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Mi amigo Grigulevich

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Mi amigo Grigulevich
José Grigulevich y Josif Broz Tito.
El pasado sábado -como de costumbre- acudí a Cuesta del Libro a revisar las novedades. Un ejercicio que suelo realizar con placer de bibliófilo sibarita, arrellanado en una de sus cómodas butacas o en su defecto, cuando la capacidad de acoger nalgas letradas se halla saturada, sentado en un incómodo banco del área infantil. Recompensado al observar a los niños aficionándose temprano a la lectura y participar, aun sólo por ósmosis, de su mundo maravilloso. Interesado en los temas de inteligencia desde que la pantalla chica y la grande me atraparan con sus series y películas de aventuras ambientadas en los juegos del espionaje durante la Guerra Fría, tomé un libro titulado Patria, una española en el KGB. Se trata de una biografía de África de las Heras, una comunista estalinista reclutada por el súper agente soviético general Leonid Eitingon durante la Guerra Civil española. Ambos jugaron un papel clave en la operación que condujo al asesinato de León Trotsky, el líder de la revolución rusa expulsado de la URSS en 1929 y muerto en México en 1940 por órdenes de Stalin, a manos de Ramón Mercader, quien clavó un piolet de alpinismo al cerebro privilegiado del "profeta desarmado", como le llamó su biógrafo Isaac Deutscher.

El libro narra la vida de esta llamada "Pequeña Pasionaria" -referencia al papel estelar desempeñado en el bando republicano por la dirigente del Partido Comunista Dolores Ibárruri, bautizada Pasionaria por su ardor revolucionario, carisma electrizante y valor personal en el fragor de la guerra, refugiada en Moscú tras el triunfo nacional liderado por Franco. Un emblema que conocí en los 70. África, a su vez, hizo carrera en los servicios de inteligencia soviéticos moviéndose como pez en agua, operando en México, Uruguay, Estados Unidos, Europa, luchando en Ucrania en el frente militar durante la II Guerra Mundial. Fue la extranjera más condecorada en la historia de la URSS, esta atractiva heroína y súper espía fallecida en 1988, quien nunca fue descubierta.

La gran sorpresa en toda esta historia fue encontrarme en el libro con el nombre y la foto de mi amigo el jovial y bonachón historiador José Grigulevich, a quien conocí en octubre/noviembre de 1973 en Moscú, en ocasión de la celebración del Congreso Mundial de la Paz, que congregó a unos seis mil delegados de todos los confines del planeta. Evento al que asistí cuando era director del Departamento de Sociología de la UASD, en compañía de Jottin Cury -a la sazón rector- y su esposa Anita Yee, Rafael Kasse Acta, ex rector y presidente del Comité Dominicano de la Paz, y Emilio Cordero Michel, director del Colegio Universitario. Autorizada por el presidente Balaguer a realizar dicho viaje, la delegación hizo escala en Madrid, arribó a París donde fue visada en la embajada de la URSS y recibió los boletos en las oficinas de Aeroflot, diligencias auxiliadas por Rubén Silié y Hatuey Decamps, quienes realizaban entonces estudios de postgrado.

En la capital rusa nuestra delegación fue atendida por un equipo encabezado por Pavel Boiko, un buenmozo economista de bigote espeso del Instituto de América Latina de la Academia de Ciencias que hablaba un español fluido con acento porteño, quien me habría informado que vivió su infancia en Buenos Aires. Asistido por un regordete y dinámico Sergei Kislov, auto identificado como periodista que trabajó en la embajada soviética en Cuba e Irina Malenkova, una bella joven de ojos verdes, hija de un importante funcionario diplomático establecido en la República Democrática Alemana. Dadas las funciones que este trío desempeñaba con relación a nuestra pequeña delegación, me tomé la licencia de darle rangos. Boiko era el coronel (y realmente debía serlo, pues le tenté una pistola debajo del abrigo que nunca abandonaba), ya que daba las órdenes y supervisaba. Kislov el sargento, encargado de llamar a las habitaciones para estar a tiempo en el desayuno y acudir puntual a cada una de las citas del programa, fiel al Kremlin hasta en la hora, que chequeaba inmancable en la torre del reloj que sobresale de sus murallas. E Irina la teniente -mi Nathalie moscovita-, una dama de compañía sensible y culta, con quien luego viajaría a Leningrado, ahora renombrada San Petersburgo.

En recepciones realizadas en inmensos salones de palacetes edificados en tiempos de los zares, con las imponentes colecciones de samovares que resumían el esplendor de este arte utilitario que los soviéticos supieron preservar como seña de orgullo nacional ruso, entre exquisiteces de caviar rojo y negro, de salmones ahumados, canapés de paté, champán, vino, vodka, refrescos y té, una figura atraía la atención por su locuacidad y sabiduría. Era la del prestigioso académico Grigulevich, una eminencia en los estudios sobre América Latina, con magníficas biografías publicadas de Francisco Miranda, Simón Bolívar, Benito Juárez, José Martí, Emiliano Zapata, cuya lista luego ampliaría a Salvador Allende y el Che Guevara. Especialista en las luchas de independencia, la revolución mexicana, la historia de la iglesia en Latinoamérica, la revolución cubana, el Papado y la historia de la Inquisición, era autor de más de 60 obras, algunas publicadas bajo su apellido materno: Lavretski. Ciertamente, su nombre completo era Iosif Romualdovich Grigulevich Lavretski. Un encomiable homenaje éste de Grigulevich a su progenitora, así pensé.

En la apertura de la formidable exposición de Silvano Lora sobre el Canal de Panamá y la lucha por afirmar su soberanía -instalada en la Casa del Escritor de Moscú y presentada por mí a solicitud del propio artista exiliado en el istmo-, conversé ampliamente con este historiador de trato casi paternal. Rellenito, con atildados bigotes, ojos inteligentes y sonrisa a flor de labios, el bien vestido Grigulevich discurría con soltura y propiedad sobre los más variados tópicos históricos y asuntos de actualidad política, a semanas del derrocamiento de Salvador Allende, cuya viuda Hortensia e hija Laura asistían al Congreso. En gesto inesperado, rompiendo la rigidez del régimen, Grigulevich me confió que era de origen judío y que los de su etnia habían sido discriminados bajo los zares, durante Stalin y todavía lo eran. Yo le respondí, reciprocando, que ciertamente una de las mayores víctimas del estalinismo había sido un judío eminente: León Trotsky, asesinado en México. Enarcando las cejas, Iosif Grigulevich me espetó instantáneo: "Eso fue otro asunto que no tuvo nada que ver con la cuestión judía". Percibí que había tocado una "tecla" en la conversación, razón por la cual no insistí sobre el tema.

Las relaciones con Grigulevich marcharon viento en popa. Visitamos el Instituto de América Latina de la Academia de Ciencias, donde su director hizo una excelente presentación de los objetivos y actividades de la institución, ante delegaciones latinoamericanas. Presente estaba nuestro amigo, quien nos convidó a visitar sus oficinas como director de la afamada Revista de Ciencias Sociales. Ya allí, Grigulevich nos hizo entrega de una colección de esa publicación y de ejemplares de la revista especializada en estudios soviéticos sobre América Latina. Nos obsequió varias de sus obras amablemente dedicadas, tanto a Rafael Kasse Acta, Emilio Cordero Michel, como a mí. Estos nexos continuaron más allá de aquel viaje memorable, en correspondencia cruzada con el afable historiador y mediante intercambio de publicaciones académicas. A 37 años de distancia de esos encuentros no había vuelto a tener mayores noticias acerca de Grigulevich, hasta el sábado pasado.

Grande fue mi sorpresa al descubrir al otro, más bien a los demás Grigulevich, ya que el personaje actuó bajo múltiples identidades. Considerado hoy un spy master que operó en la escena internacional durante los 30, 40 y 50, reciclado luego por Moscú con el rostro de su otra gran pasión: la investigación histórica. Hasta el proyecto Venona de la CIA falló en detectar al ahora legendario súper espía soviético. Marjorie Ross le dedica una biografía: El discreto encanto de la KGB. Lituano nacido en Vilna en 1913 en una familia judía que emigró a Argentina, aprendió en su infancia español, ruso y lituano. Al regresar a la URSS fue reclutado en 1934 por la NKVD, destacándose en "limpieza" de disidentes trotskistas y en iguales funciones en España, donde se le asocia a la muerte del líder del POUM Andreu Nin.

Trabajando con Eitingon durante la guerra civil en España, se relacionó con Santiago Carrillo, los poetas Rafael Alberti y Pablo Neruda, y el muralista mexicano David Alfaro Siqueiros, integrado a las brigadas internacionales. Con éste organizaría en México el intento fallido de asesinato de Trotsky encabezado por el pintor el 24 de mayo de 1940 en una aparatosa operación de metralletas en la que Grigulevich fue clave en la apertura del portón a cargo de su cómplice Bob Sheldon Harte. Siqueiros fue a prisión, de la cual escapó hacia Chile con ayuda del cónsul Pablo Neruda, mientras éste extendía pasaporte a Grigulevich con el nom- bre de Francisco Miranda. Se estableció en Argentina y dirigió las actividades de la inteligencia soviética durante la segunda guerra mundial en el Cono Sur, saboteando instalaciones y buques alemanes.

Adquirió una farmacia en Santa Fe, Nuevo México, estructurando una poderosa red de espionaje en los EEUU, cuya base sirvió de buzón para el trasiego de informes del ultra secreto proyecto de desarrollo atómico que se verificaba en Los Álamos, a cargo de un equipo multinacional de científicos. Se radicó en Roma con pasaporte costarricense, vinculándose a intereses cafetaleros, nombrado entre 1952-54 embajador ante Italia y Yugoslavia. Teodoro B. Castro tuvo acceso directo al Papa Pío XII y su familia, al embajador americano. Y lo más importante, a Josif Broz Tito, en cuyo asesinato trabajaba cuando se produjo la muerte de Stalin el 15 de marzo de 1953 y la caída de Beria. Teodoro Castro fue llamado al Centro y desapareció del escenario diplomático. Simplemente se esfumó.

Cuando conté esta historia a un culto amigo ex oficial de inteligencia -quien en sus funciones bregó con la CIA y el Mosad- me dijo: "José no te aflijas por el descubrimiento. Esas son operaciones". Pensé entonces en las palabras de otro amigo pionero del comunismo en el país al referirle mi repudio al crimen de Trotsky: "Había que hacerlo. Estaba en juego el futuro de la URSS y del socialismo. Se iniciaba la guerra". Algo parecido me quiso decir Grigulevich en el Pen Club moscovita, quien al igual que África nunca fue develado y falleció en su cama en 1988.