La lección del Pachá
Los líderes no quieren dar paso a las nuevas generaciones
“¿Estás loco?”, exclamó atónito cuando amenacé con escribir sobre el Pachá. “Es de forma anecdótica”, le dije. “¡Por Dios! Busca otro ejemplo, perderás el respeto que has ganado”, replicó mi amigo, un lector impenitente. Pensé en acatar su consejo, pero la idea se acomodó en mi mente y no sé por qué, tampoco quise inquirir. Lo cierto es que este fin de semana me tropecé con un fragmento del programa de Frederick Martínez, quien se despedía de la televisión quebrado y abandonado, según sus palabras, por haber apoyado al candidato oficialista en las pasadas elecciones.
Este fue parte de su melodrama: “Frederick Martínez se retira, me ganaron (…) Lo hice todo. Treinta años vigente. Me cansé de la hipocresía, de la maldad de este negocio, de tantos farsantes. Aquí no hay un dominicano que haya trabajado más que yo. Me harté, me cansé. Disfrútenme hoy que es el último día que me ven con este micrófono. Me cansé de un país hipócrita, maldito (…). Ya no doy más. Me ganaron. Me vencieron, pero me voy con dignidad porque no mariconié, no robé, no me metí droga. A mí nadie me ayudó, me dejaron solo, y todo porque apoyé a un candidato… Me botaron como un perro de Color Visión. No me dejaron llegar a Teleantillas. Su maldita madrina. Hasta aquí llegué…”
Presiento que esta es otra de las bufonadas del animador, a quien le abate vivir sin ruidos. Cumpla o no con su designio, en el fondo drenó un torrente tóxico de amargura. Estoy seguro, sin embargo, de que el Pachá seguirá produciendo un programa tan menguado como la audiencia que apenas convoca. Salir de las cámaras lo oprime; perder vigencia lo mata. Verlo animando el próximo fin de semana como si nada hubiera pasado es ya otra cuenta.
Pedirle a una persona tan acreditada en sus logros que medite la opción del retiro es espinoso. Si bien la decisión final me resulta indiferente, su caso tiene un valor pedagógico y aclara la experiencia interior de quienes lidian con igual disyuntiva. Por lo menos el Pachá admitió el dolor del abandono.
Cuando llega ese momento, el ego saca de sus porfías una lista de culpables. Esa propensión nos hace mirar hacia todos los lados menos a nuestros adentros. En el trance aparece un aluvión de responsables, pero pocas veces se cuentan las culpas o los errores propios.
El Pachá es un manojo de emociones y de seguro tuvo escasa reflexión para estimar otras razones distintas a las confesadas. Quizás en las no consideradas encontraría el desgaste a su cansada propuesta. ¿Pensó en la posible desconexión generacional con un viejo formato de producción popular, repentista y de ayuda social (que se inició con Freddy Beras Goico, siguió con Rafael Corporán de los Santos, Roberto Salcedo y otros)? ¿Consideró si su estilo teatral y excéntrico ya no provoca? ¿Ponderó si los formatos de producciones maratónicas son sostenibles? ¿Revisó su hoja de credibilidad pública cuando ha asumido posiciones tan díscolas? ¿Escapa el talento del Pachá a la crisis estructural de la producción televisiva? Quizás sea más fácil, pero menos responsable buscar razones en los demás, sobre todo cuando culpa a un país “hipócrita y maldito” de su aparente ocaso. Tal vez el verdadero problema sea el Pachá o su miedo a aceptar la decadencia, ciclo inevitable en la historia de la fama. Hasta este párrafo llego con él, pero sigo con su lección.
Y es que en nuestro mundillo político y social todavía ruedan pesadamente muchos “pachás”, convencidos, por delirio o autoengaño, de que todavía son lo que una vez fueron. Lo peor es no encontrar una persona honesta que les diga sin censura que ya estorban. No. Somos complacientes por definición genética y al menos públicamente solemos guardar la sinceridad.
Muchos prefieren morir a perder la mención de sus nombres, la referencia de sus opiniones y ¡Claro! el halago excesivo de sus dotes. En una sociedad de apremios siempre encontraremos alcahuetes profesionales y expertos en decir lo que queremos oír. Aquí hay gente a la que solo la retira la muerte, persuadida sinceramente de que no hay nadie que lo haga mejor.
Desde que tengo conciencia de vida escucho los nombres de las mismas personas. Algunos trashuman como zombis, pero no hay quién los aparte de las pasarelas. Dentro de esos se cuentan políticos, artistas, religiosos, académicos, activistas, sindicalistas y empresarios. El relevo siempre espera razones y el retiro apenas se planifica.
Me provoca risa cuando escucho a algunos líderes de partidos grandes, medianos y pequeños hablar de participación, democracia horizontal, oportunidades, nuevos modelos y relevos, pero en las boletas electorales siempre aparecen sus fotos. Son candidatos de vida.
En cierta ocasión un dirigente de un partido me reconvino por no aceptarle la candidatura a la senaduría por Santiago. Para desquitarme le dije que solo aceptaba de su partido una posición elegible. “¿Cuál?”, me preguntó ansioso. “La presidencial”, le contesté sobria y convincentemente. Hasta el día de hoy…
Escribí en un reciente artículo que hemos tenido cincuenta y siete presidentes (algunos cuentan cincuenta y cuatro). Solo entre siete (Santana, Báez, Heureaux, Trujillo, Balaguer, Fernández y Medina) se cuentan 108 años de gobierno, es decir, las dos terceras partes de la vida republicana; los restantes cincuenta presidentes consumieron apenas 69 años. Eso dice mucho del sentido de imprescindibilidad del liderazgo político y social, pero también nos habla de una sociedad conservadora que hace poco por abrirse a nuevas perspectivas, y creo que lo peor de ese relato es que el mantenimiento de tales referentes no necesariamente está determinado por imperativos ideológicos o por la satisfacción con los modelos dominantes, sino por puros intereses de quienes controlan el poder fáctico. Tal vez por eso, aunque parezca paradójico, no le reprocho del todo al Pachá aquello de vivir en un “país maldito”…