Montecristi BLues
Historia, viajes y cultura se entrelazan en la Isla Española
Habitar en una isla tiene sus ventajas, podría haber dicho el historiador Antonio Sánchez Valverde (diría que los escritores dominicanos están obligados a "narrar la isla", algo que no muchos han intentado). Suya es la Idea del Valor de la Isla Española y utilidades que de ella puede sacar su monarquía, publicada en 1785. Uno de los capítulos de su obra está dedicado a "De sus costas, puertos y bahías", otro a "De los principales ríos que la fertilizan", entre otros.
Antes de salir a la carretera, pudimos comprobar que esta hipotética frase –narrar la isla, descubrirla, nombrarla como hizo Adán en el jardín de los primeros días–, corre el albur de ser correcta: en una isla estás como obligado a conocer sus límites, esto es, la costa que te acerca al mar por todos lados. En la búsqueda de ese propósito, puedes acercarte a la costa –Long Beach, Cofresí, Luperón–, como hacen los surfistas de California, a quienes conocí en los años noventas.
En las playas de la zona, entre surfistas francesas y rastafaris locales (que bailaban al ritmo de Buffalo Soldier), varios juegos en el mar que le gustarían al oceanógrafo Jacques Yves Cousteau, a bordo de su nave, el buque de investigación Calypso, vinieron a mí con la suavidad del oleaje en un elocuente papel satinado. Hablo de una revista que traían del exterior algunos extranjeros.
Pero ahora la historia era otra. Era otro el viaje a la costa, muy lejos de aquellas viejas historias que he contado en otra parte. Salimos a eso de las nueve de la mañana, y en nuestro plan no estaba detenernos en la carretera.
Cerca de la costa, todo comenzó a tener sentido: en esta ocasión, me refiero al Morro de Montecristi. Entre otros enigmas, queríamos ver qué traía este sitio en sus alforjas. A los pocos minutos de haber llegado, el lugar nos pareció bastante solitario (por eso he titulado esta nota con la palabra Blues), a la par que conocíamos la supuesta leyenda urbana de la inversión multimillonaria de algunos empresarios. El sol era intenso en ese momento y lo único que se sabía era que ya no estábamos en la gran ciudad, al tiempo que nos preparábamos para andar en la frontera (luego iríamos a Dajabón). Muy viejas, las rocas de la playa eran estratégicas para una foto que podría ser subida inmediatamente a las redes. Caminamos en la escalera para ver el paisaje desde la montaña.
Inmediatamente entramos al mercado de Dajabón, la cantidad de haitianos nos pareció astronómica (se movían como criaturas automáticas). Para mis compañeros, esto era una oportunidad de lanzarnos una foto. En este texto, que está escrito mucho tiempo después de la ocurrencia de los eventos, debo detenerme en la cantidad de gente hallada allí. Jamás veríamos en el futuro a tantos haitianos reunidos bajo un solo propósito: vender sus cosas. Apiñados sobre sillas improvisadas, hacían el inmemorial juego del comercio. Imaginamos ahora a un economista que tuviera la intención de explicar cómo funciona un mercado. En pocos minutos, entraríamos al momento de nuestra interacción con los vendedores (en su gran mayoría eran haitianas).
Bajo los límites de un acuerdo tácito entendido entre quien habla y uno de mis compañeros, quedamos claro que teníamos que tener cuidado. Debe decirse que estos haitianos no eran ladrones, no estaban allí para saquear a los demás. En la lucha por la supervivencia, ellos estaban en ese lugar para participar en un mercado que podríamos llamar perfecto. Esa sería la manera en que encajarían las palabras de los economistas de mucho tiempo ha.
Con las manos en su cartera borinqueña, mi amigo compraría un ron haitiano. Chequeado con mucho cuidado, no le vi la etiqueta para comprobar los ingredientes, que supusimos habían sido mezclados en algún patio del suelo haitiano. Como estará pensando el lector, esto conllevaría un notable peligro (nunca le he preguntado si finalmente se lo bebió en alguna noche nostálgica).
Mirándolo varios años después, me doy cuenta que no era una broma la cantidad de haitianos que se congrega en este mercado, algo que llevaría al éxtasis a Adam Smith, autor de Investigación Sobre la Causa y Naturaleza de la Riqueza de las Naciones, un libro que tengo en edición Gallimard de 1976.
Cerca de las salinas de Montecristi habíamos visto a unos lugareños dedicados al viejo arte de trabajar en un universo de sal, antes de ver algunos trenes antiguos y el documento de José Martí y Máximo Gómez en una vieja casona. En ese lugar nos sentimos congelados en el tiempo. Olvidamos tomar fotos del documento, algo que creo no está prohibido.
Confesaré que no fuimos al Parque de Montecristi o quizás es que no lo recuerdo, pero lo que si pudimos hacer, bien temprano fue detenernos para comprobar la eficacia de un chivo liniero en uno de los restaurantes de la amigable carretera. Era cierto lo que decían nuestros amigos: el manjar criollo debió interesar a antiguos visitantes. La pregunta cae de la mata: ¿habrán probado este plato los antiguos conquistadores o los protagonistas de nuestras gestas históricas?
A las dos de la tarde, ya estábamos en el mercado con nuestro interés en comprar algo para la memoria: en mi caso, unos pantalones Tommy Hilfiger, empresario que otros dicen que ha venido al país y se ha pasado algunas vacacioncitas en algún lugar de la costa. Para mí, que este interés en nuestras costas, más allá del Morro, tiene que ver con el interés de todo viajero: perderse por unos días.
De la ciudad de Montecristi nos quedaba la imagen de algún tren de algún ingenio que en el siglo XX habría servido para la producción de una caña que todos celebrarían en el pequeño pueblo, conscientes de que "un pueblo que produce, pueblo que echa palante", frase que parece un slogan pero que es cierta como se comprueba en aquellas ciudades donde hay muchos recursos y donde la inversión es cuantiosa. Por las próximas horas, nos quedó la sensación de haber visitado un Montecristi que recuerda las antiguas hazañas históricas de algunos, al tiempo que nos queda claro que es un ámbito que tiene que ver más allá del Morro o de las villas que recién describimos y que parecen estar a la orden de viajeros a los que no les importa no tener en sus manos las playas de Puerto Plata. Una de las conclusiones es que esta isla tiene muchos lugares que ver en los viajes constantes de sus ciudadanos y de los extranjeros.
En la carretera internacional cuando íbamos de Montecristi hacia Dajabón, fuimos detenidos por un agente de la frontera. Como los otros, estaba bien armado y al ver a nuestro driver solo atinó a decir: "Comando, puede pasar". Cuando llegamos a Dajabón, nos dimos cuenta que no había mucha gente del Cibao o de Santo Domingo en el sitio, y que esto podría ser un indicador de que los haitianos nos fueran arriba, esto es: que nos marcharan "como a la conga", para decirlo en el lenguaje de los tígueres dominicanos. Al final del viaje, nos sentimos que las memorias acumuladas allí tendrían mucho que ver con la sensación de hormiguitas que vimos en el Mercado: laboriosas como son, las haitianas iban de un lado a otro, vendiendo sus cosas, cambiando las unas por las otras.
Más tarde, pudimos dedicarle un tiempo a una breve disquisición sobre el sitio visitado y la conclusión fue que de lo mejor había sido el chivo y el escándalo de las haitianas cuando nos vieron: habrían pensado que compraríamos mucho, lo que las llevaría a pensar que habían hecho su agosto con nosotros. Nada que ver, pero sí es cierto que compramos algo de las ofertas que tan bien administraba la mano invisible de Smith: uno decía que podía pagar tanto y si rebajabas el precio ellas respondían en un español efectivo: "tá bien"!
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