros las nubes del desierto. Y ello ha de merecer atención, porque el cúmulo de estos detalles deja muy mal parada aquella iniciativa, por demás plausible. La rapidez con que se desinflaron las voces que prohijaron y justificaron el momento, y la evanescencia que ha terminado por caracterizar aquel episodio –que, al menos prima facie, apuntaba a algo más esencial a la democracia dominicana—, debería ser suficiente para echar la vista atrás y cuestionar con objetividad lo ocurrido en la plaza en los días y semanas posteriores a la suspensión. Basta tener un ojo crítico al respecto; no es necesario –ni, mucho menos, útil— abrazar hasta la muerte una u otra postura, ni casarse irremediable e intransigentemente con alguna sigla o ideología.
Me consta que estuvo latente en las manifestaciones un sentimiento profundamente cívico y democrático; sé, sobre todo, que este ánimo a lo menos cobijó en sus inicios la manifestación, y que esta, sobre aquel sentir, germinó –o fue germinada, acaso sea más preciso decir— hasta convertirse, bien que mal, en lo que finalmente fue. Aspiro simplemente a que se adquiera (mayor) consciencia sobre dos realidades, por demás fundamentales: por una parte, de lo urgente que es reconocer, de una buena vez, que estos episodios, aunque hermosos y relevantes en tanto que marcan el pulso del paisaje social, pueden (de hecho, suelen) tener tanta trascendencia como para incidir en la composición del poder, lo cual, a la vista del desenlace que tuvo entre nosotros tan febril experiencia, pone de relieve la responsabilidad mayúscula con que se han de asumir; y, por otra parte, de la imperiosa necesidad de admitir que este tipo de coyunturas puede y suele servir de caldo de cultivo, o acaso de aliento, para discursos y narrativas mucho menos meritorias y defendibles que las iniciativas renovadoras que sobrevolaron la manifestación en su nacimiento. Me interesa, en fin, que se adquiera algo de perspectiva sobre este asunto, y que de paso se reconozca –aunque sea con amargura— que esto fue precisamente lo que ocurrió en nuestro caso, por más que la memoria, en su eterna traición, nos venda una fotografía distinta.