Cuando el espejo nos habla
Las nuevas generaciones buscarán gente que se parezca a ellas y, claro, en un país donde más de la mitad tiene menos de treinta y cinco años sus preferencias determinarán esas tendencias. De algo sí estoy seguro y es de que los liderazgos narcisistas caducaron.
Aparte de mi conciencia, solo reconozco tres expresiones puras de sinceridad: la mirada de mi madre, la muerte y el espejo. He improvisado miles de sutilezas frente a mamá para ocultarle mis ánimos y dudas, pero nunca acierto. Con una simple ojeada ella desentraña mis culpas más hondas. Me intuye, me calca, me absorbe. Si engañarla es pretencioso; maquillarle la verdad es ocioso. La razón es que su mirada desarma todo argumento con igual mando que con el que lo hace la muerte. Sí, la muerte, ese misterioso patíbulo donde desarropamos nuestras suficiencias, quedando desnudos, sin estribos ni cimientos y atados de la nada a la nada. ¿Quién puede ocultarle la vida a la muerte? Es como esconder la cara frente a un espejo.
Pero el espejo es otra conciencia, esa que nos confronta con nuestra imagen: una construcción muchas veces postiza para vernos como los demás quieren. El espejo es un mudo confidente de lo que presumimos, pero también un testigo hostil de lo que somos. Miguel Ángel Asturias escribió: “Los espejos son como la conciencia. Uno se ve allí como es, y como no es, pues quien se ve en lo profundo del espejo trata de disimular sus fealdades y arreglarlas para parecer a gusto”. El espejo nos mira con hiriente verdad y descubre en un instante lo que queremos cubrir toda una vida. Nos conoce tanto que nos insulta con nuestra propia arrogancia o complejos, confirmando o anulando nuestras razones. Me mueve a risa esta pretensión de Jean Cocteau: “Los espejos deberían reflexionar un poco antes de devolver las imágenes”.
En estos días en que en la granja política se ha desatado un cacareo de aspiraciones febriles (treinta y tres prospectos a nueve meses de las elecciones) me he cuestionado sobre la utilidad del espejo. La pregunta obligada es ¿y se han visto? Sí, lo sé, muchos me acusarán de elitista. Créanme que no es mi intención. Quienes me leen saben que he abogado por una desmitificación del poder. Mi juicio nace de otras convicciones: pienso que como hemos acarreado pesadamente una historia de liderazgos patológicos es tiempo de innovar en la búsqueda de otros referentes. Los modelos cambian y parece que nos anocheció a la sombra de mitos agotados que no admiten más reciclajes. Y no me refiero a nombres; hablo de patrones.
Las nuevas generaciones buscarán gente que se parezca a ellas y, claro, en un país donde más de la mitad tiene menos de treinta y cinco años sus preferencias determinarán esas tendencias. De algo sí estoy seguro y es de que los liderazgos narcisistas caducaron. Llamo así a los que se inspiraron en sí mismos para imponerse como patrón insustituible de referencia y dominio. Los que ven el poder desde los regios balcones de sus egos. La historia dominicana se ha zurcido con esos delirios. Padecimos las ambiciones de Santana, las alucinaciones de Báez, los resentimientos de Lilís, las truculencias de Trujillo, el maquiavelismo de Balaguer, la intemperancia de Mejía, la egolatría de Fernández y la mitomanía de Medina. Todos se creyeron, en matices distintos, irremplazables por la apreciación quimérica que tenían de sí. El poder en mentes quebradizas enferma de muerte. Todavía deambulan cadáveres ingrávidos pretendiéndole con la misma apetencia que el toxicómano a su polvo. Se convirtieron en reos de sordas adicciones. Nunca los años fueron suficientes para confirmar que no había otros que pudieron hacerlo mejor. Si la mayoría de los que hoy aspiran eluden la mirada luminosa del espejo con miedo a confrontarse con sus insolvencias, los narcisistas de ayer aún más, con temor a admitir que además de ellos existían sus imágenes.
Creo que en la política se necesita una galería de espejos para que cada quien se mire tal como es antes de que los espejismos del poder deformen esa prístina imagen; para que se acostumbren a dar la cara y asuman responsablemente las consecuencias de sus omisiones; para que obren en transparencia y a pleno sol de sus conciencias sin más reservas que las que demanda la privacidad. Pero también los gobernados necesitan verse en un gran espejo con láminas de “historia” para contemplar en su pornográfica desnudez el relato de su apatía y para que confirmen su complicidad carnal con el mismo sistema que los sodomiza.
No es suficiente sangre nueva para contenerle el paso a rivales en una lucha fiera de liderazgos decadentes. No se trata de estirpe o de edad. Nuestro problema no es biológico: es conceptual. Atiende a ideas, visiones, formaciones y compromisos nuevos. Hay jóvenes políticamente viejos, malformados al amparo de liderazgos distópicos.
El reto social es hacer el tránsito de una visión subjetivista de la política basada en el “quién” por otra objetivista fundada en el “cómo”. Nos falta dar ese gran salto para pasar a dimensiones más evolucionadas de pensamiento. Mientras tal cuadro se mantenga incólume, la política no dejará de ser una crónica farandulera de sus actores: la lucha de sus ambiciones, la confrontación de sus méritos (más pretendidos que reales), el barato duelo de sus egos. Por eso, abordar la política a niveles tan básicos no es más que conocer y hablar de políticos. Pero ese cambio nunca podrá prender mientras todos se crean presidenciables, mientras la premisa para abordar cualquier alianza sea quién va a ser el candidato. No llegaremos si no armamos construcciones de concertación basadas en planes antes que en la gente. El reto no es sangre nueva; es nación nueva a partir de visiones nuevas. Tenemos que volver a los espejos de la historia para quitar de sus calzadas la piedra de tantos tropiezos. De lo contrario, cambiarán los nombres y los estilos, pero quedará el mismo tirano creyéndose el único altar de devociones.