Actividades sospechosas
El difícil equilibrio entre gobierno y campaña en "LA semanal"
A veces, el timing de las decisiones o eventos puede resultar determinante en su cabal comprensión. Cuando se trata de hechos o problemas políticos, aquello puede resultar particularmente cierto. Efectivamente, hay momentos en los que la línea de tiempo de las pulsiones y coyunturas políticas es en sí misma elemento fundamental, incluso imprescindible, a la hora de calibrar su más íntimo sentido y sus implicancias. Y las decisiones que emanan de los poderes públicos. Y la mismísima realidad política.
En mi opinión, hay una decisión reciente que resulta especialmente sospechosa, por el escenario que plantea pero sobre todo por el timing en su adopción. A finales del pasado mes de agosto se anunció la creación de un nuevo "espacio de diálogo" entre el presidente de la República y los medios de comunicación: LA Semanal, se le ha nombrado, por las siglas del incumbente y por la periodicidad (todos los lunes, de aquí en lo adelante) con que se abren las puertas del Salón de las Cariátides del Palacio Nacional para que un grupo de periodistas con presencia en la opinión pública se citen con el primer mandatario a charlar sobre temas que, eso sí, y según han declarado los organizadores, no pueden versar sobre política electoral (o lo que pueda entenderse por tal cosa).
Salta a la vista el nivel de organización y planificación de los encuentros. El salón que se reserva para su realización recibe a los invitados en perfecto estado. El acondicionamiento del lugar es apreciable y la organización de sillas, equipos audiovisuales, tarima y luces, así como del personal de protocolo y seguridad, revela que no se está ante cualquier junta. Allí coinciden periodistas de renombre, influencers, altos funcionarios y alguna que otra personalidad política de relieve. Tiene sentido que asistan: a fin de cuentas, LA Semanal repasa las cuestiones más actuales y relevantes para la sociedad dominicana, como la seguridad interna, la integridad de la zona fronteriza o el estado de las relaciones diplomáticas con Haití. Pero, claro, sin entrar en política.
Obviamente, es rescatable que, en un régimen presidencialista, el primer mandatario de la nación disuada el hermetismo institucional y rinda cuentas ante el público sobre cuestiones fundamentales para los continuos procesos de gobierno, o sobre el estado de las decisiones políticas fundamentales del país, o sobre situaciones nucleares que atañen al programa de desarrollo socio-económico que traza la Constitución de la República. Es apreciable, además, que lo haga de manera abierta, plural y participativa, que no rehúya de los medios de comunicación (aunque algunas preguntas incómodas todavía brillan por su ausencia) y que se muestre de cuerpo entero, y casi que a pecho descubierto, ante una ciudadanía híperconectada, ávida de información y altamente empoderada. Con todo, es obvio que este presidente sabe para quién gobierna.
Por otra parte, merece la pena señalar que la ley electoral es clara en cuanto a las actividades prohibidas y permitidas durante la etapa de precampaña y campaña. Y aunque la frontera entre ambas etapas suele difuminarse en la práctica, ante la duda también se cuenta con sendos precedentes del Tribunal Constitucional que de alguna manera ponen cada cosa en su sitio, al acreditar –entre otras cuestiones— la irrazonabilidad de circunscribir la propaganda permitida durante la precampaña al fuero interno de cada partido. Más allá, al parecer no hay en la ley electoral una sola formulación normativa que de forma expresa prohíba que el presidente de la República adopte esta específica clase de iniciativas (de "diálogo permanente con la prensa, beneficiando directamente a la ciudadanía"). Hay prohibiciones –eso sí— que impiden que los funcionarios que aspiran a cargos electivos recurran a los espacios y recursos de las instituciones que representan para promover proyectos políticos específicos, organizaciones políticas concretas o candidatos particulares. Pero razones de interpretación y técnica legislativa desaconsejan derivar de aquellas prohibiciones una proscripción expresa que impida que el presidente de la República abra nuevos espacios de diálogo con la prensa nacional y, en última instancia, con la ciudadanía (con lo que ello implica en un régimen netamente presidencialista). Es justo reconocer que la Junta Central Electoral ha abordado el asunto recientemente. Y si bien su resolución cristaliza una labor argumentativa encomiable y caracteriza una aplicación franca de la ley, tampoco se advierte en ella una prohibición que de forma tajante, directa, indubitable, prohíba al titular del Poder Ejecutivo reunirse con los medios en el Palacio Presidencial.
El problema es otro. La sospecha nace, insisto, cuando se atiende al timing de la medida. Resulta que hay decisiones que no pueden ser analizadas por abstracción, es decir, al margen de las circunstancias específicas que las rodean y de su singular línea de tiempo. Cabe recordar ahora que, cuando se lanzó formalmente LA Semanal, ya se había formalizado también la inscripción de Luis Abinader como precandidato presidencial por el partido de gobierno. Lo que esto significa es que la condición de funcionario público de elección popular del señor Abinader converge, en este específico marco temporal, con su condición de (pre)candidato presidencial. Es decir, ha entrado de lleno en la competencia electoral para el proceso que se avecina. Y esto, convendremos, no es un dato menor.
Seguramente el razonamiento sería distinto si el anuncio del lanzamiento de LA Semanal se hubiere producido, pongamos, a principios del periodo gubernamental (aunque, a decir verdad, en este supuesto todavía cabría razonar sobre la legitimidad de suspender la junta semanal una vez formalizadas las aspiraciones reeleccionistas del presidente: hablemos de prudencia institucional, si se quiere), o en los primeros compases del año, o si su realización se efectuara en el local partidario, por ejemplo. En cualquier caso, la situación es la que es, y cuesta entender la sucesión de eventos en esta cadena de tiempo. Porque se sabe que la Presidencia de la República cuenta con amplios espacios de interacción con los medios de comunicación y la ciudadanía, unos de innegable proyección y alcance (como las mismas redes sociales y plataformas virtuales, sin desmedro de las oportunidades que suelen ofrecer los medios tradicionales) y otros del todo institucionalizados (como es el caso de la Dirección de Estrategia y Comunicación Gubernamental), por no hablar del resto de incontables escenarios en los que el presidente de la República hace uso –formal o informal— de la palabra. Una nueva vía de interacción con la opinión pública resulta, al menos, innecesaria.
Lo que nos queda es un escenario atípico –y francamente incómodo, y también un tanto insólito— en el que un funcionario público electo por voto popular (y no cualquiera) recurre a los espacios y bienes de la institución que representa para charlar con los medios de comunicación masiva; espacio de interacción y diálogo que, no olvidemos, se ha decidido abrir, por la razón que sea, con la precampaña en plena marcha, con la campaña cada vez más cerca y solo días después de que aquel mismo funcionario haya formalizado sus intenciones de revalidar electoralmente la posición representativa que hoy ocupa. La casa del gobierno nacional, con su irresistible campo gravitatorio, queda entonces convertida en un espacio en el que se multiplica, no solo el mensaje de un presidente, sino también el programa de un candidato.
Los términos del diálogo presidente-prensa en LA Semanal tampoco ayudan: cuesta creer que abordar ante los medios la cuestión fronteriza, o el estado del comercio nacional, o el quehacer de la milicia y la armada, o el devenir de las relaciones diplomáticas, o la agenda del presidente, o cualquier otro problema constitucional, no incida en la opinión pública, ni oriente la agenda nacional cotidiana, ni genere impulsos en la masa social, ni capte el ojo del cuerpo electoral, ni cautive la atención de la clase política, ni merezca consideración alguna de las fuerzas sociales y empresariales, ni sirva de apoyo a la proyección nacional del presidente-candidato. Todo eso ocurre (quizá no al mismo tiempo) cuando, en un régimen presidencialista, el máximo representante del Poder Ejecutivo se dirige a los medios de comunicación y se pronuncia sobre tan sensibles cuestiones. Sí, la línea (entre acción comunicativa de gobierno y acción comunicativa de campaña; entre el funcionario y el candidato) podrá ser fina. Pero el límite es claro.
En fin, se está, o bien ante un malentendido, o bien ante una medida que supone un parteaguas, no solo en la institucionalidad de los poderes públicos y en la cultura (política y legal) subyacente a nuestro joven sistema, sino también en el equilibrio y la paridad que la propia Constitución exige de cara a los certámenes electivos; equilibrio y paridad que se exigen, no solo entre partidos, sino también a lo interno de los mismos. Estos escenarios, por cierto, pueden generar responsabilidades de distinto corte, de diverso signo: en lo ético y en lo político, por ejemplo, y acaso también en lo cultural.
La duda debe, por regla general, inducir la cautela. En este caso, se da una suerte de espectro macabro que genera suspicacia y cierta reticencia al momento de asimilar cabalmente lo que implica, lo que verdaderamente supone, validar irreflexivamente esta situación. Por decirlo llanamente: parece tan obvio que parece mentira. Quizá sea cierto aquello de que en política, como en la vida, hay cosas que se ven y cosas que no, y que con frecuencia las que no se ven son las más importantes.
El timing no se ve, pero revela mucho. Puede resultar, ya no importante, sino definitorio. Ojo.