HBO, final de una serie y la Toscana
De allí saldrán los caldos que han dado a la zona una bien ganada fama, y la calificación de supertoscanos a unos vinos de buen cuerpo, sin garras que maltraten el paladar, de capacidad impresionante para envejecer en gracia creciente, diríamos, porque con los años ganan lo que ambicionamos los humanos: consistencia, suavidad y nobleza, sin perder, claro está, fortaleza.
Terminó este lunes la tercera temporada de una de las series más exitosas de HBO, Sucession, y los dos últimos capítulos acontecen en la Toscana italiana, tierra de paisajes portentosos y profusión de belleza en estribaciones montañosas que se roban y devuelven el horizonte, en pueblos amurallados que no esconden un pasado de grandeza, y en gente que ha aprendido a convertir cada día en motivo de alegría. Ars longa, vita brevis. La perfección como un arte pertenece allí a la naturaleza, y admirarla hasta sentirla es alargar la verdadera vida.
La familia Roy peregrina a Italia cargada de intrigas y rencillas para asistir a la boda de la madre divorciada que encuentra la redención emocional en un inglés de bolsillos cortos y ambiciones largas. Las distintas secuencias que incluyen el capítulo final fueron filmadas en Florencia, Bagno Vignoni, Chianciano Terme, Val d’Orcia, Montalcino, Argiano y Cortona. Cerca de Siena está Villa Cetinale, construida en el siglo XVII por el cardenal Flavio Chigi para el papa Alejandro VII. Es allí donde se desarrolla la mayoría de las escenas, un verdadero boccato di cardinale para quienes, como yo, la Toscana ocupa un lugar inolvidable en la historia personal. Con esos dos capítulos, uno atinadamente titulado Chiantishire, se desató un avispero de recuerdos, de los que no pican.
Cualquier punto de esa geografía del oeste italiano que muere en el mar de Liguria vale para iniciar un recorrido sin desperdicios, que se enriquecería sobremanera si se adiciona la Florencia eterna y su activo de arte, historia y edificaciones suntuosas, con sus palacios, museos, iglesias o el Ponte Vecchio legendario donde el oro no solo reluce en los escaparates de tiendas que han estado allá mucho antes que nosotros aquí. En el corazón de la tierra de los etruscos se redescubre la primavera, ya no de la vida mas igualmente plena, con aromas de yerbas finas y flores, aires frescos e impolutos, temperaturas templadas, agradables, y cielos de azul potente que no ensombrecen el sol radiante.
Sobre una colina a 334 metros sobre el nivel del mar se asienta San Gimignano, mi favorito y también de Franco Zefirelli que filmó allí varias de sus cintas (Té con Mussolini, la mejor), y uno de los pueblos más emblemáticos de la Toscana. Ya fue importante como punto obligado de reposo en la Vía Francígena que recorrían los peregrinos y comerciantes de la Edad Media. Un 8 de mayo, en el 1300, estuvo allí el gran Dante Alighieri, en función de embajador de la Liga Güelfa, aliada a la Iglesia y al papa, la cual controlaba Florencia.
Pese a los remiendos urbanísticos, resulta fácil columbrar al verdadero San Gimignano de belleza imperturbable, pétrea, ventanales discretos y al incomparable Domo o Colegiata de la Asunción de María en la plaza homónima. Al abrazo de la oscuridad nocturna, internarse en el tinglado de callejuelas apenas iluminadas enciende la imaginación y permite ver caballeros del Medioevo, poco importa si güelfos o gibelinos, y animación en El juicio final, el fresco de Taddeo di Bartollo que adorna la parte superior de la nave central del imponente templo.
Ese San Gimignano sin perifollos se aprecia mejor posmeridiano, cuando se ha marchado la horda de visitantes y a distancia, con las tres torres de sus iglesias más importantes iluminadas, sus murallas de acorazado al descubierto gracias a unos focos que las arrancan de las penumbras sin perturbar ese pasado glorioso de defensa de una civilización que ha dejado un legado artístico de incomparable riqueza. Hay mucha verdad, si esta vez la definimos como paz y serenidad, en cada amanecer en los campos y prados de la Toscana, en ese rocío que se posó sin aviso en la yerba y arbustos escapados del crudo invierno, en el trino de aves que no es necesario ver para adivinarlas hermosas, y en ese aire cortante que refresca la prometedora mañana en ciernes.
Ejercitar el cuerpo y la mente en una caminata a paso redoblado entre pendientes que ocupan las vides bien cuidadas, en hileras de verde que remontan hasta donde llega el ojo, es un toque suave al espíritu. De allí saldrán los caldos que han dado a la zona una bien ganada fama, y la calificación de supertoscanos a unos vinos de buen cuerpo, sin garras que maltraten el paladar, de capacidad impresionante para envejecer en gracia creciente, diríamos, porque con los años ganan lo que ambicionamos los humanos: consistencia, suavidad y nobleza, sin perder, claro está, fortaleza. Dicen que esos vinos, que alcanzan su máxima expresión en la zona de Chianti y en Montalcino, definen la Toscana: tradición arraigada sin merma del espíritu de renovación que requieren estos tiempos de globalización, competencia y pandemia. Tignanello, Sassicaia, Chianti Classico, Brunello y Rosso di Montalcino, Vino Nobile di Montepulciano… todo un catálogo de excelentes tintos, arrebatadores, personales, de taninos hercúleos, esplendorosos. En el norte rige la variedad de uva nebbiolo, por la niebla que puebla esos parajes en las horas tempranas del invierno y el otoño; el sur pertenece a la sangiovese, nativa de la zona y como esta, muy productiva. El origen latino de su nombre adelanta lo que nos espera en cada sorbo: sanguis Jovis, la sangre de Júpiter.
Si de autenticidad se trata, Volterra sobresale como la joya real de la arquitectura de la Edad Media. La mano del hombre moderno apenas toca sus apretadas callejuelas, palacetes y torres. Pasearse por el centro histórico, sin apremios ni brújula, ayuda a entender por qué se la considera un santuario viviente que abarca en apretada síntesis períodos importantes de su ayer: etrusco, romano, medieval, renacentista. Era la ciudad del alabastro, y aún hay artesanos que trabajan esa piedra distintiva de la riqueza que una vez atesoraba esta especie de ciudadela con siete kilómetros de murallas aparentemente impenetrables.
Hacia el norte yace Lucca, medio escondida detrás de la Puerta de Santa María que franquea la antigua fortificación de ladrillos rojo-rosados, muy bien conservada, y cede el paso a calles empedradas que conducen a la Piazza di Mercato, cuya redondez delata que en una época albergó el Anfiteatro Romano construido en el siglo II.
En la plaza pública abundan las terrazas para tomar un buen espresso o reponer energías. Y, sobre todo, dar tiempo a los ojos del alma para que absorban la hermosura del entorno, las ventanas rematadas con flores y los edificios que dan forma oval al espacio abierto. Carpe diem, tiempo para más deleite, esta vez con la fachada de la iglesia de San Pietro Somaldi, su campanario lateral imponente y portada de doble galería de arquerías. Pero la joya de Lucca es la iglesia de San Michele, también de estilo románico, en el antiguo foro. La fachada se eleva airosa y en el pináculo, San Miguel se bate triunfante con el dragón, con varios ángeles contemplando la proeza.
Como si Lucca, San Gimignano, y Volterra no bastasen, Radda in Chianti, al igual que las dos últimas ciudades en la provincia de Siena, se ofrece sin regateos al visitante que osa acometer la carretera estrecha y zigzagueante. Otra ciudad atrapada entre muros, auténtica, amigable y cálida, desde donde se aprecia la exuberancia del paisaje toscano. “Baco disipa las penas que nos desasosiegan”, y del vino de la zona, decanto el rojo del Castello di Monterinaldi, un Chianti, classico por supuesto, como el poeta Horacio.
Sí, tenía razón Hipócrates al advertir como médico sobre la brevedad de la vida; y como filósofo, cuán largo resulta el camino de la perfección. La cátedra hipocrática fracasa en impregnar la cultura resultante de la multimillonaria fortuna de la familia Roy, cuyo epítome maquiavélico, de no haber otra temporada, concluye en la Toscana. El griego olvidó amonestarnos sobre la tentación de apresurarnos, como razón válida para disfrutar al máximo. Craso error al que también sucumben los protagonistas de Sucession: la prisa roba placidez a la vida. Para vivirla en esa dimensión en la que confluyen substancia y materia, está la Toscana.