De Obama a Trump: Crisis de identidad en EE.UU.
Cuando el tribalismo reemplaza el diálogo
A lo largo de mis columnas, he reflexionado sobre cómo el fundamentalismo moral puede dividir profundamente la vida pública, separando a la sociedad en rígidas categorías de "buenos" y "malos", fragmentando comunidades y erosionando el tejido social.
Para entender la política estadounidense actual, es útil recordar la famosa novela del escritor Robert Louis Stevenson, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Esta obra clásica de la literatura inglesa explora la lucha entre las facetas de una misma identidad, dividida entre lo aceptable y lo reprimido, lo civilizado y lo salvaje. Figuras como Barack Obama y Donald Trump representan esta dualidad en la psique colectiva de Estados Unidos. Obama simboliza la imagen idealizada de inclusión y progreso —el "Dr. Jekyll" de la nación—, mientras que Trump encarna lo reprimido, el desafío a las normas y la falta de corrección política, funcionando como un "Mr. Hyde" colectivo.
Este conflicto recuerda el enfrentamiento entre Andrew Jackson y John Quincy Adams en el siglo XIX, donde Jackson, al igual que Trump, decía representar sectores marginados, rechazando las élites y la corrección política en defensa de valores tradicionales. Obama, en cambio, evoca a Quincy Adams, líder de una élite intelectual y progresista que buscaba una visión de EE. UU. centrada en la inclusión y la diplomacia, pero desconectada para muchos de los valores tradicionales del país.
Primero, la Cena de Corresponsales de la Casa Blanca de 2011 ejemplifica esta dinámica. En esa ocasión, Obama, en su papel como presidente de EE. UU. y anfitrión en la Casa Blanca, asumió una actitud de Dr. Jekyll en control, utilizando el humor para burlarse de Trump y de sus cuestionamientos sobre el lugar de nacimiento del presidente. Ante una audiencia en la que Trump, su invitado, estaba presente, Obama pronunció frases irónicas sobre las teorías conspirativas promovidas por Trump y mostró imágenes satíricas de la Casa Blanca redecorada al estilo ostentoso de Trump. Esta escena marcó profundamente a ambos: Trump se sintió humillado públicamente, lo que, según algunos, fue un catalizador para su entrada a la política presidencial. Como señaló Fareed Zakaria, este uso del humor actuó como una herramienta divisiva que exacerbó tensiones latentes, plantando una semilla de resentimiento en Trump y profundizando una división ya presente en la sociedad estadounidense.
Cada grupo percibe al otro como una amenaza para su visión del país, intensificando una polarización que, sin duda, erosiona los pilares de la cohesión nacional.
Segundo, la política identitaria en EE. UU. ha dado paso a un tipo de fundamentalismo que promueve una pureza ideológica y deja poco espacio para el disenso o el intercambio de ideas. Es un retroceso hacia divisiones tribales que amenazan con socavar los esfuerzos por construir una nación inclusiva y unida. Como señala Jonathan Haidt, estas divisiones están profundamente ligadas a los valores morales de cada grupo que, al radicalizarse, ven a sus oponentes como moralmente equivocados, profundizando el tribalismo moderno.
Trump y Obama, aunque individuos, se han convertido en símbolos de dos modelos de identidad nacional en pugna. Esta confrontación de visiones no es solo una cuestión de estilos o políticas, sino de valores y creencias fundamentales sobre lo que representa Estados Unidos.
Siguiendo el pensamiento de Carl Gustav Jung, toda sociedad (y todo individuo) tiene una "sombra", la cual no es negativa en sí misma, sino que representa un conjunto de deseos, impulsos y características reprimidas que, al no encajar con su ideal, son ignorados o rechazados. En Estados Unidos, Donald Trump parece encarnar esa "sombra" colectiva: todo aquello que la narrativa pública considera incorrecto, pero que, sin embargo, encuentra eco en amplios sectores de la sociedad. Este "Mr. Hyde" colectivo es la respuesta de una nación que reprime aspectos de sí misma y los proyecta en figuras polarizadoras.
Para muchos, Obama representa la imagen de un Estados Unidos comprometido con la justicia y la igualdad, una imagen que busca proyectarse al mundo. Al polarizar esta representación, se produce una lucha de identidades que va mucho más allá de las personalidades. Trump y Obama se convierten en proyecciones de deseos, aspiraciones y temores profundos de la psique estadounidense. Esta polarización tan marcada hace que la reconciliación entre estos aspectos de la identidad nacional sea no solo difícil, sino urgente.
Mientras algunos sectores consideran que la cultura "woke" y de cancelación son formas necesarias de exigir responsabilidad social y justicia histórica, otros ven estas tendencias como una amenaza a la libertad de expresión y al debate abierto, valores fundamentales de cualquier democracia. Esta tensión es otro reflejo de la lucha por definir qué representa EE. UU. y cómo se reconcilian los valores de justicia y libertad en un mismo espacio democrático.
Además, la creciente desconfianza en las instituciones —desde los medios de comunicación hasta el sistema judicial y el legislativo— alimenta esta polarización. Las redes sociales, por su parte, amplifican estas divisiones mediante "cámaras de eco" que refuerzan los puntos de vista extremos y dificultan el diálogo. Esta falta de confianza en las estructuras fundamentales de la sociedad estadounidense contribuye a la percepción de que el país está en una crisis de identidad profunda.
Tercero, George Lakoff, en su estudio sobre política y moral, argumenta que estas posturas políticas tienen raíces profundas en marcos de pensamiento casi opuestos, que impiden a menudo el diálogo. Donald Trump representa un marco de "valores estrictos" que desafía las normas establecidas y apela a una identidad de autonomía y fuerza, mientras Obama simboliza el marco de "valores de cuidado" en EE. UU., promoviendo ideales de inclusión y diplomacia. Estos marcos de pensamiento, de acuerdo con Lakoff, hacen difícil que ambos sectores comprendan o integren los valores del otro, generando una polarización tan fuerte que se vuelve urgente la reconciliación entre estos aspectos de la identidad nacional.
Como Haidt señala, cuando lo moral se radicaliza, se pierde el disenso constructivo y se fortalecen los prejuicios entre grupos. Integrar estos elementos no significa aceptarlos sin crítica, sino reconocerlos como parte de una identidad compleja y plural. Esta integración permitiría canalizar las frustraciones, miedos y deseos de sectores de la población que se han sentido marginados del relato nacional. Solo reconociendo plenamente su diversidad interna, EE. UU. podrá reducir su polarización y avanzar hacia una cohesión más sólida y auténtica.
Crisis de Identidad y Existencial
La crisis de identidad que enfrenta EE. UU. es solo una cara de un conflicto aún más profundo: la crisis existencial de la nación, un tema que abordé en mi artículo anterior. Esta crisis existencial plantea preguntas fundamentales sobre el propósito y dirección de EE. UU. en el mundo actual.
Superar esta polarización exige autocrítica y reconciliación, permitiendo a EE. UU. abrazar tanto las aspiraciones idealistas de justicia como las inquietudes más viscerales de sus ciudadanos. Este ejercicio de reconciliación es la única vía para transformar su crisis existencial en una oportunidad de renovación nacional. Solo así, EE. UU. podrá redefinir su liderazgo en el escenario global, cohesionado y en paz con su diversidad interna.