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Lo que no les perdonamos a los gobiernos

Luis Abinader frente al reto de ser recordado como el gran reformador de la República Dominicana

Cuando hace algo más de veinte años se hablaba de confianza en América Latina, había que referirse a Chile, Uruguay, Costa Rica y, con ciertas reservas, a México y Argentina. El resto era un cuadro disperso de naciones sometidas a fuertes contingencias sociales, económicas o políticas. Hoy tres países han engrosado esa lista: República Dominicana, Panamá y Colombia. Figuramos en el top ten de las naciones más seguras y estables de la región (Índice Global de Paz, 2024/Political Stability index, The Global Economy, 2024).

Ese clima de seguridad ha tenido inevitables traducciones económicas: nos convertimos en el líder de Centroamérica y el Caribe en captación de inversión extranjera directa –IED- y encabezamos el crecimiento económico latinoamericano. triplicando el promedio regional en las últimas dos décadas con una media de crecimiento del PIB de un 4.9 % en los últimos cincuenta años.  Somos, después de México, el país de mayor recepción de turistas en América Latina.  

República Dominicana está de moda. Hasta hace poco, Rusia decidió establecer su embajada en el país y los mercados emergentes asiáticos –Vietnam, Corea y Taiwán– exploran o acrecientan sus negocios con la nación caribeña.   En contextos financieros mundiales se admira la pujanza de nuestra economía. Standard & Poor's ha elevado la nota soberana del país de "BB-" a "BB", una calificación histórica. Hemos mejorado la imagen como nación que hace esfuerzos para fortalecer su institucionalidad. Para referirse a la economía del país, publicaciones académicas usan términos como miracle, lighthouse o paradise.

Claro, las comparaciones no son buenas consejeras, pero nos ayudan a contextualizar. Y, sin aferrarnos a un "consuelo de tontos", es tiempo de que aceptemos que estamos mejor que antes y aun más que un buen resto de América Latina. Obvio, con ello no se alude a la obra particular de un Gobierno; se trata de una consolidación de logros de distintos timbres que comenzó desde que nuestra democracia, aún frágil, se decantó por la estabilidad después de la crisis electoral de 1994. Quiérase o no, hemos avanzado con escasas interrupciones. 

No tenemos la violencia organizada de México y Colombia, ni los levantamientos de Ecuador y Bolivia, ni los totalitarismos de Venezuela, Nicaragua y Cuba, ni las desigualdades estructurales de Chile, Bolivia y Honduras, ni las quiebras virtuales –bankruptcy– de Venezuela, Argentina y Puerto Rico, ni las tensiones sociales de Ecuador, Perú, Brasil y Bolivia, ni la narcoinsurgencia de México y Colombia. No hay riesgos inminentes de fermentos populistas ni brotes de insurrecciones armadas, tampoco asomo de cambios desestabilizadores.  

Y es que entramos a un ciclo de "democracia aburrida", lo que, según autores, se revela cuando la democracia opera de forma orgánica y con rendimientos estándares. En ella las instituciones funcionan, los actores desempeñan sus roles y los procesos pasan con normalidad. Es, en general, un sistema dominado por procedimientos, patrones y certezas que no dan lugar a mayores alteraciones. 

La estabilidad política, sin embargo, no es un fin per se; es un ambiente que propicia las condiciones para fortalecer la democracia. La democracia es más que ausencia de crisis; es un constructo que resulta básicamente de la operatividad de sus instituciones. De manera que, lejos de cobijarnos con la certidumbre de la seguridad, el reto es aprovechar la estabilidad para optimizar la democracia. Al final, la mejor prueba que puede pasar un sistema de convivencia social es la de demostrar que puede retribuir las inversiones existenciales que sus miembros hacen en él. Todavía la democracia dominicana es una deudora morosa de esas compensaciones.

Esa estabilidad es precaria y puede perderse; lo que la hace insostenible son los retrasos en los cambios por inacción del liderazgo político y social. Los últimos tres presidentes tuvieron la oportunidad de reelegirse, lo que significa que sus gestiones contaron con la aprobación mayoritaria de la nación y sus partidos tuvieron el control del Congreso, mas no aprovecharon esa circunstancia para promover reformas estructurales que fortificaran el sistema, redujeran las desigualdades o generaran bienestar

Le temieron al riesgo político o a perder popularidad. Prefirieron endeudar al Estado antes que aumentar sus recaudaciones, subsidiar la quiebra de las distribuidoras eléctricas y mantener la distorsiones en la generación antes que enfrentar al statu quo, dejar el sistema de seguridad social con los vacíos e inequidades que tiene, y asumir reformas constitucionales pálidas u oportunistas antes que reformar racionalmente la organización del Estado, entre otras oportunidades. De esta manera los cambios han sido fragmentarios, episódicos y casuísticos, motivados, la mayoría de veces, por apremios o coyunturas.

De esta manera, no le perdonamos a Luis Abinader, que vino avalado por las expectativas más altas y quien ha dicho de sí que quiere ser recordado como el "gran reformador", que no asuma reformas cruciales que ya envejecen. No será recordado como tal si no toma al toro por los cuernos. Sería políticamente imperdonable terminar una historia de gobierno con un proyecto de Código Penal atascado por casi tres décadas en el Congreso, sin un ensayo de concertación de amplia base para modificar el sistema de seguridad social, el sector eléctrico, robustecer el sistema educativo y sin retomar una reforma fiscal  sistémica que afirme la equidad contributiva, simplifique la base impositiva, elimine las torsiones, fortalezca la fiscalización, amplíe la base de contribuyentes, desaliente la evasión y establezca controles al gasto público.

La pregunta es tan simple como incomprendida: ¿Puede el Estado dominicano sustentar proyectos de inversión pública con un gasto de capital que no alcanza ni el 15 % del presupuesto?  Luis Abinader sabe mejor que nadie la respuesta, así que insistimos: ¿Seguirá el Gobierno prescindiendo de la reforma fiscal? ¿Continuará dependiendo de los préstamos bajo la artificiosa premisa de su reducción con relación al PIB? Creo que, de seguir así, la memoria que puede construir Luis Abinader es la de ser el presidente que promovió el mayor endeudamiento del Estado dominicano, un legado para nada honroso.  

Es tiempo de que aceptemos que estamos mejor que antes y aun más que un buen resto de América Latina. Obvio, con ello no se alude a la obra particular de un Gobierno; se trata de una consolidación de logros de distintos timbres que comenzó desde que nuestra democracia, aún frágil, se decantó por la estabilidad después de la crisis electoral de 1994. Quiérase o no, hemos avanzado con escasas interrupciones.

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Abogado, ensayista, académico, editor.

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