De cómo la historia habita la fantasía
Era Navidad. En 1492, el Almirante de la Mar Océana con los restos de su nave principal, la Santa María, que se había atascado sobre las aguas del Atlántico, construyó el Fuerte de la Navidad y tiempo más tarde dejó a varios de los suyos al mando de aquella fortaleza hasta su regreso. Era el primer asentamiento de españoles en el Nuevo Mundo. Un año después cuando volvió a las aguas y a las tierras de La Hispaniola, el 27 de noviembre de 1493 –hizo esta semana 526 años de aquella historia- el Descubridor fue constatando que algo grave había ocurrido: hombres decapitados, cadáveres colgando de las ramas de los árboles, españoles crucificados y, más allá, tierra arrasada. La Villa de la Navidad había sido destruida y sus defensores obviamente aniquilados.
El naufragio de Nochebuena de la nao insignia de la flota colombina dio nacimiento a un poblado y ante la destrucción de este con sus habitantes, el Almirante hizo un nuevo camino –más de cien kilómetros hacia el norte- y fundó entonces La Isabela, esta vez con un asentamiento de mil quinientos hombres, que para las mujeres estaban las taínas que Guacanagarix ofrecía sin flama.
La historia se escribe de distintas formas. Y una de ellas es con la fantasía. Se llenan huecos, se sacuden nichos, se salpican nombradías, se estremecen cimientos, se cuelgan principios, se retuerce el cuello al cisne de la realidad. Historia y novela han corrido juntas como si fuesen gemelas no idénticas, que se solazan en sus devenires, ambulan con sus cargas a cuestas, separan sus andaduras y se unen y reúnen alrededor de sus pesos y medidas para construir las propias versiones de cada suceso, de cada acontecer. Marcio Veloz Maggiolo conoce de estas cosas y como goza del privilegio de incrustarse en los haberes coloniales, en las tiendas antropológicas de nuestros cultivos ancestrales y en las idas y venidas de la intrahistoria contemporánea, se mete en los entresijos y en los vericuetos, en el hormigueo y las veleidades, los trotes y las cañoneras de la historia para reconstruir sus episodios desde la licencia, ávida y aviesa –como Dios manda- que el novelista asume con la sagaz omnipotencia que su creación demanda. Narración que advierte y aclara, que teje y sobrealimenta los enseres que la historia ordena, la novela persigue a su gemela como un señuelo que amerita de garras antes de que escape entre los pliegues de la verdad irrefutable. Al fin y al cabo, la Historia se escribe de verdades y embustes, de vendimias que se acomodan y de arbitrios que se imponen. Y de saltos, como los de la rana indígena, la toa. La novela le da un pie de amigo para que fortalezca sus hazañas, excite su miasma y desgarre sus ocultamientos.
El lenguaje taíno es riquísimo y hay que redescubrirlo entre los atajos de Juan de la Cosa y Alonso de Ojeda, los amores de Jariquena y los balances de los caciques bravíos o complacientes, que de todos hubo en esas tierras que les fueron propias hasta que los navegantes desteñidos con sus vituallas y sus barriles llenos de tasajo salado, pan, harina y aceite de oliva –como nos lo recuerda el narrador- llegaron con sus naos a asombrarse del espíritu festivo y musical de los taínos, a surcar los cielos que la cojoba creaba desde los bohíos y a dejar que los hombres barbados deshojaran sus instintos en los cuerpos desnudos de aquellas indias soberanas, sensuales en sus vulnerables cuerpos arrojados a las llamas del desenfreno ibérico. Veloz Maggiolo construye esa historia del Fuerte de la Navidad, levanta la memoria de aquella historia, ritualiza el encuentro de esas dos culturas y entre cruces, percances, muerte, desolación y ayuntamientos carnales reedifica el Orbo Novo que el pueblo aborigen recibió con aliento dual, de la misma forma que fue viendo caer a todos los suyos, para siempre.
La Historia, el género, es una verdad indubitable cuando se sumerge en la investigación. Y un embeleco cuando se interna en sus meandros indescifrables. La novela matiza sus enredaderas y casi la reconstruye y la recrea como para que podamos leerla y administrarla de una forma diferente. Todos los caminos de la literatura están hechos de este mestizaje entre historia y novela. En los clásicos dominicanos y en los universales, es la Historia la que ha otorgado vigor y sentido a la novela, con el inconveniente de que cuando los episodios históricos nos resultan cercanos, no sabemos reconocer las licencias del novelista y el enredo genera incomprensión y confundidores argumentos, cuando no rebatiñas y heridas. Historia que no es sola la real, la que se cuenta en la narrativa de los hechos ciertos o testimoniados, sino que es también la que a fuer de verdades acuñadas en la imaginación terminan creando personajes, incidentes y asombros que damos por reales, por vividos y gozados. No hay más que leer a Andrés Trapiello contándonos las historias del Quijote que nunca antes nos refirió Cervantes. O a Santiago Posteguillo jugando con nuestros héroes literarios, todos a la vez, de Sherlock Holmes a Shakespeare, de Dickens a Dumas. O disfrutar y sufrir en la amplia gama de la novela histórica, sucesos que fueron o pudieron ser ciertos: los aztecas, el faro de Alejandría, el africano Escipión, las vidas de emperadores, las memorias de Cleopatra, las leyendas celtas, las travesuras de Napoleón, los mitos de los cátaros, el libro de Saladino...en fin, es la novela, en muchos casos, la que nos ha narrado la Historia.
¿Quién nos ha contado mejor la era de Lilís que Tulio Cestero? ¿Acaso no podríamos leer mejor la vida y obra de Salomé Ureña que en la novela de Julia Álvarez? ¿O la historia de las hermanas Mirabal no resulta más entrañable conocerla a través de “En el tiempo de las mariposas”? Manuel Salvador Gautier saltó a la escritura y a la fama con una tetralogía (“Tiempo para héroes”) sobre la gesta de 1959. Una de las mejores novelas dominicanas, poco asumidas, es “Anónimos contra el Jefe” de Jaime Lucero Vásquez, centrada en la Era de Trujillo. Emilia Pereyra escribió una novela que nos describe mejor que la reseña histórica lo que pudo haber sucedido cuando la pobrete ciudad de Santo Domingo fue sitiada por el corsario inglés Francis Drake. “El personero” de Efraím Castillo cuenta una historia que refiere a personalidades conocidas de los tiempos del Benefactor. Y la lista es amplia y viene de lejos: el Taylor Caldwell de “La columna de hierro”. El Hemingway de “Adiós a las Armas”. El Vargas Llosa de “Historia de Mayta”, “El Paraíso en la otra esquina” y “La fiesta del Chivo”. La “Luna de lobos” de Julio Llamazares. La entrañable “Soldados de Salamina” de Javier Cercas. Una historia frenética de la Francia ocupada durante la Segunda Guerra Mundial, “El ruiseñor” de Kristin Hannah, y la basada en la guerra de los Balcanes “La hija del Este” de Clara Usón. Y es solo una muestra. La novela se sumerge en la Historia para que la narrativa complete el trabajo del investigador desde la fuente de la imaginación y la fortaleza de la metáfora. Si la historia no habitara en la fantasía tal vez, digo solo tal vez, fuese menos creíble, digerible, degustada.
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