Normas democráticas innominadas
La democracia no solo se mantiene por lo que se dice y se hace, sino también por como se piensa
A James Bryce se debe el germen teórico de la idea conforme a la cual el funcionamiento efectivo del sistema democrático y del esqueleto de frenos y contrapesos que lo caracterizan depende tanto del respeto a las reglas “formales” que lo diseñan como de las normas no escritas que lo informan, lo que Bryce llamaría los “usos” en torno a los cuales se ancló –después de mucha prueba y error— el sistema político estadounidense. A Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, autores de Cómo mueren las democracias (Barcelona: Ariel, 2018), se debe, a la par, la enunciación científico-empírica de estas normas. Entre ellas se cuentan, a su juicio, la tolerancia mutua entre adversarios políticos, la cual trae consigo la obligación de percibir en “el otro” un adversario legítimo y respetable; la colaboración constante entre los distintos actores del sistema como condición indispensable para la acción política templada, equitativa y razonable; y la contención institucional como garantía del equilibrio sistémico.
De estas normas no escritas –que en rigor aparentan ser estándares-marco de la acción colectiva institucional en una comunidad política— se puede derivar una multiplicidad de exigencias a cargo de los actores políticos. La experiencia estadounidense, que tan elocuentemente exploran Levitsky y Ziblatt, permite construir algunas de ellas: la prohibición de la violencia partidaria, entendiendo por esta no solo la violencia de, desde y entre partidos, sino también la utilización de las instituciones públicas como plataformas para la aniquilación de la oposición política; la proscripción de la desnaturalización del diseño orgánico con fines electorales o por causa de intereses estrictamente partidarios; y –la que aquí interesa examinar— el mandato de no imposición.
Esta última exigencia, la de no imponerse (aún cuando se cuente con el respaldo de la fuerza mayoritaria y aunque se respeten los canales democráticos formales), ya contó en su momento con una formulación precisa a cargo de una de las voces más autorizadas de la filosofía: Hannah Arendt. A su juicio, hay alguna diferencia entre majority decision y majority rule. Mientras la primera alude indirectamente a la adopción de decisiones políticas por el voto de la mayoría –lo cual presupone algún procedimiento al amparo del cual se actúe democráticamente y en pie de igualdad—, la segunda denota la acción política, aun democrática, dirigida a reducir, aniquilar o simplemente invalidar a la oposición política, lo cual se traduce entonces en pura y simple imposición. Evidentemente, no se puede pensar que hay imposición siempre que una mayoría logra su cometido, aun en detrimento de la minoría. La imposición de la aquí hablo presupone algo: el bloqueo de los canales de interacción entre la mayoría y la minoría, la distorsión de los vasos comunicantes entre representantes y representados, la perversión de los procedimientos democráticos en provecho de grupos más o menos arbitrarios y coyunturales.
Es útil preguntarse si la Constitución dominicana enuncia o sugiere algunas de estas normas, o si de su espíritu se desprende alguna posibilidad de ampararlas. Esta exploración necesariamente debe considerar su texto. Del preámbulo y de los artículos 2, 3, 4 y 7 se derivan, de entrada, algunas cuestiones relevantes: se invoca el ideal democrático como norma fundante de la República, y la libertad, la igualdad, el “imperio de la ley”, la justicia y la “convivencia fraterna” como vehículos de la cohesión social; se establece la soberanía popular como núcleo del poder político; se prohíbe a los poderes públicos “realizar o permitir la realización” de actos que atenten “contra la personalidad e integridad del Estado y de los atributos que se le reconocen y consagran”; se afirma la separación de poderes y la naturaleza esencialmente civil, republicana, democrática y representativa del Gobierno de la nación; y se expresa, como fundamento de la República –en tanto Estado social y democrático de Derecho—, la separación e independencia de los poderes públicos. En la Constitución también se enuncian (cfr. artículo 74.1) y garantizan (artículos 68 al 72) ciertos derechos individuales considerados fundamentales (artículos 37 al 67), bajo el entendido de que los mismos cristalizan la función esencial del Estado (artículo 8); además, se establecen como deberes fundamentales –entre otros— abstenerse de realizar “todo acto perjudicial a la estabilidad, independencia o soberanía de la República” y velar “por el fortalecimiento y la calidad de la democracia, el respeto del patrimonio público y el ejercicio transparente de la función pública” (artículo 75, numerales 5 y 12).
Al diseñar las instituciones del sistema democrático, la Constitución recoge algunas normas tan elementales como las incompatibilidades de los cargos de senador (a) y diputado (a) con cualquier “otra función o empleo público, salvo la labor docente”, y la proscripción del mandato imperativo –exigiéndose en todo caso a los representantes ejercer su rol “siempre con apego al sagrado deber de representación del pueblo que los eligió, ante el cual deben rendir cuentas” (artículo 77, numerales 3 y 4)—. Y otras tantas de una relevancia comparativamente mayor, como aquella según la cual las decisiones en las cámaras representativas “se adoptan por la mayoría absoluta de votos” (artículo 84), o la que protege con la inmunidad por opinión a los legisladores por las consideraciones que formulen en las sesiones (artículo 85), o la que les obliga a rendir cuentas “cada año (…) ante los electores que representan” (artículo 92). Sería un despropósito, además, dejar de lado lo previsto en el artículo 93 en cuanto a las atribuciones del Congreso Nacional, o las disposiciones relativas al sistema electoral (artículos 208 al 216), o incluso la denominada cláusula pétrea del artículo 268.
En fin, que es imposible agotar en un par de párrafos las formulaciones normativas contenidas en la Constitución que tienen alguna incidencia en el diseño y organización del régimen democrático. Pero sí se puede aventurar una observación: no hay en ella una sola disposición que reproduzca de forma expresa alguna de las normas que refirió en su momento Bryce y que luego listaron Levitsky y Ziblatt. Es decir, no hay formulación expresa que proscriba la violencia partidaria, o que obligue a los actores políticos a actuar con prudencia, moderación y tolerancia, o que impida que el gobierno se desenvuelva por imposición de la mayoría. Es perfectamente posible deducir su vigencia a partir del bagate teórico que explica nuestra Constitución (o por conexión con normas de menor jerarquía, como la Ley de Partidos, por ejemplo en sus artículos 12, 13, 24 y 25), pero habrá de reconocerse por el camino que no hay terminología que formalmente inserte tales normas en la literalidad del texto fundamental.
Quizá una forma productiva de contemplar este fenómeno normativo sea la de reflejar sobre el sistema democrático la cláusula de apertura que para los derechos fundamentales prevé el artículo 74, en su numeral 1. La idea sería, entonces, concebir también como un conjunto imperfecto –y meramente enunciativo— el catálogo de normas democráticas que rigen nuestro sistema. Así, aquellas formalmente establecidas no excluyen otras tantas que, visto lo visto, también tributan en favor del equilibrio del sistema y la vigencia no solo de las formas, sino también de los contenidos de la democracia (si es que cabe hablar al respecto en tales términos, lo cual evidentemente presupone algun compromiso teórico previo).
Dicho todo esto, me parece que lo ocurrido en la Cámara de Diputados en la sesión de aprobación en primera lectura del proyecto de ley sometido por el Ejecutivo, para el levantamiento de aranceles sobre determinados productos de la canasta familiar, comporta al menos un cortocircuito para el sistema. Según parece, la iniciativa fue analizada por la Comisión de trabajo encargado al efecto como un proyecto de ley orgánica, pero se sometió a votación como una ley ordinaria, lo cual produjo confusión en los bloques minoritarios y tensión desde los grupos mayoritarios, optando los primeros por retirarse del hemiciclo por considerarse avasallados.
La votación resultante sustenta la sanción del proyecto en el sentido en que finalmente se hizo. Lo que no es tolerable, a mi juicio, es que por el camino se amplíe el estándar de tolerancia con respecto a las distorsiones sobre los canales de interacción mayorías-minorías. El equilibrio del sistema exige la colaboración razonable y continua entre los sectores políticos en pugna. Una mayoría coyuntural en ningún caso puede constituirse en salvoconducto ante maniobras que someten los canales democráticos a semejantes pruebas de estrés.
Lo más importante es que esto no es solo teoría, filosofía o poesía. Refleja algo que se ha verificado en más de una ocasión en la historia del devenir de las democracias occidentales. Algo que por demás se antoja básico: que la democracia no solo se mantiene por lo que se dice y se hace, sino también por cómo se piensa.