Los esbirros trujillistas y la banalización del mal
La era de Trujillo tiene también su literatura de redención, pero más que de catarsis algunas de esas obras encierran, además de cierta nostalgia protegida por el tiempo que ha pasado desde el 30 de mayo de 1961 hasta hoy, la banalización del mal, como lo entiende la filósofa alemana Arendt.
Hannah Arendt considera en Los orígenes del totalitarismo que los esbirros ejecutan su acción porque banalizan el mal al argüir que lo que los asesinatos y torturas los habían realizado “cumpliendo órdenes” sin pensar si esas órdenes estaban o no acordes con el principio fundamental del respeto a la vida e integridad humanas.
Por otra parte, “catarsis” es una palabra de origen griego que significa purga, purificación y, entre otras acepciones, se destaca aquella que constituye la “eliminación de recuerdos que perturban la conciencia o el equilibrio nervioso”. Así lo entendía Jean-Jacques Rousseau cuando publicó, a finales del siglo XVIII, sus Confesiones. El famoso pensador suizo arregló cuentas con su pasado y con él mismo. Su infancia y juventud fueron una suerte de análisis freudiano avant la lettre. Después de Rousseau la escritura como catarsis es una manera de liberar los recuerdos que perturban la conciencia. De los altos dirigentes nazis procesados en Nuremberg en 1945, sólo el arquitecto Albert Speer reconoció su culpabilidad durante el III Reich; y trató de liberarse con varias obras entre las que figuran, La inmoralidad del poder y En el corazón del III Reich.
En la Unión Soviética hubo también los que se “limpiaron” con obras sobre los horrores del régimen de Stalin. Por lo general la bibliografía catártica de exfuncionarios de regímenes totalitarios es voluminosa.
La era de Trujillo tiene también su literatura de redención, pero más que de catarsis algunas de esas obras encierran, además de cierta nostalgia protegida por el tiempo que ha pasado desde el 30 de mayo de 1961 hasta hoy, la banalización del mal, como lo entiende la filósofa alemana Arendt.
En Europa hubo que legislar para que los crímenes de Hitler y comparsa no prescribieran. En República Dominicana se ha interpretado que casi 50 años son más que suficientes para que los exfuncionarios, amigos y colaboradores de Trujillo y su familia puedan ejercer el derecho a expresarse sin correr el riesgo de ser perseguidos. Amparados por esa impunidad que les ha otorgado el tiempo no hacen una catarsis con sus obras, no se preguntan cómo pudieron trabajar durante tantos años en una de las dictaduras más horrorosas del Caribe y tal vez del mundo, porque los métodos no tienen nada que envidiarle a los utilizados en regímenes totalitarios, verbigracia Hitler, Stalin, y gobiernos tiránicos como el de Franco en España, el de Pinochet en Chile y la cruel y devastadora dictadura argentina de 1976-83.
La reconocida filósofa alemana Hannah Arendt, enviada por The New Yorker a Jerusalén para cubrir el juicio que se le seguía por crímenes de guerra a Adolf Eichmann encontró una explicación a la respuesta del acusado en cuanto a su responsabilidad en la muerte de miles de judíos asesinados bajo sus órdenes al decir que “sólo cumplía órdenes superiores” y bajo esta respuesta se despojaba de toda responsabilidad. Arendt calificó la actitud del acusado como “la banalización del mal”.
En República Dominicana muchos esbirros del trujillismo han publicado obras en las que narran hechos de sangre del régimen: la muerte de las Mirabal en 1960, por ejemplo, en que Peña Rivera, jefe del comando que asesinó a tres mujeres indefensas, no asume su responsabilidad; José Luis León Estévez va mucho más lejos y atribuye sólo a Ramfis el asesinato de los implicados en el tiranicidio poco antes de su salida del país el 19 de noviembre de 1961.
Desde el 49 aniversario de la muerte de Trujillo hasta la mañana de hoy, muchos de los colaboradores (cercanos y lejanos) del régimen han invadido el mercado literario con obras de toda índole. En ella se cuentan anécdotas “graciosas” sobre el comportamiento del dictador que más que generar repugnancia obtienen una sonrisa del lector. Se reproducen episodios como el del secuestro y asesinato de Galíndez, la muerte de Almoina en México o el ya citado horrendo asesinato de las Mirabal; siempre se trata de relatos de segunda mano, que le contaron algunos de los autores, ya fallecidos, de esos crímenes poco después haber “obedecido órdenes”. Hay incluso los que fueron testigos de las torturas y asesinatos de los ajusticiadores del tirano.
Hablan hoy, cinco décadas después. No cuestionan su responsabilidad en un engranaje en el que hasta esos mismos colaboradores estaban en peligro —verbigracia, Ramón Marrero Aristy. Los servicios represivos de Trujillo, por ejemplo, no podían funcionar si la economía funcionaba mal, si las relaciones exteriores eran malas, si la justicia no obedecía a los mandatos del jefe. No era posible que la dictadura funcionara únicamente apoyada en los sectores represivos. La dictadura permaneció durante 31 años porque tuvo buenos colaboradores. Esos que hoy cuentan sus vivencias junto al dictador, pero no hay condena ni arrepentimiento. Se trata de una justificación, de una banalización del mal que, además, resulta rentable.
En la voluminosa bibliografía de los funcionarios de Trujillo no hay catarsis. Pueden criticar al régimen, reconocer que Trujillo ha sido uno de los hombres más perversos, criminales y nefastos que haya conocido la historia dominicana, la del Caribe e incluso de América, pero ninguno ha hecho un mea culpa sobre su colaboración con un régimen criminal. De sus obras se desprende más bien cierta banalización del mal como lo entiende Hannah Arendt.