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Violencia sexual y silencio

Cuando el abuso encuentra refugio en la indiferencia colectiva

Leer parte del interrogatorio a la niña víctima de violación sexual por sus profesores en San Pedro de Macorís, publicada por Diario Libre, trastorna el ánimo. No digo la conciencia porque, al parecer, nos cuesta hacernos cargo de nuestra humanidad, fuente de la empatía, prerrequisito de ser uno con el Otro. Pasado el repelús por el grafismo de las declaraciones, volvemos a nuestras ocupaciones y nos desentendemos de lo leído y su trasfondo.

Hablar de violencia sexual obliga a enfrentar nuestros fantasmas. Quizá por eso preferimos ocultarla bajo la alfombra, pensar en que su denuncia llueve sobre mojado, que ya basta de fastidiar con el tema. Esta vergonzante reacción no evitará los daños que provoca. Queramos verla o no, la violencia sexual infecta todos los días la vida de cientos de miles de mujeres y niñas, incluso de nuestro entorno.

Moralmente bipolares, elegimos ir de la hipersexualización endógena (plus de la «dominicanidad») a la negativa a hablar abiertamente sobre sexo y sexualidad. Divinizamos la testosterona de nuestros machos y objetualizamos el cuerpo femenino desde la cuna, pero defendemos que el sexo y sus implicaciones pertenecen a la intimidad. Cuando la violencia sexual trasciende a los medios, en el mejor de los casos patologizamos al agresor. La insania individual nos libra de reconocer la condición sistémica del abuso. Podemos estar en paz.

El interrogario aludido traza claramente la tipología del victimario y la víctima en toda situación de violencia. La niña se siente culpable del delito contra su cuerpo y su integridad cometido por sus profesores, uno todavía prófugo. Lamenta su silencio, como si fuera la artífice del encubrimiento o hubiera podido evitar lo ocurrido.

Está sobradamente estudiado: en la violación sexual de menores, la estrategia se urde de antemano: se crean las condiciones para el acercamiento a la víctima; se elige la más vulnerable y se idea la coartada, todo en el contexto de unas relaciones de poder, por fuerza o autoridad, que facilitan la manipulación de los sentimientos y reacciones de la inmadura presa.

En este caso, pero puede ser cualquier otro, el victimario no siente culpa. Se dice inocente y en su defensa alega la inverosimilitud de las circunstancias en las que habría cometido el abuso: las divisiones de playwood entre las aulas hacían imposible actuar sin que se supiera. Según esta lógica, está libre de sospecha. Quizá también amparó su «inocencia» en sus «valores cristianos», pero no lo sabemos. Sí echaron mano de estas «virtudes» su madre, su esposa y la decena de personas, casi todas mujeres, que acudieron con pancartas frente al juzgado donde se conocería la medida de coerción.

Aunque silenciada por la hipocresía social, la violencia sexual cobra en el país proporciones de espanto. Basta con consultar las estadísticas y pensar en el subregistro producido por la vergüenza y la legitimación del abuso. Volver el rostro, como lo hacemos, es convertirnos en cómplices.

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Aspirante a opinadora, con más miedo que vergüenza.