Criterios móviles y mayorías movedizas
El Consejo Nacional de la Magistratura en el foco
El Consejo Nacional de la Magistratura se dispone a reunirse por séptima vez en su historia, desde su creación con la reforma constitucional de 1994. Sin embargo, es apenas la cuarta ocasión que el órgano se conforma al amparo de su más reciente régimen normativo, constituido en conjunto por la Constitución de la República (en su artículo 178), su Ley Orgánica (la número 138-11, del 21 de junio de 2011) y su reglamento de aplicación, que desarrolla los pormenores funcionales del órgano. En esta oportunidad, están en juego cinco asientos en el Tribunal Constitucional, entre ellos su presidencia. De manera que la ocasión tiene su relieve, su singular trasfondo, su peso específico.
En el marco de esta nueva convocatoria, el Consejo ha abierto un proceso de consultas públicas en cuyo núcleo se sitúa una propuesta de modificación al reglamento de aplicación de su Ley Orgánica. El proyecto se enfoca sobre todo en cuestiones operativas y de funcionamiento del órgano, rescatando en lo esencial lo que al respecto ya prevé la ley. Pero deja algo de lado, justamente aquel aspecto que a través de los años ha problematizado la conformación misma del Consejo: la precisión del concepto «segunda mayoría». La propuesta de reglamento –por razones sobre las cuales no especularé— no aborda este asunto; tampoco el reglamento vigente. Y al dejarse en el aire, creo, se reedita un problema de por sí recurrente, que no es otro que la "movilidad" del criterio en la determinación del concepto, que a su vez torna cambiante y coyuntural la configuración del Consejo. El proyecto vuelve a dejar el asunto merced del baile conceptual que ha caracterizado los últimos años (hoy, esta mayoría; mañana, aquella mayoría), que tanto ha meneado el poder político de turno y que tantas ampollas ha producido en parte de la conciencia política nacional. Cabe reflexionar sobre a quién –y por qué— conviene insistir en semejante bochinche.
Es útil remitirse a la historia, acaso por aquello de que la verdad es hija suya y no de la autoridad. El jaleo arrancó en 2001, bajo la sombrilla de la Constitución de 1994, que exigía que entre los miembros del Consejo figurara la persona que presidiera el Senado y un senador o senadora perteneciente a un partido distinto. En aquella ocasión, las formas engulleron la sustancia, porque el senador que integró el Consejo era miembro de un partido aliado –aunque ciertamente distinto— al oficialismo, que por entonces también ostentaba la presidencia de la Cámara alta. El profundo cambio normativo que se dio entre 2010 (con la reforma constitucional) y 2011 (con la sanción de la Ley Orgánica del Consejo) buscó superar tal imprecisión, pero no pudo impedir que el poder político entonces hegemónico se reiterara en el error: la primera convocatoria bajo la Constitución vigente se saldó con una conformación del todo extraña a la fórmula aplicable. En aquel proceso, el senador que se interpretó como representante de esa «segunda mayoría» era, en realidad, aliado del partido de gobierno, que era la misma casa política de quien presidía el Senado. Las conformaciones para las convocatorias de 2017 y 2019 resultaron más alentadoras. Pero en 2021 se produjo el bandazo más reciente: la presidencia del Senado y el senador de la «segunda mayoría» vienen de organizaciones políticas aliadas (formalmente, no figurativamente) al partido de gobierno.
La magnitud del zigzagueo, y la relevancia misma del asunto, solo se pueden calibrar con justeza si se atiende a la finalidad del artículo 178 constitucional. El hecho de que se exija una representación equilibrada de los grupos político-partidarios con mayor respaldo social y electoral no es un designio metafísico o arbitrario. La idea entronca con el rol de los partidos como vehículos de las tendencias mayoritarias y minoritarias en el tablero político, con la misión esencial de las formas y procedimientos democráticos en el paradigma institucional contemporáneo, y con la función básica del Consejo. La fórmula que privilegia el artículo 178 tiene sentido, no solo porque el pluralismo es parte integrante del programa existencial de las organizaciones políticas (factor que además permea todo su accionar), sino también porque, precisamente por la configuración representativa de nuestro sistema, hay un umbral democrático y una referencia plural que no admiten soslayo cuando de lo que se trata es de la participación en la composición de órganos como el Consejo. La Constitución parte de la premisa de que el primer paso para garantizar el equilibrio en la correlación de fuerzas que intervienen en la configuración del poder es, justamente, preservar a las distintas mayorías un espacio de influencia y participación que se corresponda con su arraigo en la sociedad y con su fuerza político-electoral.
Cabe además apuntar que, en verdad, la esfera más alta del poder jurisdiccional –la que encarnan el Tribunal Constitucional, el Tribunal Superior Electoral y la Suprema Corte de Justicia— se caracteriza por una específica condición estructural que plantea la necesidad de proceder con su configuración de la manera más plural y participativa posible, porque de ello depende en gran medida el balance entre los grupos que coinciden en el ejercicio del poder público. Estas Cortes, en verdad, son tanto árbitros como arquitectos del sistema, porque a la vez que dirimen conflictos (entre particulares, entre poderes públicos, y entre particulares y poderes públicos), colaboran en la configuración misma de la cosa pública, bien incidiendo en las instituciones –por ejemplo, al delimitar sus funciones y trazar límites a sus márgenes de maniobra—, bien dando cuerpo a las formulaciones normativas que con mayor fuerza encarrilan la vida pública –como las disposiciones constitucionales, sobre todo aquellas especialmente abstractas—. Es en consideración de esa dualidad funcional que la Constitución reclama una distribución equitativa de los espacios de participación en la composición de estos órganos. Desde aquí, el pluralismo se erige en presupuesto para el ejercicio equilibrado del poder.
Entre nosotros, un criterio móvil produce mayorías movedizas: según parece, el poder político toma turnos en la definición de lo que se entiende por «segunda mayoría», lo cual convierte cada conformación del Consejo en una nueva prueba de estrés para el sistema político, en un nuevo shock para el régimen democrático y en un nuevo desafío al ideal de cultura político-institucional que proyecta la Constitución. Esta itinerancia conceptual, proyectada sobre un asunto tan delicado como el criterio de acceso de las fuerzas políticas al proceso de conformación de órganos constitucionales de singular peso en el sistema, propone un escenario preocupante. Y es que, en el estado actual de cosas, el criterio clave en la conformación del Consejo pasa a depender, no de un mandato constitucional expreso que hace suyo un criterio específico, sino de un parámetro en cuya raíz se inserta la voluntad de mayorías coyunturales y transitorias. Si a todo ello se suma la posibilidad de reeditar la aplicación del criterio en un contexto de transfuguismo coordinado, la reflexión es aun de mayor envergadura. Porque, en tal caso, el factor fundamental resulta ser una voluntad política pasajera y fugaz, no una prescripción constitucional –incluso legal— más o menos estable y con vocación de perdurar en el tiempo.
A mi juicio, el proyecto de reglamento que ha hecho público el Consejo debería abordar esta cuestión. Hay pocas razones para pensar que no pueda hacerlo, tomando en cuenta que se trata de una potestad reglamentaria radicada en la misma Constitución y que el desarrollo de la Ley número 138-11 es en sí mismo un asunto que desde hace tiempo reclama cierta concreción. Hay, también, pocos motivos para insistir en el ir y venir que ha dominado el pasado reciente, y que tan claramente contamina el proceso de conformación de las cotas más altas de poder jurisdiccional. La Constitución dicta otra cosa. Y la realidad política también.
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