Sobre las Pruebas Nacionales
Una calificación generosa del centro permite a un estudiante lograr su certificado de bachiller
En la década de los cincuenta ya en República Dominicana se impartían los llamados "exámenes de la Secretaría". Se trataba de unas pruebas que debían tomar todos los estudiantes de sexto y octavo, que eran los últimos grados de la primaria y la intermedia. Preparados por la Secretaría de Estado de Educación, esos exámenes llegaban a las escuelas en sobres sellados y lacrados, y eran administrados por comisiones de docentes. En el caso de la secundaria, después de aprobar todas las asignaturas del nivel, para obtener su certificado de bachiller, los estudiantes debían aprobar unos exámenes, en los cuales los temas a desarrollar eran seleccionados mediante sorteos. Como los resultados de estas evaluaciones determinaban la aprobación del grado y del nivel, los "exámenes de la Secretaría" tenían el poder para tensionar y movilizar a centros y familias.
En el largo periodo de confrontaciones y abandono que vivió la educación dominicana, los exámenes de la Secretaría desaparecieron para reaparecer en los años noventa con el Plan Decenal. Esta vez, su peso representaba el 50 % de la calificación final, su formato era estandarizado y se llamaban Pruebas Nacionales.
La Pruebas Nacionales estimularon la realización de otras evaluaciones nacionales y la participación del país en evaluaciones internacionales; generaron montañas de informaciones que, con la tecnología computacional disponible, podrían ser distribuidas a cada escuela, familia, distrito y regional. Y, como representaban el 50 % de la calificación final, se convirtieron en un elemento de tensión que movilizaba tanto la escuela como la familia, en favor de los aprendizajes
Pero las Pruebas Nacionales tienen un mal de fondo. Ellas no evalúan discursos ni insumos, evalúan conocimientos. Y desde el principio los resultados de las Pruebas Nacionales reflejaban que los estudiantes estaban aprendiendo muy poco.
Incómodas por la imagen, desde muy temprano, personas de poder, incluyendo a ministros y presidentes, sugirieron que se eliminara el espejo.
Esa incomodidad ha ido creciendo en la medida en que las mejoras en los discursos, en las condiciones materiales de las escuelas y en la calidad de vida del personal no mejoran la fea imagen que reflejan las Pruebas Nacionales.
Aunque ninguna autoridad se ha atrevido a suprimirlas, sí han tomado importantes decisiones para minimizar el papel. Por ejemplo, en lugar de convertir la publicación de los resultados en un gran acontecimiento anual, de manera deliberada y consistente, la divulgación ha sido muy restringida.
Se introdujo la promoción automática en los primeros grados. Una iniciativa muy importante que presupone que cada escuela redoblará sus esfuerzos para lograr que los estudiantes lleguen al tercer grado con ciertos aprendizajes básicos. Pero la decisión fue interpretada como una legalización del poco hacer. La mayoría de los estudiantes llega al tercer grado pobremente formado. Entonces, en lugar de trabajar duro para subsanar ahí el déficit de conocimientos, los centros aplican una especie de promoción semiautomática que se extiende hasta la secundaria.
Las Pruebas Nacionales pudieron ayudar a frenar la tendencia. Pero sus alcances se redujeron y solo se aplican en el último grado de secundaria, cuando ya los estudiantes han acumulado un enorme déficit de conocimiento. Además, desde hace varias décadas el peso específico de las pruebas fue reducido del 50 % al 30 % de la calificación final. Con ese peso específico, las Pruebas Nacionales perdieron su capacidad para movilizar a la escuela y a la familia. Pues una calificación generosa del centro permite a un estudiante lograr su certificado de bachiller, aun cuando su desempeño en las Pruebas Nacionales demuestre que no tiene los conocimientos que ese certificado avala.
Pero la cadena continúa. Un alto porcentaje de los bachilleres ingresa a la universidad. Pero menos de la mitad completa un grado. Y muchos de los que completan un grado, egresan pobremente formados. Las universidades atribuyen su pobre desempeño a la pobre formación de los bachilleres.
A manos peladas la sociedad ha construido una de las economías más dinámicas y uno de los sistemas políticos más estables de la región. Si su sistema educativo está entre los peores de la región no es por la falta de insumos o porque los actores no pueden sacar de abajo para dar más. Está en la cola porque cada día se exige menos. Aquí hay que luchar para asegurar que cada niño y cada adolescente asista a la escuela y complete su bachillerato. Pero hay que luchar con mucha más energía para frenar el desperdicio de talento que hay implícito un facilismo tan arraigado que induce a discutir, no cómo volver al peso inicial de las pruebas y a su aplicación a cada nivel o preferiblemente a cada ciclo, sino cómo eliminarlas.
Una calificación generosa del centro permite a un estudiante lograr su certificado de bachiller, aun cuando su desempeño en las Pruebas Nacionales demuestre que no tiene los conocimientos que ese certificado avala. Estamos en la cola porque cada día se exige menos.