Allende entrañable
Lo conocí una tarde dominical en su confortable residencia de Guardia Vieja, cerca de Providencia. Debió ser en abril o a inicios en mayo de 1966. Llegó vestido con un polo crema, chaquetón de piel café y pantalón de gabardina khaki, calzado cómodo de gamuza igualmente café. Preparábamos en su hogar el primer pruebín parcial de la carrera de sociología de la Universidad de Chile. Éramos entonces lo que en argot universitario llaman mechones, el chilenismo empleado para designar a los novatos, a los cuales se provee de todo tipo de atenciones, a la manera de un proceso de inducción individualizado, apadrinado cada mechón por estudiantes veteranos. El grupo de estudio debió estar conformado por cinco o siete compañeros, no más, encabezado por María Inés Bussi, sobrina de Hortensia "Tencha" Bussi, una antigua profesora de historia y geografía esposa de Salvador Allende, madre de sus tres hijas Isabel, María Paz y Beatriz (Tati).
Allende era a la sazón senador y presidente de ese cuerpo legislativo en el que concurrían demócratas cristianos, socialistas, comunistas, radicales y nacionales de derecha (fusión de los viejos partidos conservador y liberal). Por su antigüedad ocupando una curul era el decano del Senado, habiendo sido candidato presidencial en tres oportunidades (1952, 1958 y 1964). Nacido en 1908 en Valparaíso, este médico carismático y jovial, elegante y bien plantado, masón como sus ancestros, quien como dirigente de la FECH apoyó la efímera república socialista de Marmaduke Grove (1932), se había convertido en diputado en 1937 y en Ministro de Salubridad del gobierno del Frente Popular en 1939, ya subsecretario general del Partido Socialista cuya secretaría encabezaría en 1943. Dos años más tarde sería electo senador.
Respetado y querido, el imán de Allende se hacía sentir de inmediato. Al llegar esa tarde dominical a su hogar nos saludó a todos y procedió a indagar con María Inés si ya habíamos tomado once, término que se usa en Chile para designar la merienda vespertina o la hora del té de los británicos, aunque más suculenta. Al recibir respuesta negativa, inquirió la razón, siendo ésta la falta de vituallas. Fue entonces cuando, dirigiéndose a los presentes, preguntó si alguien se ofrecía como voluntario para ir de compras con él. Siendo el único extranjero del grupo, me ofrecí de inmediato para la tarea. El destino sería Establecimientos Oriente, un complejo que incluía deli de 24 horas, rotisería, restaurante y salón de té, ubicado a pocas cuadras de la casa en la confluencia de Alameda y Providencia, frente a Plaza Baquedano.
La experiencia fue memorable para mí por más de una razón y el inicio de una cálida relación de cinco años con este hombre decente de gran corazón y nobleza, que entendía era posible la vía chilena hacia el socialismo. A bordo del Mercedes Benz azul marino perteneciente a la presidencia del Senado, emprendimos la marcha hacia el deli, trayecto que aprovechó Allende para inquirir sobre la situación política en Santo Domingo, todavía ocupado por las tropas norteamericanas bajo el membrete de la FIP. Había conocido a Bosch durante su exilio en Chile y también a Jimenes Grullón en ocasión de la conferencia de cancilleres en 1959, de quien me mostró en su estudio biblioteca el libro Medicina y Cultura dedicado por éste, editado por la Universidad de los Andes.
Ya en Establecimientos Oriente, el Chicho -como cariñosamente se le llamaba entre familiares y amigos- se desvivió, generoso, comprando panes, fiambres, patés, quesos (entre ellos el sabroso mantecoso), té, café, leche, mermeladas de frutilla, mora y durazno, que fueron empaquetados a la usanza de la época en papel fuerte encerado ajustados con gangorra. Entre góndolas andábamos avituallándonos, cuando Allende me preguntó que si había probado el pisco -un aguardiente de la uva que se produce tradicionalmente en Perú y en Chile-, a lo que contesté que no. Manos a la obra, tomó del tramo una botella de pisco y un envase plástico verde de zumo de limón que semejaba en su forma esa fruta. Agregando, "ya verás lo que es el pisco sour como se prepara en Chile".
Al regresar a Guardia Vieja, "el compañero Allende" -otra de las formas que gustaba se utilizara para dirigirse a él, a quien prefería llamarle don Salvador o don Chicho, él con 58 años, toda una personalidad destacada con cuadros colgados dedicados por Picasso, Siquieros, Matta, dos hermosos gallos de pelea de plata chinos obsequiados por Mao y Chou En Lai, fotos junto a Fidel en su apogeo revolucionario y yo con 17, un simple estudiante extranjero- me dijo que debía continuar el compromiso contraído, acompañándolo en la cocina, ya que se proponía prepararnos personalmente la once. Mi primera asignación como "pinche de cocina" fue desamarrar los paquetes, fuertemente apretados como si se tratara de provisiones de guerra. Luego servir de auxiliar en las demás faenas para preparar el té, calentar la leche, tostar el pan, abrir los tubos de paté, desplegar los fiambres y quesos. Y contemplar cómo se preparaba el pisco sour, pedagogía en la que se aplicó con entusiasmo el anfitrión.
"Mira cómo se hace esta bebida refrescante, parecida al daiquirí de los cubanos, pero mucho más rica", me dijo con entusiasmo contagioso. Pensé, entre mí, "que no se entere Hemingway", un fanático de este coctel que prefería tomar en el Floridita en La Habana, al igual que el mojito en la Bodeguita del Medio. Y así, este socialista galante procedió a mezclar en proporciones medidas el pisco con zumo de limón, agua, azúcar, hielo, batiéndolo en una coctelera manual. Cuando estuvo en su punto, al gusto, procedió a servirlo en una jarra de cristal, sudada como si fuera limonada y me lo dio a probar. Estaba riquísimo este pisco sour que entendí no era más que limonada con malicia -otro chilenismo que indica que una bebida inocente, como el mate, ha sido bautizada con alcohol.
Así las cosas, tras la once que tomamos en la mesa, la jarra se trasladó a la sala donde estudiábamos, acompañándonos por el resto de la jornada. Mientras los compañeros chilenos ignoraban la bebida, cada cierto tiempo me servía un vasito de esta "limonada". María Inés, juiciosa, me observó, "Cuidado José Manuel, que el exceso de pisco sour te puede curar" (emborrachar), algo que ciertamente ocurrió. No sé cómo pude llegar esa noche -algunos compañeros se ofrecieron a escoltarme hasta mi apartamento- hasta Plaza Bulnes, frente a La Moneda, donde residía. Mucho menos cómo pude evitar con la juma encima borrar lo aprendido, ya al día siguiente, cuando me presenté al examen, en el que obtuve 7, la nota máxima. Motivo de congratulaciones del profesor Clodomiro Almeyda -quien sería el canciller de Allende-, ante un centenar de estudiantes multinacionales que integraban su cátedra de introducción a la sociología.
La razón de tanta fortuna, que me ganó el nobiliario científico de Nobel de la sociología entre mis compañeros, a manera de chanza, fue mi vocación temprana por las ciencias sociales y la gabela que llevaba a todos. Estábamos en Santiago de Chile en el otoño de 1966 y yo había ingresado antes a la Escuela de Sociología de la UASD en 1964, interrumpidos los estudios en abril de 1965 tras el estallido constitucionalista y la intervención norteamericana, normalizados durante el gobierno provisional de García Godoy. Cuando embarqué hacia Chile al final de febrero del 66 llevaba a cuestas un semestre aprobado, una ventaja que inicialmente me guardé bajo la manga para que se propagara la fama. Algo similar sucedió con un grupo de chilenos que venían de la carrera de ingeniería, con un fuerte en matemáticas que se hizo sentir durante los cinco años de enseñanza de estadística que agotamos en el plan de estudios.
Esta primera experiencia con Allende, gratificante aunque no exenta de lección respecto al efecto potenciador del alcohol mezclado con azúcar y zumo de frutas -que uno ingiere engañosamente como si fuere refresco revitalizante-, se repitió a lo largo de mi estancia en Chile, profundizándose. Verificándose en los más diversos escenarios, familiares, recreativos, compartiendo intimidades de este hombre enamorado de la vida como si fuese siempre un adolescente en gestación de primaveras. Encuentros pautados y fortuitos. En plazas abiertas y peñas folklóricas, en su hogar santiaguino o en el refugio marino en Algarrobo. En la penumbra de un teatro o en un cul de sac en Bueras A nido de complicidades. En actividades culturales y políticas. En campaña electoral y en gestos solidarios, de los que fui yo mismo beneficiario, en los que se aplicó al detalle como un ente cariñoso y protector. Ya como presidente del Senado o cabeza del ejecutivo del gobierno de la Unidad Popular, durante sus primeros seis meses.
No sé porqué, pero una línea de simpatía personal cuajó desde el primer momento, al grado de insistir en que "pololeara" con su sobrina, bella, solidaria e inteligente, como me lo manifestó un sábado en la tarde en el jardín de su hogar, mientras jugaba con su hermoso perro Chagual. Pese a que ya ella mantenía amores con otro compañero de estudios con quien casó, y yo hacía lo propio con otra estudiante de sociología. Para mí, esta amiga siempre fue muy especial, una verdadera compañera con la cabeza poblada de sueños, dotada de un encanto singular. Buena estudiante, sistemática y romántica, un tanto protectora. Una mezcla de ingredientes que me fascinaban.
En esa oportunidad compartí la sobremesa con la familia Allende Bussi, que tenía como invitados a unos médicos cubanos. Ese día, Allende me convidó a acompañarlo en la noche junto a los cubanos y su familia a la Peña de los Parra, donde se presentaba lo mejor del folklore con contenido: Quilapayún, Víctor Jara, Patricio Mann, Ricardo Alarcón, Ángel e Isabel Parra, hijos de Violeta. Fue jornada grata, familiar, salpicada de buen vino tinto con canela, mate con malicia y sopaipillas, una suerte de hojuelas.
Ahora que septiembre vuelve, rememoro a este ser entrañable.