La lenta muerte de las letras
Reflexiones sobre la quiebra de la lectura en la era digital
A principios del siglo era reconfortante que en una plaza hubiera espacio para una librería. Entonces Thesaurus abría sus puertas en Santiago. Un catálogo de best sellers surtía sus mostradores balanceando la oferta del centro comercial. Sorber un capuchino en el pequeño café era una vivencia no solo de urbes europeas. Leer un libro en el recogido Thesaurus insuflaba un donoso aire parisino. Con el tiempo, la librería se fue achicando y se le añadían mesas al café. Hoy, cuando usted visite la Plaza Internacional en Santiago, podrá pedir una ensalada Waldorf en un café sin libros.
Librería Cuesta, otro reducto del ocaso editorial, libra una callada resistencia. Antes, tenía dos pisos. Hoy usa uno y con un inventario ostensiblemente menguado. No dudo de que en pocos años las góndolas del supermercado se apropien de su espacio y las obras de Maggie O'Farrell, Tatiana Tibuleac o Colson Whitehead sean suplantadas por frascos de condimentos, yogures o cervezas.
Hace algunas semanas un amigo todavía joven me remite un texto por WhatsApp agradeciendo el envío de un artículo publicado en un diario español que antes le había prometido (de 660 caracteres/4 minutos de lectura). Lo indiscreto de la nota es que no solo destacaba el agrado por el detalle, también ¡por haberlo leído completo! Era acometer una proeza cuya ejecución le apremiaba anunciarme. No lo culpo; apenas es muestra de una tendencia dominante.
La lectura está en quiebra. Zozobra como náufrago en las turbulencias emocionales del siglo. Y es que, entre las generaciones digitales, los libros son piezas de consumo selectivo cuya lectura se hace mayoritariamente por asignación curricular o por esnobismo cultural.
Las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) no solo han saturado con sus contenidos el ecosistema digital, también han masificado la sensorialidad audiovisual. La lectura pierde así interés por responder a códigos propios de conexión psicoemocional. La estimulación audiovisual es más persuasiva para una sociedad de rendimientos primarios que la propensión por engrandecer el espíritu a través de la lectura convencional.
El lenguaje de las redes, inmediato, breve y oral, es de asimilación básica. No requiere de mayores capacidades para asimilarlo. Sus contenidos son ligeros, simples y empíricos. La lectura, en cambio, por requerir dotaciones más estructuradas, supone hoy en día un franco desaprendizaje de esos formatos digitales.
Ciertamente se trata de experiencias distintas; el problema es que la hegemonía de las redes ha impuesto sus patrones con preferencia por lo rápido, fácil y consumible, disposiciones que no siempre son consistentes con un hábito dilatado de lectura. Pese a que el lenguaje audiovisual armoniza recursos lingüísticos, sonido e imágenes en movimiento (planos, posiciones y desplazamientos), el literario es más rico: construye la imaginación, alienta la abstracción, mejora la comunicación oral y escrita, potencia la atención y enriquece la cultura.
La cuestión es compleja y nace en un agotamiento de viejos modelos educativos. Los procesos de enseñanza no fomentan el pensamiento crítico ni la cognición interpretativa. Tampoco inducen a la lectura metódica o investigativa como herramienta de comprensión de la realidad. El hogar ha sido también un espacio tradicional para el estímulo y desarrollo de la lectura como rutina. Ralph Staiger apuntaba que "los modelos de lectura de una familia, los materiales disponibles y la actitud familiar pueden constituir las bases del mejor hábito de la lectura". Ese entorno se ha perdido o se ha disgregado, en una sociedad donde crecen las familias monoparentales.
En un mundo cada vez más sensorial, ágrafo y de consumo fast se explica la urgencia por lo rápido, cómodo y mínimo. Nada de códigos complejos de comprensión. Todo lo necesario está en la internet y la IA procesa, ordena y hasta ¡lo hace! Pero, si hay que presumir de haber leído, la solución también está a la mano con Winser, Resoomer, Imprint, Uptime, Bukrid, Blinkist, Mindvalley y cientos, todas aplicaciones de resúmenes de libros, verdaderas microondas del conocimiento procesado, porque parece que hoy la vida no alcanza para leer un libro completo, pero sobra para promover una imagen personal culta. ¿Y qué decir de la clásica "lectura recomendada" ilustrada con fotos de una pila de libros en Instagram o X? Bruno Beristain, viejo amigo uruguayo, siempre dice que "los libros no son para fotografiarlos sino para leerlos" y que "verdaderos hábitos no se mercadean, se viven".
Y que nadie se crea el cuento de que ha habido una migración a los libros digitales. La República Dominicana no aparece en los principales índices globales de lectura ni tiene una demanda relevante en la compra por internet. ¡Sencillamente no leemos!
Una sociedad joven con un 53 % de su población por debajo de los 35 años sin lectura sustantiva/crítica es una visión catastrófica de futuro. Pero ¡qué va!, para el "paradigma del éxito" que hoy orienta y soporta la expectativa social mayoritaria (dominican dream) la cultura no sirve para mucho. Total, ¿cuántas fortunas de primera generación se han construido sin un poema de Walt Whitman o sin saber que para Fukuyama la historia terminó?
Y si el problema es solazar espiritualmente la rutina, bastaría con la filosofía empírica de los influencers en una antojadiza redefinición del comunicador (para que quepa en ella todo el que se lo crea) y, obvio, los fragmentos iluminados de Coelho o Jodorowsky como antología de la sabiduría de las redes. Recuerdo al filósofo cristiano Gilbert Keith Chesterton: "La mediocridad, posiblemente, consiste en estar delante de la grandeza y no darse cuenta". Los libros están ahí...
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