Las cosas que “no se ven”
Un alcalde de Santo Domingo manifestó que gastar dinero en las redes de desagüe era “enterrar votos”
Horas después de la dantesca inundación del gran Santo Domingo el pasado viernes 4 de noviembre, el presidente Abinader, impotente, dijo esto: “Ese es un problema de cuarenta años que nosotros en algún momento tenemos que verlo. Nadie nunca quiso hacerlo porque eso no se ve”. Se refería al sistema de drenaje pluvial de la capital dominicana.
De forma instintiva el primer ejecutivo mordió una verdad mil veces rehuida y que apenas concierne al caso que la motiva. Se refiere a todas aquellas agendas públicas pendientes cuyas atenciones “no se ven” electoralmente. De hecho, una crónica urbana le imputa a un alcalde de Santo Domingo haber dicho que gastar dinero en las redes de desagüe era “enterrar votos”. Esa creencia compendia la lógica política comprometida por décadas en la inversión pública.
Es más, las campañas electorales basan sus mejores razones en la comparación de logros de los gobiernos, valorando como tales solo las obras tangibles, o sea, las “que se ven”. A cualquier gobierno se le califica como bueno o malo por el presupuesto ejecutado en obras públicas como si el único rol del Estado fuera dar empleo y construir.
Desde los tiempos de Balaguer las promociones electorales se centraban en obras de infraestructura. La pancarta de sus realizaciones monumentales era clásica: “Eso lo hizo Balaguer”. De esa época queda como memoria nostálgica el Faro a Colón, una obra que debió ser construida con aportaciones de los países iberoamericanos, pero que, ante la omisión de años, Balaguer decidió asumirla como supuesta réplica de dignidad histórica. Así, hemos tenido un faro faraónico sin luminaria en un país que todavía no supera los apagones. Ese icono, además de tributo al descubrimiento de América, se erige como fortaleza al modelo de desarrollo que nos hemos dado.
Nos han impuesto una perspectiva torcida del desarrollo, esa que se valida en la capacidad del Estado solo para construir sus bases materiales, como si la sociedad de hoy fuese un colectivo de demandas decimonónicas. Así, el gobierno “que hace” es el que construye.
El desarrollo es más que inversión material: es convivencia organizada, funcionalidad del sistema, sentido de competitividad productiva, educación de calidad y compromiso, seguridad institucional, bienestar espiritual, entre otras tantas vindicaciones sociales. Desde esa óptica, una buena administración de justicia, por ejemplo, es tan o más necesaria que la construcción de un puente; la diferencia aparente entre las dos inversiones es que esta se ve y aquella no tanto. Pero seguimos atados a esas concepciones rudimentarias porque no hay visión ni interés político en superarlas. Ni a los partidos ni a los líderes parece importarles la atención a planes que comprometan varios gobiernos.
Las obras materiales son las más aclamadas porque seducen al voto irreflexivo, no precisan de complicados consensos sociales, pueden ejecutarse en cualquier gobierno, dejan memoria y, algunas, trascendencia histórica.
Un problema de base que afecta la sostenibilidad institucional de los países de tercer mundo es la ausencia de instrumentos eficaces para sujetar las ejecutorias de los gobiernos a estrategias de desarrollo. Y es que, a pesar de que la mayoría estos países han aprobado por ley una Estrategia Nacional de Desarrollo (en nuestro caso la núm. 1-12) que define el modelo de desarrollo en función del país que se quiere, sus disposiciones ordinariamente se pierden en postulados genéricos, abstractos y hasta inaprehensibles. La discrecionalidad en la asignación presupuestaria sigue siendo la regla. Los poderes del Ejecutivo en esta materia son verdaderamente colosales.
La Estrategia Nacional de Desarrollo debiera ser el mejor instrumento para medir el desempeño de los gobiernos; sus factores son excelentes indicadores para establecer cuál administración nos acercó más a los objetivos estratégicos de cada eje.
Ya se ha convertido en un cliché decir que el principal problema de la sociedad dominicana y la primera traba para el desarrollo es la mala educación, considerada (la nuestra) como paria en el mundo. ¿Qué ganamos con construir escuelas sin buenos programas, docentes ni orientaciones? La mejor muestra de esa distorsión ha sido el presupuesto del Ministerio de Educación favorecido con el 4 % del PIB. Si hoy evaluásemos su ejecución presupuestaria, advertiríamos una verdad que nunca quisimos oír: que el gasto corriente domina con creces. Así, en el año pasado, el 93.56 % del presupuesto (175,861.21 millones de pesos) fue destinado a gastos corrientes y apenas un 6.44 % (12,103.19 millones) a gasto de capital. En palabras más simples: la burocracia y los gastos administrativos se engulleron el mítico 4 %. Tenemos más escuelas, estudiantes y docentes, pero ¿contamos con una educación de más calidad? Que responda el Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos (PISA) de la OCDE.
Creo que los próximos tres gobiernos que sucedan al presente deberán concentrar sus mejores inversiones en la institucionalidad; es allí donde se alojan nuestras verdaderas insuficiencias. En la medida en que se fortalece el acatamiento a la ley, la sumisión al orden, la disciplina social, el respeto a los derechos, la transparencia pública y la confianza jurídica se robustece el sistema para provocar que el sector privado haga parte de lo que el Estado está cargando y la inversión extranjera dinamice la economía.
Nuestra peor crisis no es material, es racional y se llama “confianza”. Un Estado que viole su propia legalidad, que incumpla sus obligaciones y que no rinda cuentas no merece confianza. La falta de ese valor detiene la inversión y demora el desarrollo. Más que un Gobierno constructor, precisamos de un Estado gestor.
Los gobiernos no están para dar empleo a su militancia ni contratos a sus patrocinadores electorales; dan servicios a sus ciudadanos. Los buenos gobiernos son los eficientes. La salud es más que hospitales; la educación, más que escuelas; la justicia, más que tribunales. Precisamos de un Estado diligente, respetuoso y eficaz que se ocupe visiblemente de las cosas que “no se ven”.
Una crónica urbana le imputa a un alcalde de Santo Domingo haber dicho que gastar dinero en las redes de desagüe era “enterrar votos”. Esa creencia compendia la lógica política comprometida por décadas en la inversión pública.