¿Puede el Banco Central evitar la caída de la tasa de cambio?
La contención del brote inflacionario se ha vuelto un objetivo perentorio de la política económica
La contención del brote inflacionario se ha vuelto un objetivo perentorio de la política económica y esto se refleja en la intención de elevar las tasas de interés como una herramienta de control sobre la demanda agregada. Ese curso de acción ha generado un achicamiento en la tasa de cambio del dólar, que será probablemente seguido por efectos colaterales. Ya hemos presenciado una erosión, seguramente pasajera, en el valor de los fondos de pensiones; en el futuro cercano, algunas empresas podrían ver lastimada su capacidad exportadora; y el propio Banco Central podría sufrir una pérdida asociada al ajuste contable del valor en pesos de sus cuantiosas reservas internacionales.
Es por lo tanto previsible el surgimiento de voces que abogarán con razones entendibles para que el combate a la inflación no pase por la reducción en el precio del dólar, partiendo de la presunción de que la autoridad monetaria tiene la capacidad de satisfacer tal reclamo. El objetivo de este escrito es argumentar que esa presunción probablemente es errada y que, por lo tanto, la solicitud no podrá ser complacida.
El aumento de las tasas de interés conlleva una mayor rentabilidad de las inversiones en pesos, con respecto al retorno de inversiones en dólares, lo que a su vez constituye un incentivo a la sustitución de activos en dólares por activos en pesos en la cartera de inversionistas extranjeros y ahorrantes locales. El resultado natural es una abundancia relativa de divisas y, tras una secuencia de causas y efectos, una apreciacion cambiaria. Ese proceso no depende del instrumento que la entidad emisora escoja para inducir el ajuste en las tasas de interés: si eso se lograra mediante la venta de reservas, el debilitamiento del dólar sería inmediato, pero el mismo efecto surgiría si se prefiere desmonetizar a través de la venta de certificados del Banco Central, a medida que el circuito cambiario se nutra con la llegada paulatina de divisas a través de fuentes privadas. Si bien a ritmos distintos, ambos caminos llevarían a Roma.
El raciocinio anterior traduce a palabras llanas un principio de amplia aceptación entre los economistas, que hace alusión a la dificultad de que un Banco Central controle simultáneamente los agregados monetarios y la tasa de cambio, si también quiere preservar la libre movilidad de capitales. La literatura económica se refiere a este dilema como una “trinidad imposible,” cuya principal consecuencia es que, en algún punto del camino, la autoridad monetaria tendría que decidir si persiste en el combate a la inflación o se desvía para atender preocupaciones relativas a la tasa de cambio u otras variables cualesquiera.
La aplicación del principio se basa en el supuesto de que la economía dominicana tiene ya un nivel relativamente alto de vinculación con los mercados financieros internacionales. Por el contrario, reclamar un control de la inflación sin repercusiones en la tasa de cambio, es como suponer que la economía dominicana se encuentra financieramente aislada -algo que no es congruente con el influjo sostenido de recursos externos que hemos tenido en los últimos años. Por supuesto, el reclamo tendría sentido si se espera que la tasa de interés local pueda moverse paso a paso con la tasa de interés estadounidense, de forma tal que el atractivo relativo de ambas monedas se mantenga invariable. Eso no puede descartarse, pero equivale a poner las esperanzas en un accidente estadístico o en un fino ejercicio de sincronización que no siempre se logra.
¿Cuáles características describen de modo más realista las opciones con las que cuentan las autoridades en el manejo de la tasa de cambio? Solo como referencia, conviene recordar el comportamiento del mercado cambiario inmediatamente después de la crisis bancaria de 2003. Entre 2004 y 2005, el proceso de estabilización fue acompañado de una caída severa en la tasa de cambio -revirtiendo así un sobreajuste que había experimentado en el año anterior- y finalmente se situó en un nivel similar al de antes de la crisis. En las presentes circunstancias, el precio del dólar subió desde un promedio de 51 pesos, en 2019, a más de 58 pesos, en 2020, por lo que podría argumentarse que el equilibrio de mediano plazo, consistente con los objetivos antiinflacionarios, probablemente se encuentra en algún punto medio entre esos extremos. Al margen de esto, y sin entrar en una discusión sobre la tasa de cambio nominal más adecuada, mi objetivo es enfatizar que el combate a un brote de inflación difícilmente estará exento de costos o dejará de tener algún impacto sobre unos agentes u otros. La aspiración de evitar esos efectos es precisamente la razón por la que muchos gobiernos fallan en el intento de apagar inflaciones embrionarias que acaban transformándose entonces en inflaciones severas.
Si resultara fácil apartar de la boca el cáliz inflacionario, la inflación nunca habría tenido la recurrencia que ha tenido en tantos países, ni habría causado los daños que ha causado en tantas ocasiones. Una política antiinflacionaria es siempre un ejercicio de renuncia: reconocer que no se puede saborear un pastel y, al mismo tiempo, guardarlo intacto en el refrigerador.