Hacer el gol desde lo más lejos
El juego matemático de la economía
Se levanta, mira sus opciones y sabe que se trata de algunos números que colocará en posición precisa. El asunto era como los juguetitos de sus hijos.
Se ha enterado de algo que ha ocurrido en Fukushima: las aguas residuales parece que tienen un destino nefasto y eso a él, ahora mismo, mientras prueba el pancake, se le hace de mucha importancia.
El organismo para el cual trabaja le ha dicho que esos números tienen que ser organizados. Un montón de gente tiene una opinión básica sobre estos números. Son como las pruebas PISA: todos esperan que salgan.
Nuestro economista no tiene ahora mismo la cita de Mincer que se ha hecho en ese estudio. Las variables que maneja son más simples. Se ha encargado de conocer las cosas como vienen dadas por los intérpretes iniciales. Su hijito tiene un juguete parecido a un ábaco: piensa entonces que así se maneja una economía, colocando las piezas en su lugar que es lo que hacen los policy makers.
En Miami, hace un calor infernal. Pero en el Hotel, donde se reúnen unos médicos, se puede disfrutar como en Santo Domingo, de una piscina en la azotea. Los numeritos llegan a la memoria: el informe del organismo potente tiene que ver con esos numeritos, pero él sabe que no tiene por qué rendírselos sino a su jefe inmediato, que le escribe desde un lugar lejano.
El ábaco, lo sabe, lo intuye, es un juego matemático. Los filósofos matemáticos y los filósofos economistas tienen claro que la política fiscal tiene que mirar hacia una producción clara e idónea. Nuestro amigo tiene claro que el numerito no se parece a esos juegos que aparecen en Tik Tok diciéndote que adivines la pieza; más bien, se parecen a los informes que hacen en el Banco Central.
Para determinar la rentabilidad de algunas funciones logarítmicas, nuestro economista ha pensado que eso no fue lo que le dieron en Fischer y Dornbush. Piensa entonces en quimeras atardecidas, una especie de sueño que tiene a orillas de un mar lejano.
En Pekín, imaginó otras cosas. En Buenos Aires, se encontró con una tipa que le dijo que sus informes estaban correctos, pero que les faltaba un push. Un gol para ser anotado. Un gol que no haría él que ahora se hallaba cansado.
El gol lo anotaría el superpotente. En unas cuantas horas, sería informado por los muchachos de Mitre y el mismo se encargaría de darle seguimiento a todo lo que ocurriría después. El gol seria anotado en algún momento: la chica diría, anotarlo desde el lugar más lejano. Y así sucedería: los que entenderían, entrarían en matemáticas 101, pero el desaparecería hasta que el gol fuera anotado.
Pensó entonces (no pudo no pensarlo), en Luis Alberto Romero, historiador entre historiadores. Se propuso entonces comer algo amable y pidió una pasta, no necesariamente los raviolis que pide Romero –que le va a Racing–, sino algo más amable. Al cabo de un rato, piensa en el superpotente y en cómo le habrá ido a la superestrella en Miami con los muchachos.
La superestrella sabe hacer una pasta riquísima, como mi vecina, pero esa es otra historia. La misma es la que cuenta Romero para quien lo que ocurre ahora (Bullrich, Massa, Milei, Schiaretti, Bregman), tiene otra historia. El juguetito del ábaco no determinaría la política fiscal: otros entendidos cronometraron otras cosas. Se parecía todo esto al juego del superpotente: se trataba de hacer las cosas lentas.
Los retiros son así de fantásticos: uno parte de un balón parado, se larga a funcionar y entiende que le siguen saliendo bien las patadas. El futbol es así de cierto: tiene sus luces y sus sombras. En todo caso, Mincer tiene sus cifras. Lo de la dolarización se parecía entonces a un gol inverso, pero nada que hacerle, che.
En Miami, la superestrella tiene claro que su hombre está muy bien. Nada que hacerle: no se trataba de ir creciendo hacia otras metas increíbles. De lo que se trataba era de entender el concepto de velocidad y de acoplamiento al equipo, como siempre.
Ocurría entonces que la rentabilidad de la economía argentina lo tenía sin cuidado. Lo que le importaba ahora era el Banco Central Dominicano. Para eso había sido contratado. Ni más ni menos. El ábaco era un juego predilecto por su hijo, su hijito que ahora le decía: “volvé pronto”. El teléfono lo ayudaba a entender la oficina para la cual trabajaba.
En Buenos Aires, rinde un informe que le parece único. Están los movibles y los estáticos; a fin de cuentas, las cifras eran posibles cuando las pasabas por el cedazo de las explicaciones de Santo Domingo. Un amigo le decía: “aquí todos estamos claros”.
Los canales de riego, o los canales de un río eran noticias que venían al mismo tiempo que los de Mitre. Eran funcionales, al tiempo que otros decían que había que hacer tiempo como si se tratara de unas copas. Al cabo de un rato, se dio cuenta que la mayor parte de las cifras habían sido acumuladas en meses anteriores. Los estudios de las chicas eran efectivos: pensó en ellas, las dibujó con la mente y se dio cuenta que la pasta estaba buena.
Pensando en el debate, nuestro economista piensa que Milei ha cuidado su figura en las últimas fotos. Ha chequeado lo que le presentan las pantallas. Al cabo de un tiempo, escucha el clamor de la mañana en Santo Domingo: la gente afuera trabaja, se elabora, la ciudad se despierta y espera que todo se construya.
Es la vieja espera para salir a fuera; en el hotel, ha visto lo que tenía que ver. La gente espera afuera, se abren las puertas y transcurre el tiempo sin más noticias. No solo las aguas de Fukushima sino también las noticias de algunos goles, hechos desde lejos.
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