Siempre nos quedará París
París 2024, el esplendor y las sombras de unos Juegos Olímpicos inolvidables
"París es siempre una buena idea", como la espléndida novela del joven escritor franco-alemán Nicolas Barreau. La escenografía natural estaba allí, sobre el inmenso plató de aquella ciudad donde la luz se esparce sobre el gris armonizado y pertinaz de su cielo. La Torre Eiffel, Los Inválidos, el Arco de Triunfo, el Louvre, Versalles, Las Tullerías, los Jardines de Luxemburgo, la plaza de la Concordia, el Hotel de Ville, la Conciergerie, Notre Dame, el Sena. Sí, el Sena, como escenario central frente a aquel decorado múltiple que nadie jamás podrá imitar porque es sólo de París.
Diez mil quinientos atletas de doscientos cinco países y una delegación de deportistas refugiados de distintas partes del mundo, desfilaron en los bateaux mouches que transitan a diario ese curso de agua, esta vez ampliados, decorados, llevando sobre sus lomos a decenas, cientos de hombres y mujeres que exhibían el símbolo de su identidad crecida: la bandera que distingue a cada nación y a cada pueblo. Desde el Puente del Alma remontaban el Sena en esos navíos parisienses que conducen a la impaciente serenidad de los monumentos, de la clasicidad francesa, en esos momentos brillando como nunca en su esplendor de historia y alcurnia, de misterio y sonrojo.
París no quiso dejar fuera en su espectáculo nada de su identidad, de su pluralidad, de su fluir, de su fogarada. Incluso, la irreverencia. Pareció a veces barroco, salvaje, arrogante. Inventario desgonzado. Dispendio de creatividad. Cargante impertinencia. Pero, París es una fiesta y las fiestas tienen momentos de altura cristalina, vacíos apremiantes y cribas de riesgo y diatriba. Todo crece allí como capital de la dicha y del pecado. Todo parecía caber en aquella puesta en escena, aunque tal vez no todo. La onda drag queen de seguro fue un desatino en medio de aquel escaparate de ideas embrolladas, pero es París. Allí se exhibió a sus anchas en sus inicios, aunque provenía del teatro isabelino inglés y de un Maryland desquiciado que subvertía serenidades.
Espectáculo soberbio, galante; dialéctica del detalle identitario, dialecto de lo memorable, embrujo de la progenie, exaltación de lo sublime y lo ridículo. Todos a una. Thomas Jolly, el director artístico de todo aquel engranaje portentoso, definió su obra como de "gran frescor visual", y sin empacho alguno afirmó que lo suyo no se pensó nunca en valores deportivos, sino en "ideas republicanas, inclusión, amabilidad, generosidad y solidaridad". París, en suma. Hasta dirigentes de izquierda desaprobaron la burla antireligiosa, que no tiene nada de inclusiva, pero los organizadores entregaron la responsabilidad de aquella larga, en ocasiones mantecosa, desmesurada, hiperbólica, pero siempre estupenda, magnificente y apabullante osadía a un dramaturgo queer que pintó en los múltiples cuadros del espectáculo a un París que no es otro que el que plasmó el curador. Incluyendo la deconstrucción desde la cultura woke. París, dije. El profano revoltillo de lo humano y lo sagrado.
Luego, vino todo lo que tenía que venir. La competencia atlética, siempre tan desigual, entre los "desarrollados" y los que, como Pilarín, sueñan y se recrean en logros casi intangibles en aquel medallero de estrellas donde no caben los luceros distantes y solitarios. Comienzan a surgir variantes, aunque los cinco primeros lugares más o menos se sitúen en sus mismos espacios. Estados Unidos sigue a la cabeza con 126 medallas, pero, China, que se quedó en segunda con 91 preseas, empató con la cantidad de oro conquistados, 40 cada uno. La hegemonía china, aunque compartida por ahora, también va encaminada en el deporte. Luego, Japón, Australia y el país anfitrión, que obtuvo más medallas que los dos anteriores, pero se quedó corto, por sólo dos, en oro. El medallero de los latinoamericanos es decepcionante, por más vueltas retóricas que le den al pandero. Brasil encabezando con 20 y sólo 3 de oro; un descenso brutal de Cuba que ya no goza de las glorias pasadas; Ecuador y México a partes iguales, con 5 medallas, solo que el primero tuvo oro y México no. Y qué oro el del marchista Daniel Pintado. Los aztecas parecen más bien chichimecas. Y ya. De veintiún países, incluyendo Puerto Rico, nueve no fueron a nada: cero medallitas. Puerto Rico alcanzó dos de bronce, por encima de ese resto. República Dominicana realizó un papel aceptable para las condiciones de nuestros atletas y el poco respaldo que reciben, salvo el privado de Creso. El oro de Marileydi permitió quedar parejo con Argentina, superado por solo una medalla de Colombia, por encima de Chile y Guatemala, y muy de los nueve ceronegativos.
Cuando la fanfarria final de la apertura abrió formalmente las competencias, vino el alboroto: que la comida era chatarra, que salieron a buscar mejores chefs, menos en el Maxim´s, que en la villa no había aire acondicionado -París alardeando de calor a 30 grados-, y que los buses de transporte de los atletas por igual. Que el invento de las camas de cartón produjo insomnio y dolores de espalda en los atletas. Y hubo más, que quiérase o no, como la política también el cotilleo forma parte del paté de foie. La argelina Imane Khelif, ahora liderando un proceso judicial por acoso, no es trans sino mujer que produce un exceso de andrógenos. Que un jugador de hockey australiano lo pescaron comprando coca en el mercado negro parisiense, desalentado por haber perdido su equipo. Que la DT de Canadá en fútbol femenino utilizó drones para espiar al equipo de Nueva Zelanda. Que a la gimnasta estadounidense Jordan Chiles le desprendieron su medalla del cuello y se la pasaron a una rumana por un dispositivo técnico de esos que pueblan la maraña olímpica. Que Noah Lyles corrió en la pista teniendo la covid-19. Que los nadadores se quejaron de que la piscina no era lo suficientemente profunda. Que el agua del Sena -lo sabemos de viejo- estaba tan contaminada que algunos atletas terminaron buscando auxilio médico. Y para no hacer larga la lista, resulta que cuando se bajó el telón de los juegos los medallistas han estado comentando que no es oro todo lo que brilla y plata mucho menos. Las medallas -diseñadas por el famoso joyero y artesano francés Chaumet, de la empresa Louis Vuitton- han perdido su brillo, se han deslustrado, comenzaron a romperse y oxidarse temprano. Los organizadores de las olimpíadas andan detrás de los atletas para que regresen sus medallas a fin de ser sustituidas. El pebetero no se ha apagado. Nada humano nos ha de parecer ajeno. Dos aspectos grandiosos: la presencia femenina de todos los continentes, imponiendo sus hazañas y su señorío. La interracialidad manifiesta y triunfante: naciones como Reino Unido, España y la propia Francia con negros migrantes de África y negras macizas de la misma especie, levantando su nueva nacionalidad y su nueva bandera. Libertad, igualdad, fraternidad. Es París.
A pesar de todo, los deportosos -culturosos como el suscrito que gustan del deporte- seguimos cada día con sus noches las competencias, a deshoras y sin agravios. Nada como unos juegos olímpicos con toda su parte humana y, hay que decirlo, económica. Sólo ver la magia sempiterna de Stephen Curry, la belleza en la destreza sin parangón de Simone Biles, la elegante pericia de León Marchand, la humildad en la grandeza de Novak Djocovik, la natación récord de Katie Ledecky (siete oro), la fondista heroica Sifan Hassan, la ucraniana Olga Kharlan, la España casi invertebrada por Francia y Serbia que se sobrepuso con sus niños sub-23 con un gol de cierre que lo valió todo. Todo y más hizo de estos Juegos Olímpicos algo inconmensurable, totalmente diferente, sublime. Leo la newsletter de Kiko Llaneras: "Hay dos variables clave para predecir el éxito en los juegos: tener mucha población (y jugar más boletos en la lotería genética del talento deportivo) y tener mucho dinero (para desarrollar ese talento)". Cierto. Pero, siempre hay ejemplares excepciones. Esta vez, Lituania, los nórdicos, Etiopía, Australia, Nueva Zelanda y los caribeños casi siempre tenidos a menos: Jamaica, Granada y Santa Lucía, la del Nobel Derek Walcott, de tan solo 100,000 habitantes y cinco medallas. En cuatro años, Los Ángeles tendrán que emplearse a fondo para superar estos juegos sin regaño alguno extraordinarios.
Humphrey Bogart, en el rol de Rich Blaine, le dice a Ingrid Bergman, la Isla Lund de "Casablanca": "Siempre nos quedará París". Entre sus brumas, desacatos, irrespetos, banalidades y altiveces, el amor por los olímpicos se queda en París. Al fin y al cabo, tal vez, el ideal olímpico sea la única ideología que no fenece. Au revoir.
- EL LIBRO DE LAS OLIMPÍADAS
James Coote, Jaimes Libros, 1975, 168 págs. La historia de las olimpíadas a través de los tiempos. Desde la Grecia Antigua, con Patroclo, en 1,250, y la Grecia Moderna, en 1,370, hasta el altar en Olimpia y la figura del rey Atleo, de quien proviene la palabra "atleta".
- BARCELONA´92
Quim Regás, Plaza & Janés, 1992, 257 págs. Hace 32 años de esos juegos inolvidables, cuando aquel arquero cuyo nombre se ha olvidado encendió el pebetero con su flecha de fuego. Este es el libro oficial de los Juegos de la XXV Olimpíada en la ciudad condal.
- CIRCUS MAXIMUS
Andrew Zimbalist, Ediciones Akal, 2016, 219 págs. El negocio económico detrás de la organización de los juegos olímpicos y el mundial de fútbol. Los dos más grandes eventos deportivos del mundo y el comercio con las grandes marcas.
- PRÍNCIPES Y ESCLAVOS
Marcos Pereda, Ariel, 2023, 249 págs. Una historia social y cultural del deporte. Más allá de las competiciones y el palmarés. Desde los austeros espartanos hasta la exuberancia capitalista de este tiempo. Escrito con pasión de hincha de barra y con humor de estampa.
- EL PODER DEL DEPORTE UNE A LOS PUEBLOS
Carlos Nina Gómez, Editora Búho, 2010, 198 págs. Un autor dominicano que conoce la materia. La "verdad oculta" en el subtítulo. El lector se adentrará en el conocimiento de aspectos casi desconocidos de la relación Estado-Deporte-Sociedad.