Arepa: Apuntes de Fefita
El arte de la arepa criolla y la herencia cultural de Fefita
Mi madre Fefita -quien naciera en 1915 en la calle El Conde 2 en casa de sus abuelos Pedro Tomás (Paíno) Pichardo Aybar y Antonia Soler Logroño y falleciera frisando los 93-, escribió a solicitud de este columnista, sin mayores pretensiones, un cuaderno con recetas de platos y platillos que frecuentaron su dieta. Algunas acompañadas con breves comentarios de ambientación, enmarcados en las tradiciones de la pacífica villa extramuros de San Carlos, de sano asentamiento canario, de donde era oriunda su madre Emilia Sardá Piantini -en cuyo hogar casó en 1887 Arturo Pellerano Alfau, fundador del Listín Diario, con su tía Juana Sardá Díaz. Progenitores ambos de Arturo Pellerano Sardá, editor del decano de la prensa nacional, cerrado en 1942 bajo la dictadura de Trujillo y relanzado a las rotativas en 1963, con el genio banilejo Rafael Herrera Cabral como director, durante el experimento democrático de Bosch.
Como tenía que ser, la primera sección de las recetas de Fefita -siendo ella hija de arepera renombrada- estuvo dedicada a ese memorable manjar que la indolencia gastronómica que padecemos amenaza con sepultar, ya enviado al ostracismo por los patrones de consumo, comercialización y producción imperantes: la noble arepa criolla, en sus versiones de caldero, dulce y salada, y como arepita de burén asada envuelta en hojas de plátano. Ahora reemplazada por la más insípida arepa venezolana de harina pan elaborada con maíz blanco y amarillo.
Conforme estos apuntes, para la arepa, se deberá disponer de un coco seco con masa dura, una libra de harina de maíz, una taza de leche de vaca, una cucharadita de anís, un cuarto de azúcar, sal al gusto, tres cucharadas de mantequilla y uno o dos huevos frescos. El modo de hacer la arepa inicia con guayar la masa del coco, sacar su leche y reservar la paja rallada. El líquido extraído se mezclará con la leche de vaca para poner al fuego, agregándosele anís, un poco de la paja de coco, huevo y sal. Cuando estos ingredientes están calientes, se les agregará la harina que se ha mojado. Para que no se formen grumos no puede dejarse de mover hasta que cuaje. Entonces se le pone el azúcar y por último la mantequilla, debiendo quedar esta mezcla un poco seca.
A continuación, se prende un fogón de carbón, se engrasa bien un caldero y luego de colocar la mezcla en el recipiente se pone una tapa y sobre ésta se despliegan las brasas sin exceder el número. Por eso se dice comúnmente, en el habla popular dominicana: "estoy como la arepa, cogiendo candela por arriba y candela por abajo".
Fefita anota en sus apuntes que hay otro modo de "quemar las arepas en un burén", en clara alusión a las arepitas envueltas en hojas de plátano, que algunos llaman también "arepitas de mano" en referencia al empleo de las manos en su moldeo o quizás a su portabilidad. El burén o plancha de hierro, que los taínos utilizaban de piedra como uno que había en casa de mi abuela Emilia perteneciente al tío Mané (Dr. Manuel E. Pichardo Sardá), se sitúa sobre un anafe u hornilla portátil que le da el calor. Sobre las hojas de plátano recortadas en unidades y desplegadas se ponen tres o cuatro cucharadas de la misma masa descrita antes y se envuelven, dándosele vueltas con una paletica para quemarlas de los dos lados de manera uniforme.
Mi madre comenta en sus notas con razón, que la hoja de plátano les da a las arepitas de burén un sabor peculiar ideal para comerlas. Agregando que, si se apetece, se abren en mitades a lo largo estos panecillos de maíz y se les añade mantequilla o queso crema, o se les da un pase de sartén con huevo y cebolla fritos.
Comenta con cierto dejo de nostalgia, que el barrio de San Carlos, fundado como poblado en 1685 y devenido en barrio al quedar arropado por la extensión de los límites de la ciudad amurallada de Santo Domingo, era antiguamente una común con lucimiento, que exhibía con orgullo su propia iglesia, parque y alcaldía. Abundando allí los picapleitos que postulaban en cortes sin poseer título, ejerciendo el oficio de togados. Sus habitantes eran en su mayoría españoles, venidos de las islas Canarias y de Cataluña, con la presencia menor de italianos como los Piantini, siendo conocidos como los isleños por predominio numérico de los primeros pobladores canarios.
San Carlos republicano fue varias veces pasto de las llamas provocadas por las llamadas revoluciones o guerras civiles, como fuera el terrible incendio devastador de 1903, que motivara el célebre poema Miserere del inspirado Enrique Henríquez. Por su ubicación de nivel superior dominante sobre la ciudad, las tropas levantiscas acantonaban regularmente en su plaza para cercar la urbe, generándose así un saldo de cenizas en las casas de San Carlos. "Mamá me contaba -refiere Fefita aludiendo a Emilia- que en tres ocasiones tuvieron que refugiarse en distintos lugares. Una vez en la iglesia, otra en un ingenio que estaba abandonado (La Encarnación que fuera de Francisco Saviñón y luego de Juan Bautista Vicini, ubicado en lo que es hoy Los Prados) y otra vez en casa de su tía Isabel Sardá en la zona intramuros.
"Los pobladores españoles se casaron con nativas y por eso había muchas familias entrelazadas. Las calles eran originalmente de tierra y piedras. Algunas, como las 16 de Agosto y La Trinitaria, tenían unas lomas pétreas enormes que luego fueron rebajadas. Al abrirse la Carretera Duarte ya el tránsito era más fácil. Los alrededores de la iglesia eran conocidos como la Villa Blanca. Los habitantes, laboriosos, muy solidarios y amistosos. En La Trinitaria residían vecinos de toda la vida y familias unidas por vínculos matrimoniales entrecruzados.
"El patrón de la iglesia y del barrio es San Carlos Borromeo y la virgen Nuestra Señora de la Candelaria. En fechas de sus fiestas había siempre toda una semana de celebración con alboradas, pollo enterrado, retretas en el parque, salves todas las noches con montantes y repiques de campanas, corridas de sortijas y competencia de palo encebado. Se organizaban dos o tres bailes y al final se realizaba la procesión, coronando los festejos patronales. Eran muchas las personas que subían desde la ciudad y se decía: el joven que sube, joven que se queda. Las calles las adornaban con flores de flamboyán. Cuando nombraron párroco al padre Eliseo Pérez Sánchez se pasaron unos días felices. Él era persona muy entusiasta y una vez cerró la calle Abreu y se torearon varios toros. Se vivía una vida sana y tranquila. El clima era muy bueno y le llegaban francas las brisas marinas, tanto así que los médicos recomendaban a los enfermos delicados mudarse por un tiempo en San Carlos.
"Los moradores acostumbraban a comer arepas. Para hacer la harina de maíz usaban molinos cilíndricos. En La Trinitaria vivió por muchos años una señora morena que hacía las arepas del vecindario. Le llamaban Mamé y a las 5 de la mañana ya estaba ella quemando sus arepas en un fogón con cuatro piedras grandes alimentado por carbón y leña. Se vendían a un centavo, naturalmente no con todos los ingredientes descritos en la receta, pero se dejaban comer y les poníamos mantequilla. Era el desayuno diario común, consumido más que el pan. Se acompañaban con café y tisana de jengibre. Los domingos esa misma señora hacía mondongo y liviano, hecho con corazón, hígado y otras vísceras de vaca. En la tarde hacía tortillitas de yuca y guanimos elaborados con plátano maduro y yautía, envueltos en hojas de plátano, después sancochados.
"Cuando llegaba la Navidad siempre había un grupo de muchachas y jóvenes listos para cantar las alboradas en el coro de la iglesia. Al terminar la actuación, proporcionados por alguna familia avisada el día anterior, se gratificaba a los concurrentes con arepas, café y jengibre, en unos 50 jarritos para servirlos. A veces se bailaba hasta que terminaba de amanecer. El último día de este ciclo le tocaba al padre hacer el brindis y dado que se acercaba la Nochebuena, se contaba con algunas golosinas además del café y las arepas.
"En ese entonces el parque era muy concurrido por toda la juventud. Allí se daban cita los enamorados, mientras los amigos y camaradas conversaban en sus bancos. Los fervorosos de la sociedad de Nuestra Señora de la Candelaria y del Corazón de Jesús, así como los del patrón San Carlos, asistían a las procesiones vestidos de blanco con sus insignias destacadas, marchando con fe y organización al compás de una banda de música.
"La escuela, situada frente a la iglesia y construida por los americanos durante la Primera Intervención que duró 8 años, la componían los hijos de las familias del barrio y las maestras que eran del lugar en su mayoría. Cuando yo estuve se llamaba Chile (ahora Brasil) y entonces se cantaba el himno de Chile acompañado por un clarinete que tocaba el señor Vázquez. La directora era Otilia Peláez y los maestros Patria Mella, Mineta Velázquez, Carmita Peña, Eusebia Objío, Ramón Yáñez, y Ana Luisa Aquino. Sólo eran los cursos elementales.
"Hubo también un colegio de un señor ubicado en la calle Abreu que era completamente calvo, a quien los muchachos le llamaban Caco de loza. Tenía en la iglesia dos bancos de su propiedad y todos los domingos había que ir a la misa, pues el que faltaba sacaba mala nota. Estuve muy poco tiempo en esa escuela, pero entre las anécdotas que recuerdo, él solía decir que había un refrán muy popular que rezaba agua que no has de beber, déjala correr, pero que en verdad era lo contrario: había que empuñarla. Los muchachos se reían mucho de él por sus ocurrencias. En San Carlos, para orgullo de sus moradores, se fundó en 1921 el equipo de pelota Leones del Escogido. Por eso, cuando triunfa en los torneos, se celebraba con abundante cerveza y jolgorio en el parque Abreu."
El pasado domingo, bajo acogedor techo forestal en la UNPHU, desayuné unas doradas arepitas de burén recién asadas, en compañía de Ney Quiterio y Fabio Herrera Guerrero, directivos de la Alianza Banileja. En el Convite anual que desde el 2003 organizara Fabio Herrera Miniño en el Parque Mirador. Fue un reencuentro arepero delicioso con los sabores amables de la abuela Emilia y de Fefita, por supuesto.