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Con Martí en Haití

Entre Dajabón y Ouanaminthe, el último paso de Martí

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Con Martí en Haití
El 2 de marzo de 1895, José Martí, en su último viaje para luchar por la independencia de Cuba, describe en su Diario su paso por Dajabón, en la frontera dominicana con Haití. (FUENTE EXTERNA)

Es el 2 de marzo de 1895, José Martí, en su peregrinar libertario final para alcanzar la independencia de Cuba, se halla en la Hispaniola gestionando recursos para la tarea y anota en su Diario. "Salimos de Dajabón, del triste Dajabón, último pueblo dominicano, que guarda por el Norte la frontera. Allí tengo a Montesinos (Joaquín), el canario volcánico, guanche aún por la armazón y rebeldía, que desde que lo pusieron en presidio -cuando estaba yo-, ni favor ni calor acepta de mano española. Allí vive Toño Calderón, de gran fama de guapo, que cuando pasé la primera vez en su tiempo de Comandante de armas, me hizo apear, a las pocas palabras, del arrenquín en que ya me iba a Montecristi, y me dio su caballo melado, el caballo que a nadie había dado a montar, "el caballo que ese hombre quiere más que a su mujer". Toño, de ojos grises, amenazantes y misteriosos, de sonrisa insegura y ansiosa, de paso velado y cabellos lacios y revueltos.

Allí trabaja, como a nado y sin rumbo, el cubano Salcedo, médico sin diploma -mediquín, como decimos en Cuba-, azorado en su soledad moral; azotado, en su tenacidad inútil; vencido, con su alma suave, en estos rincones, de charlatán y puño: la vida, como los niños, maltrata a quien la teme, y respeta y obedece a quien se le encara.

Salcedo, sin queja ni lisonja -porque me oye decir que vengo con los pantalones deshechos- me trae los mejores suyos, de dril fino azul, con un remiendo honroso: me deslíe con su mano, largamente, una dosis de antipirina: y al abrazarme, se pega a mi corazón. Allí, entre Pancho y Adolfo -Adolfo, el hijo leal de Montesinos, que acompaña a su padre en el trabajo humilde- me envuelven capa y calzones en un maletín improvisado, me ponen para el camino el ron que se beberá la compañía, y pan puro, y un buen vino, áspero y sano, del Piamonte: y dos cocos. A caballo, en la silla de Montesinos, sobre el potro que él alquiló a un "compadre" del general Corona. "Ya el general está aquí, que es ya amigo", "por la mira que nos hemos echado": panamá ancho, flus de dril, quitasol con puño de hueso: buen trigueño, de bigote y patillas guajiras.

A caballo, al primer pueblo haitiano, que se ve de Dajabón, a Ouanaminthe. Se pasa el río Massacre, y la tierra florece. Allá las casas caídas, y un patio u otro, y el suelo seco, o un golpe de árboles, que rodea al fuerte de Bel Air (Beller), de donde partió, cuando la independencia, el disparo que fue a tapar la boca del cañón de Haití: y acá, en la orilla negra, todo es mango enseguida, y guanábana y anón, y palma y plátano, y gente que va y viene: en un sombrío, con su montón de bestias, hablan al pie mismo del vado, haitianos y dominicanos: llegan bajando, en buenas monturas, los de Ouanaminthe, y otro de más lejos y un chalán del Cabo: sube, envuelta en un lienzo que le ciñe el tronco redondo, una moza quinceña: el lienzo le coge el seno, por debajo de los brazos y no baja del muslo: de la cabeza, menuda y crespuda, le salen, por la nuca, dos moños: va cantando. "Bon jour, conmêre", "Bon jour, compêre": es una vieja descalza, de túnico negro, muy cogido a la cintura, que va detrás del burro, con su sombrero quitasol. Es una mocetona, de andar cazador, con la bata morada de cola, los pechos breves y altos, la manta negra por los hombros, y a la cabeza el pañolón blanco de puntas."

En tierra de Haití, el descriptor natural que hay en Martí despliega su cauce. "Ya las casas no son de palma y yagua, leprosas y polvosas; sino que es limpio el batey, lleno de árboles frutales, y con cerca buena, y las casas son de embarrado sin color, de su pardo natural, grato a los ojos, con el techo de paja, ya negruzca de seca, y las puertas y ventanas de tabla cepillada, con fallebas sólidas, o pintadas de amarillo, con borde ancho de blanco a las ventanas y puertas. Los soldados pasan, en el ejercicio de la tarde, bajos y larguirutos, enteros y rotos, azules y desteñidos, con sandalias o con botines, el kepis a la nariz, y la bayoneta calada: marchan y ríen: un cenagal los desbanda, y rehacen la hilera alborotosos. Los altos uniformes ven desde el balcón.

El cónsul dominicano pone el visto bueno al pasaporte, "para continuar, debiendo presentarse a la autoridad local", y me da una copa de vino de garnacha. Corona (Benigno, general dominicano) llega caracoleando: quitaipón de fieltro, y de la cachucha consular: salimos con el oro de la tarde.

Ouanaminthe, el animado pueblo fronterizo, está alegre, porque es sábado, y de tarde. Otra vez lo vi, cuando mi primera entrada en Santo Domingo: me traía deprisa, en lo negro de la tormenta, el mozo haitiano que me fue hablando de su casita nueva, y el matrimonio que iba a hacer con su enamorada, y de que iba a poner cortinas blancas en las dos ventanas de la sala: y yo le ofrecí las cintas. Sin ver, de la mucha agua, y de la oscuridad del anochecer, entramos aquella vez en Ouanaminthe con los caballos escurridos, yo a la lluvia, y mi mozo bajo el quitasol de (Ulpiano) Dellundé.

A la guardia fuimos, buscando al Comandante de armas, para que refrendase los pasaportes. Y eso fue cuanto entonces vi de Ouanaminthe: el cuarto de guardia, ahumado y fangoso, con teas por luz, metidas en las grietas de la pared, un fusil viejo cruzado a la puerta, hombres mugrientos y descalzos que entraban y salían, dando fumadas en el tabaco único del centinela, y la silla rota que por especial favor me dieron, cercada de oyentes. Hablaban el criollo del campo, que no es el de la ciudad, más fácil y francés, sino crudo, y con los nombres indios o africanos. Les dije de guerra y de nuestra guerra, e iba cayendo la desconfianza, y encendiéndose el cariño. Y al fin exclamó uno esta frase tristísima: Ah! Gardez-cá: blanc, soldat aussi (Oh!, mira esto: blanco, soldado también).

El cuarto de guardia vi, y al comandante luego, en una casa de amigas, con pobre lámpara en la mesa de pino, ellas sentadas, de pañuelo a la cabeza, en sillones mancos, y él, flaco y cortés. Así pasé entonces. Esta vez, la plaza está de ejercicios, y los edecanes corretean por frente a las filas, en sus caballos blancos o amarillos, con la levita de charreteras y el tricornio, que en el jefe lleva pluma. Pasan, caracoleando, los caballos que vienen a la venta. En casas grandes se ve sillería de Viena. La iglesia es casi pomposa, en tal villorrio, con su recia mampostería, y sus torres cuadradas. Hay sus casas de alto, con su balcón de colgadizo, menudo y alegre. Es el primer caserío haitiano, y ya hay vida y fe.

Se sale del poblado saludando al cónsul dominicano en Fort Liberté, un brioso mulato, de traje azul y sombrero de panamá, que guía bien el caballo blanco, sentado en su montura de charol. Y pasan recuas, y contrabandistas. Cuando los aranceles son injustos, o rencorosa la ley fronteriza, el contrabando es el derecho de insurrección. En el contrabandista se ve al valiente, que se arriesga; al astuto, que engaña al poderoso; al rebelde, en quien los demás se ven y admiran. El contrabando viene a ser amado y defendido, como la verdadera justicia. Pasa un haitiano, que va a Dajabón a vender su café: un dominicano se le cruza, que viene a Haití a vender su tabaco de mascar, su afamado andullo: - "Saludo". - "Saludo".

Como si se adelantara a la filosofía "Cibao adentro" que Manuel del Cabral plasmara en su magistral Compadre Mon, describe Martí la de "Corona, el general Corona", quien va hablándole por el camino. "Es cosa muy grande, según Corona. la amistad de los hombres." Y con su "dimpués" y su "inorancia", va pintando en párrafos frondosos y floridos el consuelo y fuerza que para el corazón "sofocado de tanta malinidad y alevosía como hay en este mundo", da el saber que "en un conuco de por áhi etá un eimano poi quien uno puede dai la vida". "Puede Uté decir que, a la edad que tengo, yo he peleado más de ochenta peleas." Él quiere "decencia en el hombre", y que el que piense de un modo no se dé por dinero, ni se rinda por miedo, "a quien le quiere prohibir ei pensar". "Yo ni Comandante de aimas quiero ser, ni inteiventor (de Aduana), ni ná de lo que quieren que yo sea, poique eso me lo ofrece ei gobierno poique me ve probe, pa precuraime mi deshonor, o pa que me entre temó de su venganza, de que no le aceite ei empleo." "Pero yo voy viviendo, con mi honradé y con mi caña."

Corona, padrote de 13 vástagos con vientres varios, le cuenta a Martí sobre "los partidos del país; y cómo salió a cobrar, con dos amigos, la muerte de su padre al partido que se lo mató; y cómo con unos pocos defendió la fortaleza de Santiago, "el reducto de San Luis", cuando se alzó con él, contra Lilís, Tilo Patiño "que aorita etá de empleado dei gobierno". "Poi ete hombre o poi ei otro no me levanto yo, sino de la ira muy grande y de la desazón que me da ei vei que los hombres de baiba tamaña obedecen o siven a la tiranía." "Cuando yo veo injusticia, las dos manos me bailan, y me le voi andando ai rifle, y ya no quiero má cuchillo ni tenedor." "Poique yo de aita política no sé mucho, pero a mí acá en mi sentimiento me parece sabé que política e como un debé de dinidá." "Poique yo, o todo, o nada."

Rumbo a Fort Liberté, anota. "Mi pobre negro haitiano va delante de mí. Es un cincuentón zancudo, de bigote y pera, y el sombrero deshecho, y el retazo de camisa colgándole del codo, y por la espalda un fusil de chispa, y la larga bayoneta. Se echa a trancos por el camino, y yo, a criollo y francés, le pago sus dos gourdes, que son el peso de Haití, y le ofrezco que no le haré pasar de la entrada del pueblo, que es lo que teme, porque la ordenanza de la patrulla es poner preso al que entre al poblado después del oscurecer: "Señor blanco, cuidado, que lo meten preso". De cada rama me va avisando. A cada charco o tropiezo vuelve la cara atrás. Me sujeta una rama, para que no dé contra ella. La noche está velada, con luz de luna a trechos, y mi potro es saltón y espantadizo. En un claro, al salir, le enseño al hombre mi revólver Colt, que reluce a la luna: y él, muy de pronto, y como chupándose la voz, dice: -iBon, papá!"

Y así recorre los caminos de la isla el Apóstol poeta, visionario de luces en medio de la noche, vislumbrando certero la libertad de Cuba.

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José del Castillo Pichardo, ensayista e historiador. Escribe sobre historia económica y cultural, elecciones, política y migraciones. Académico y consultor. Un contertulio que conversa con el tiempo.