El cul de sac de la crisis venezolana
Elecciones y fraude, la revolución bolivariana en su hora más oscura
El movimiento político que lideró el coronel Hugo Chávez y lo llevó al poder en 1999 se sustentó en dos mitos, entendidos estos como referentes simbólicos para articular y movilizar sectores sociales en torno a determinados objetivos. Esta idea del mito proviene del pensador social francés Georges Sorel, quien en su libro Reflexiones sobre la violencia, publicado a principios del siglo XX, atribuyó esa función a la noción de huelga general, pero igual se ha usado a través del tiempo con otras nociones que operan como un "significante flotante" que sirve como punto de condensación de las quejas y demandas de múltiples sectores sociales. Como ha mostrado Ernesto Laclau en sus fascinantes ensayos sobre el populismo, esa noción de mito es fundamental para construir discursivamente la noción de pueblo en contraposición a determinadas élites o grupos de poder.
El primer mito fue la constituyente como elemento simbólico de ruptura y demarcación entre lo viejo y lo nuevo, entre el desgastado orden político y una nueva configuración del poder que expresara los "genuinos" intereses del pueblo contra las clases privilegiadas, los partidos tradicionales y las instituciones decadentes al servicio de la minoría gobernante. En aquella coyuntura de finales de la década de los noventa, ese mito fue sumamente efectivo en tanto sirvió de plataforma discursiva para que múltiples sectores sociales convergieran en la consecución de un objetivo, que no era otro que liquidar el viejo sistema político y construir una nueva institucionalidad que reemplazara la democracia representativa, considerada como falsa y burguesa.
El segundo mito fue la noción de Revolución bolivariana, locomotora del llamado socialismo del siglo XXI, que sirvió como idea articuladora de una visión política que se apropió de la historia, de la idea de redención y del propio pueblo como beneficiario de la promesa de un nuevo orden político, económico y social. Según este discurso, quienes resistieran ese torrente de cambio era porque pertenecían a las clases privilegiadas o porque estaban afectados por la "falsa conciencia" que les impedía comprender sus "verdaderos" intereses. Dos piezas eran claves en la consecución de esa "revolución": la figura del líder y un nuevo aparato político, militar, legal e institucional.
Durante un buen tiempo, este paradigma de construcción del poder funcionó con mucha fluidez, legitimidad y efectividad. Las grandes masas populares vieron en Chávez un redentor, alguien que, por fin, tomó en cuenta las necesidades y las aspiraciones del pueblo. Mientras él dispuso de recursos provenientes de la renta petrolera, el esquema le dio resultados, con un diseño político en el que el líder convocaba directamente al pueblo a validar sus grandes decisiones a través de los mecanismos de la llamada democracia directa o participativa.
Este nuevo modelo presumía un apoyo permanente del pueblo que legitimaría recurrentemente los objetivos y las políticas de la Revolución bolivariana. A diferencia de países netamente totalitarios, el movimiento chavista permitió la presencia de partidos políticos de oposición y de márgenes más o menos amplios de libertad de expresión, aunque con una represión selectiva para mantener a la oposición desarticulada y a la prensa dentro de ciertos límites.
En la medida que el sistema comenzó a mostrar su incapacidad para darle respuestas a las necesidades de la gente, sino que más bien agudizó los problemas de la población al punto de causar el más grande desplazamiento humano hacia otros países en la historia de América Latina, la represión se fue extendiendo cada vez más. Los líderes opositores eran enviados al exilio, a la cárcel o eran deshabilitados para ejercer sus derechos ciudadanos, lo que les impedía articularse y accionar eficazmente.
Las recientes elecciones en Venezuela pusieron de manifiesto esa estructura de poder de la manera más cruda posible. El grupo gobernante parece que no vio venir la avalancha de votos que se manifestaría en las urnas a favor de la candidatura de oposición, tal vez confiando en que la mayoría del pueblo lo seguía respaldando o subestimando el descontento causado por el desastre económico y social en el que está sumido Venezuela. Ante ese golpe cívico tan contundente, las instituciones controladas por el gobierno, especialmente el Consejo Nacional Electoral, respondieron con agilidad y tramposería para abortar el triunfo de la oposición y declarar ganador, de manera fraudulenta, al presidente Nicolás Maduro. A la oposición sólo le dejaron el camino de las protestas en las calles y las plazas, ya que no hay espacio institucional confiable para ventilar sus reclamos. Puede decirse que el mito de la Revolución bolivariana entró fatalmente en crisis pues dejó de representar la esperanza de redención que se le ofreció al pueblo venezolano.
En este contexto de crisis político-electoral, se habla una vez más de diálogo entre el gobierno y la oposición, pero lo único que le interesa al primero es ganar tiempo para afianzar sus controles, consciente como está de que la comunidad regional es tan débil que ni siquiera una tibia resolución con algún tipo de llamado pudo sacar la OEA en la única reunión que ha celebrado su Consejo Permanente sobre la crisis venezolana. Por su parte, los gobiernos democráticos de izquierda, con excepción del de Chile, han mostrado una gran ambivalencia y hasta complacencia a la hora de exigir al gobierno venezolano el respeto a la voluntad popular. De nuevo apareció el manido discurso de la soberanía y la autodeterminación de los pueblos para justificar, nada más y nada menos, la negación de la propia voluntad del pueblo, como dijo recientemente en un artículo en el periódico El País el escritor Sergio Ramírez.
La idea de que el gobierno venezolano reconozca el triunfo de la oposición, la cual es la única posición justa y válida en estas circunstancias, implicaría literalmente el fin de la Revolución bolivariana, pues esto supondría el reconocimiento del principio de alternancia en el poder en un contexto de pluralismo político, lo cual es anatema a la concepción del régimen que no reconoce límites ante los cuales debe ceder. Un cuarto de siglo en el poder refleja claramente que la idea de la circulación de las élites políticas sobre la base de la competencia electoral libre y democrática no es parte de esa visión grandilocuente, ya manifiestamente fallida, de una supuesta revolución que llevará a ese pueblo por el camino de la redención.
Puede decirse, entonces, que la crisis venezolana ha desembocado en un cul de sac que no parece tener otra vía de salida que no sea retroceder al estatus quo ex ante. La estructura político-militar del régimen apuesta, a través de múltiples mecanismos y maniobras, a que la oposición caiga en la fatiga política, el desgaste y la frustración. Ya lo ha logrado otras veces, por lo que confía serenamente que lo logrará una vez más. Dejada a su suerte, la oposición no podrá enfrentar esa densa maquinaria de poder, por lo que necesitará un apoyo internacional inteligente, consistente y bien encauzado que le permita mantener vivo su justo reclamo hasta que llegue el momento en que el régimen tenga que ceder o se quiebre o se haga insostenible y, finalmente, se abra paso la transición hacia la democracia.