La municipal, reforma en busca de padrinos
El poder central y la crítica situación de los ayuntamientos
Hace treinta años, en septiembre de 1994, se celebró un Foro coordinado por la Fundación Siglo 21, que produjo la “Declaración de Santiago sobre la Reforma Municipal”, acogida por el Congreso Municipal convocado en Santo Domingo ese mismo año.
Muchas de las recomendaciones contenidas en dicha declaración fueron introducidas en la ley 176-07 sobre el régimen municipal.
Otras permanecen aún sin ser atendidas, como por ejemplo la de que un 10% de los ingresos corrientes del gobierno central sean transferidos a los ayuntamientos, en atención estricta a la proporción de habitantes que acrediten. Y que progresivamente pasen a manejar no menos de un 15%.
Se está muy lejos de alcanzar esas proporciones, a pesar de que los ayuntamientos, por su cercanía con la población demandante de servicios, están en mejores condiciones que la administración nacional de satisfacer las demandas de los munícipes.
El presupuesto de la nación para 2024 contempla transferencias a los municipios por el monto de tan solo el 2.3% de los ingresos corrientes del gobierno central, lo que equivale a apenas el 0.3% del PIB, cifras magras que dejan a los ayuntamientos en situación precaria.
Hay quienes dicen que los cabildos no cuentan con los controles ni la experticia para manejar cantidades mayores de recursos y asumir nuevas responsabilidades. Obvian que nada impide que fortalezcan sus capacidades gerenciales, administrativas y de control financiero, a la par que se produce el traspaso de responsabilidades.
El ámbito municipal apenas es un eco dependiente de las decisiones de las esferas nacionales, condenado a esperar la llegada del precario situado que riega las arterias de la municipalidad; con funciones recortadas, recursos limitados.
Paralelo a la orfandad económica en que se le mantiene, se ha construido la historia de que el liderazgo municipal carece de relevancia. Lo cierto es que no se le deja emerger: el Estado dominicano es un enorme elefante que absorbe casi todas las funciones y deja huecas a las instituciones.
La omnipotencia del presidencialismo se impone hasta en los detalles nimios, bloquea cualquier intento por descentralizar funciones y recursos, estimula con lascivia los efluvios embriagadores en los que se asienta el poder, hasta ablandar la voluntad y llevar al convencimiento de que aquellos pocos elegidos son instrumentos del destino y tienen el deber de intentar permanecer en el poder, aun a costa de retorcer los mecanismo de elección presidencial.
Este es uno de los asuntos que con buen tino y desprendimiento el presidente Luis Abinader quiere dejar resuelto, creando normas, pétreas o no, que dificulten que se repita el juego de modificar las reglas de elección presidencial para provecho propio.
En ese sentido, cerrar los intentos de ser elegido presidente de la República por más de dos ocasiones, requiere que simultáneamente se abran espacios favorables para el surgimiento de líderes que asuman el relevo.
De ahí la conveniencia de apoyar que emerjan opciones de liderazgo municipal capaces de proyectarse como figuras nacionales. Para estimular esa siembra, hay que dar la oportunidad de que los alcaldes demuestren capacidad de iniciativa y liderazgo para resolver problemas, contando con los recursos materiales indispensables.
Dentro de esa óptica, un instrumento básico es la celebración de elecciones municipales separadas, que permitan que de su seno emerjan eventuales líderes municipales, capaces de mutar en nacionales.
Algunos enarbolan el argumento de que conviene unificar las elecciones para ahorrar recursos al Estado, algo no desdeñable si el criterio se aplicara en estricta proporcionalidad a los demás aspectos de la vida pública. Aparte de que mantener una democracia funcional tiene un costo que vale la pena asumirlo, para evitar verse reflejados en el espejo de Venezuela, Nicaragua o Cuba.
Las elecciones municipales siguen la ficción de que están separadas de las presidenciales y congresuales, cuando lo cierto es que se celebran casi juntas, unas en febrero, las otras en mayo del mismo año.
Separarlas de verdad (dos años de diferencia entre las municipales, por un lado, y las nacionales, por otro) es un anhelo de quienes propugnan por un sistema electoral menos proclive a consolidar caudillos que impongan su arrastre a las demás candidaturas y, en consecuencia, propicias a elevar la calidad democrática de los torneos electorales.
Lo coherente con las propuestas de reformas del presidente Luis Abinader es establecer que las elecciones municipales se celebren a medio tiempo de las generales. Sin olvidar que hay una reforma en busca de padrinos, la municipal, que complementa a las otras, y que, en consecuencia, merece formar parte del mismo conjunto.