Rara avis
Desde que los vi llegar, sudorosos, pálidos y desencajados, supe de qué se trataba. La culpa era toda mía, pero le tocaría pagarla a mis hermanos. Bueno, a decir verdad y siendo justos, la culpa había sido de los tragos, de muchos tragos, de tantos tragos que los tres perdimos la cuenta y la cabeza, a bordo de aquella guagua pública que el pasado domingo en la noche nos regresaba a La Piña, después de celebrar dos días de parranda interminable en San Francisco de Macorís.
Siempre fuimos inseparables. Nacimos con escasa diferencia de meses y crecimos al amparo de una familia pequeña, pero más que unida; un verdadero clan cerrado al exterior, dominado por un patriarca a la antigua, nuestro padre, para quien la sangre que nos vinculaba era sagrada y no había razón humana ni divina que pudiesen hacer olvidar los deberes que esta imponía.
Las amistades terminaban allí donde empezaba la consanguinidad. Los amores se detenían cuando rozaban, aunque fuese de pasada, las entretelas de la familia. Las creencias religiosas, los curas y los rezos eran frenados, no sin cierto entusiasmo rural y pagano, cuando hablaba el viejo y su palabra, por supuesto, tenía para todos los mismos timbres bíblicos de los antiguos patriarcas de Israel. Hasta el Jefe, con todo y su poder, era incapaz de vulnerar la hermandad familiar que a todos nos unía y en la que nos enseñaron a vivir.
Así fue, así siguió siendo y así es después de que enterrásemos al viejo, caído como un roble, hace ya diez años, derribado por el tétano de una herida que se provocó cortando una caoba bajo la lluvia. "Nadie de afuera, mis hijos: ustedes juntos siempre" -fue lo último que masculló antes de morir, ya con las quijadas trabadas por el frío mortal de la rigidez. Y bastante que lo lloramos.
No somos contrarios al régimen, Dios nos libre, pero antes que trujillistas somos hermanos. Y fíjese que no somos contrarios al Jefe que hasta lo sentimos como un padre y que cuando queremos alabarlo, no nos salen más que palabras parecidas a las que dedicamos a la memoria del viejo.
Mario Puritano, el mayor, es Alcalde Pedáneo de la sección La Piña, donde siempre hemos vivido y Prudencio Escipión, el mediano, es el Presidente del Partido Dominicano en esta misma sección. Yo, el más chiquito de los tres, no tengo cargo alguno, porque soy un poco levantisco y eso de rendir cuentas a otros y acatar una disciplina, no va conmigo. Por algo el viejo nos crió libres como potros, a la buena de Dios, porque crecimos sin mamá, que murió al parirme, curiosamente también de tétano, que contrajo al cortarme la tripa con una tijera herrumbosa. Por eso me llamo Postumio.
Como ya dije, somos un solo cuerpo con tres cabezas, seis manos y seis piernas. Respiramos los mismos aires, andamos por los mismos rumbos, nos gustan las mismas mujeres, peleamos con los mismos enemigos y tomamos de la misma botella. Los tres, incluso yo, que no gozo de cargo ni responsabilidad alguna, cargamos sendos revólveres al cinto, distinción merecida, reservada a los hombres del Jefe. Y así nos respetan todos, sin excepción y hasta los más broncos se miden de cruzarse en el camino de este monstruo de tres cabezas, tres pares de brazos y tres pares de piernas que somos los hijos del viejo, que Dios tenga en su Gloria.
Por eso me maldigo, por lo bajo, al recordar lo sucedido aquella noche de domingo en esa guagua, casi vacía, que nos regresaba a la casa, completamente borrachos. Por eso y por vergüenza ante el viejo, que debe estarnos mirando desde arriba, es que me duele tanto ver a mis hermanos regresar, desangelados y asustados, de la reunión con ese tal Enrique Estrada, Presidente de la Junta Comunal e Inspector del Partido Dominicano en San Francisco de Macorís, que se ha molestado en venir hoy hasta La Piña, precisamente para hablar con ellos, o mejor dicho, someterlos a un interrogatorio.
Estamos ya terminando el mes de agosto de este año de 1948 y nada malo tiene que hayamos decidido correr dos días de parranda en la ciudad, tras terminar unas faenas en el campo, cerrar unos tratos ventajosos y cobrar un dinero responsable, que para algo ha de servir nuestra reputación y los revólveres que llevábamos al cinto. En tiempos del Jefe, ocupar un cargo equivale a ser temido y a que nadie intente siquiera empolvarte en un negocio, por particular que sea, porque puede acabar acusado de alguna falta política. Y ya se sabe, sobran los ejemplos, que ser acusado y perderlo todo es la misma cosa.
Con buen dinero en los bolsillos, nos fuimos el viernes a San Francisco de Macorís y alquilamos unos cuartos en el local de un chino, que también se ofreció a prepararnos las comidas y lavarnos la ropa. No por casualidad escogimos el sitio cerca de un barrio de cueros, donde el merengue, el jolgorio y los rones campeaban por su respeto, no lejos de una valla de gallos donde quedó parte de nuestra plata.
No sabría decir cuántas hembras bailaron esos días con nosotros; cuántas cinturas, y lo situado más al sur de las cinturas, apretamos durante esas noches, ni con cuántas de ellas, también borrachas, amanecimos revueltos por las camas y el suelo, entre botellas, colillas y platos con restos de arroz con pollo, pasteles de hoja y chicharrones preparados por el chino, quien se desplazaba en silencio entre todos, como una sombra, recogiendo pantalones, camisas y calzoncillos para lavar.
Borrosamente recuerdo a Mario Puritano aferrado a los pechos de una negrita joven, bailando apalmichao y tratando de explicarle cómo se calculaba el cobro de los arbitrios del mercado de La Piña y para qué servía un Alcalde Pedáneo. También a Prudencio Escipión con dos mulatas sentadas sobre sus piernas, a las que pellizcaba bajo las sayas apretadas, proclamándolas Reinas del Partido Dominicano en su zona. Y mientras ellos se desfogaban, yo bebía en medio de un remolino de bocas, risotadas, ojos, olores íntimos, grupas de hembra y el deleite de estarla pasando muy bien con mis hermanos, como el viejo hubiese querido.
Pero todo, como es natural, llega a su fin. Y aunque teníamos dinero para prolongar un día más la parranda, recordamos que el lunes había que trabajar y nos despedimos del chino y los cueros, prometiéndoles regresar muy pronto, que para eso somos jóvenes y fuertes y, además, autoridades con dinero en los bolsillos, incluyéndome a mí, que no lo soy.
Para el viaje en la guagua cargamos con varias botellas de un ron peleón, que no tardó en hacer su efecto. Cantamos a voz en cuello unos boleros perversos donde un desengañado, en la voz de Benny Moré, rogaba a Dios le sacara de la cabeza la idea morbosa de "...desearla siempre, sobre todas las cosas". Por supuesto que molestamos al resto de los pasajeros, que al ver nuestros revólveres optaron por sufrirnos en silencio y con cristiana resignación. Fue entonces, viéndolos sumisos, que perdí la cabeza y grité a toda voz, como para provocarlos y darnos la oportunidad, a los tres hermanos inseparables, de usar los puños y las armas, la única diversión que nos faltaba experimentar durante aquella parranda perfecta.
"¡El que toque a uno de estos señores, que son mis hermanos -vociferé- lo mato, aunque sea Dios, aunque sea el mismísimo presidente Trujillo!"
De más está decir que a mis hermanos, y hasta a mí mismo, se nos quitó de inmediato la borrachera y que mi grito, fuera de lugar, provocó una estampida generalizada entre los pasajeros e hizo que hasta el chófer frenara para permitirles apearse, antes de llegar a sus destinos.
Lo demás fue lo inevitable. Por supuesto que alguien de aquellos que no osaron mirar a los ojos a la bestia triple que les molestó durante el viaje, se apresuró a informar lo sucedido, llegando hasta los oídos de Don Virgilio Álvarez Pina, Presidente de la Junta Central Directiva del Partido Dominicano, quien, a su vez, dirigió una carta al sr Enrique Estrada, calzada con su firma y su recién estrenado nombramiento de "General de Brigada", honor reservado por el Jefe a sus más cercanos colaboradores, no importa si civiles o militares.
Y por mi falta de madurez, por mi indiscreción, por mi apasionamiento o mi borrachera, lo cierto es que mis dos hermanos, Mario Puritano y Prudencio Escipión, acaban de regresar del interrogatorio a que los sometió la superioridad, llegada de San Francisco de Macorís, y han entrado a la casa para derrumbarse en sendos sillones como si les hubiesen sacado el fuelle del resuello. Y me duele verlos así, con ojos desesperados, ya cancelados de sus cargos, derrotados por unas estúpidas palabras de ese borracho imberbe que soy yo.
Y es cuando reparo que ya no portan los revólveres al cinto y que se han sentado a esperar que los vengan a buscar, para lo inevitable. Y pienso en las últimas palabras del viejo, y en tantos años pasados juntos y que ni vivo ni muertos debemos separarnos jamás. Por eso grito, esta vez sin una gota de alcohol en la sangre, que el que le toque un pelo a uno de ellos, sea quien sea, y lo mande quien lo mande, me lo llevo por delante.
Y me parapeto a mirar la calle por una ventana entornada y el revólver en la mano. Esperando...
De más está decir que a mis hermanos, y hasta a mí mismo, se nos quitó de inmediato la borrachera y que mi grito, fuera de lugar, provocó una estampida generalizada entre los pasajeros e hizo que hasta el chófer frenara para permitirles apearse, antes de llegar a sus destinos.