Mariano Lebrón Saviñón: el fuego de la palabra peregrina (2 de 2)
EL proceso creativo tan distintivo de Los Triálogos se desarrolló mientras los tres aedas –Moreno, Baeza y Lebrón- caminaban por la ciudad, haciendo sus paradas en lugares diversos, parques, sitios de expendio de frituras. Nunca cesaban de crear. Creaban, poesiaban, mientras conversaban de manera continua, sin detenerse, ni siquiera cuando saboreaban unos “fritos” de Villa Francisca o de la avenida Mella.
Quizás aquella acción podría parecernos hoy extravagante y propia de ingenios cuya clarividencia estaba opacada y era reacia a un compromiso más formal con la literatura. Sin embargo, Los Triálogos no pueden ser comprendidos como experiencia literaria si no se escudriñan las raíces del momento histórico que vivía el país para ese tiempo. Comenzaban a patentizarse las contradicciones del régimen trujillista. La ciudad era el espejo de una realidad que apenas iniciaba los balbuceos de su inacción creadora en el marco de las concepciones culturales, vistas estas como fuente libre de ataduras y vehículo potencial para el desarrollo intelectual. Al otro lado, el mundo estaba siendo víctima de los flagelos del nazismo y de la desgracia de la guerra. Vuelvo a citar a Baeza Flores: “El mundo nos golpeaba y en medio de ese ambiente epocal intenso, ensayábamos una poesía tridimensional como un testimonio humano, para afirmar lo humano, en nuestra medida. Para una fe de vida, rodeados de tanta muerte, que nos salpicaba, allí y acá...No era una evasión, era el inventario al borde de los abismos del infierno. Así nacieron Los Triálogos”. Sus protagonistas: tres poetas con distintas nervaduras y de edades desiguales: Moreno Jimenes, de 49 años; Baeza Flores, de 29; y Lebrón Saviñón, de apenas 21 años de edad.
No existen antecedentes de acciones poéticas similares que conozcamos. Se estaba creando pues una experiencia, se estaba escribiendo un expediente nuevo en la lírica hispanoamericana. Los poetas aprovechaban los parques en las horas nocturnas para resumir las acciones del día. Así surgieron los libros o cuadernos que contenían Los Triálogos. Citamos siempre a Baeza porque fue de los tres el que dejó constancia más detallada del suceso. Dice: “Se escribía de acuerdo al tema que surgía, que lo ponía un poco al azar, y luego hablábamos de manera bastante continua, espontánea, escribiendo muy rápidamente, en una continuidad sin tregua, para no perder el estado de gracia poética”.
Esta poesía triangular, experiencia colectiva de tres poetas al unísono, aunque conservando sus individualidades, se constituye sin pretenderlo sus creadores, en un acopio de vanguardismo en el contexto de la literatura hispanoamericana. Poesía a tres voces que fue a su vez un ensayo dimensionalmente poliestructural, un intento cuasi-aristotélico, insertado en las testas de imaginación indómita de poetas de tiempo completo que salen un buen día a la calle en medio de las gentes, atónitas e irreverentes, mecánicas y sojuzgadas, a crear, a expandir el pensamiento, a abrirle alas a la imaginación en el mejor sentido de la frase. Moreno Jimenes definió esta transfiguración callejera a su modo, quiero decir como el poeta auténtico que fue: “Los Triálogos: murieron tres hombres. Nacieron tres hombres. Dios no tuvo nada que decir y volvieron a renacer los innumerables hombres de la tierra”.
Fue otro escaño en el trajinar peregrino de Lebrón Saviñón, de quien dice Manuel Rueda que “además de su juventud se daban en él condiciones excepcionales de fervor y brillantez”. Los Triálogos fue un acto de poesía sorprendida, aunque Ramón Francisco afirma que, contrariamente a lo que Moreno, Baeza y Lebrón consideraban, “fue la poesía quien los sorprendió a los tres”. Mariano continúa su peregrinación poética y se integra al movimiento de La Poesía Sorprendida, el más relevante agrupamiento poético de nuestra historia literaria. Tiene aún 21 años. El movimiento nace en octubre de 1943 y Mariano había cumplido esa edad en agosto, o sea apenas dos meses antes. Rueda, apoyado en textos poéticos de Lebrón Saviñón y Manuel Valerio, afirma que los sorprendidos vivían “dentro de una realidad maravillosa, común a todos los del grupo, en una especie de Pentecostés donde a cada uno se repartió el fuego de la lengua unido a profundas experiencias comunitarias”.
Y así continuó el peregrino de la poesía en sus andares, junto a su canto, apegado al trópico y al amor (“Tu sol, trópico undoso, grita y canta/ y vibra como hermosa cabellera...”). En su textualidad, surge el “trópico sin dolor”, el “trópico loco”, el “trópico enardecido”, las “luces del trópico”. Lo vislumbra de distintos modos, lo acoge y lo invoca con diferentes medidas. Clásico, neoclásico, romántico. Etiquetar sus formas es reducir su discurso poético, tan pleno, tan en sólida comunión con la palabra y la imagen. Será sin dudas todo lo que de su obra se dice, pero lo que importa es su andadura por una poesía que no rompió esquemas sino que los sostuvo. En Lebrón Saviñón, los dilemas clásicos del poema se mantuvieron incólumes. Los críticos, dice Rueda, se sorprendieron por “la frescura del tono”, y los profanos, por “el ropaje neoclásico”. (“Yo soy mi soledad/ y soy mi tarde./ Y soy la sensitiva despreciada,/ que se abre al sol y tímida se cierra”).
Nace como poeta en 1937 y llega a los años sesenta con sus ademanes de amor, con su acento de olvido, con sus huecos tristes, con sus motivos de mar. (“Nadie podrá lo que mi amor no pudo”). El romántico no cede. Ha peregrinado mucho para volver siempre a su punto de partida (“Yo volveré una tarde a tu primera estancia,/ mujer, junto a tu sueño de olvido en desespero./ Veré tu hondo martirio en arco de esperanza./ Yo volveré una noche hablando a tu recuerdo”). Toda su visión, sus cantos, sus paisajes de sombras, latieron fundamentalmente en los cuarenta. Su mejor obra está allí, en ese decenio. Arribará a los sesenta y continuará su peregrinaje poético hasta la entrada del milenio, a pesar de ser un poeta de escasos libros. Y siempre será el amor el motivo que impulsará su numen. (“Mujer, déjame solo hasta el milagro triste de tu mirada fría./ Mujer, déjame triste en soledad de musgo/ melancólico y solo con mi vida/ hasta el cielo imponente de tus cruces”).
He ahí la obra del último de los poetas románticos dominicanos. “Apertrechado de Bécquer y Machado, de Lorca y Fabio Fiallo”, asegura Bruno Rosario Candelier. Un poeta en quien se notaba el hálito de un Miguel Hernández y de un Rafael Alberti, en la consideración de Manuel Rueda. Diógenes Céspedes ve a Bécquer también influyendo en su poética, pero por igual al último poeta del romanticismo alemán, Heinrich Heine. Lo que importa resaltar: vivió bajo el fuego peregrino de su trajinar poético sin abandonar nunca sus coordenadas sentimentales y sus resonancias románticas. Desde el quinceañero que en 1937 inicia su camino en la poesía, hasta el poeta asentado y firme que arriba al año dos mil con sus mismas inquietudes y sus persistentes oleadas de amor. El paso del hombre que establece en 1956, a sus treinta y cuatro años de edad, su ideario poético, cuando advierte en “Elegía absurda”: “Tengo necesidad de mi alegría./ Tengo necesidad de mi dolor”. Y vuelve a repetirlo, como si necesitara confirmarse en su atuendo de querencias y aflicción, en 1968, cuando ya tiene 46 años: “Yo tengo mi dolor. Lo acuno ansioso/ en el rescoldo de mi amor: su nido..” Y en 1983, cuando ya cumple 61 años, proclama sin ambages: “Vuelvo a ser ruiseñor nostálgico de auroras,/ vuelvo a la lluvia alegre, a la canción del pino./ Aunque es de escarcha y nieve mi nostalgia/ he vuelto al primer trino”. Y seguirá gravitando en sus contingencias, en su tiempo de amor sin vencimiento, en sus canciones de irradiaciones, alientos, anhelos, soledades, estremecimientos y quejumbres de inconmovible pasión.
Manuel Rueda lo advirtió: sus “temas y estilos permanecen inalterables, únicos y compactos en su fluidez”. Y lo vio como “el poeta del amor, de las imposibles realidades del amor”. Bruno Rosario Candelier lo observó “fiel a su estética original”, en cuya poesía se refleja “un sacudimiento emocional estremeciente con una gracia poética canalizada en la expresión cálida y límpida, ardorosa y cordial”.
Yo lo veo ahora mismo, con su voz tronante y su verbo sonoro, su palabra solemne y su trino poético, vivo, vívido, en las horas en que llegaba con su estatura humana e intelectual a las aulas de la universidad, donde fui su alumno de Historia de la Cultura y de Historia de la Literatura Dominicana. Era una fiesta escucharlo. Sabíamos algunos que ya el tiempo de su esquema literario estaba haciendo mutis, pero nos entregábamos solícitos a su palabra, a sus gestos y a sus hendiduras, aquellas que nos mostraron un camino, unas formas y una hechura para entender las letras y las altas dimensiones de la cultura y sus variados caminos. Sus cátedras figuran entre los grandes momentos de nuestra vida, como una herencia impoluta, como una huella que no la borra el tiempo ni las modas ni las argucias y vaivenes de la modernidad líquida. Con toda seguridad, ha de ser cierto lo que sentenció en su poema “A uno de tantos”: “¡nunca se muere una canción!”.
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