La elasticidad del exceso
El Teatro Amazonas cayó en el abandono durante un oscuro período del siglo pasado
Años ha, cayó en mis manos un ejemplar de Historia de la estupidez humana, comprado a precio de saldo en una librería de Santo Domingo que cerraba puertas. En uno de los capítulos, Paul Tabori refiere la importancia que en la corte francesa revestía el cargo de portador de la silla. No del trono, sino de aquel mueble con un agujero en el centro y que el rey o la reina utilizaban para sus necesidades fisiológicas a la vista de un nutrido grupo de cortesanos. Porte-chaise d’affaires era el título de los funcionarios que, lujosamente ataviados, condecoraciones prendadas con orgullo en el pecho y espada al cinto, desempeñaban sus peculiares obligaciones.
Las tareas relacionadas con la chaise eran de las más codiciadas en la corte, asegura el autor húngaro educado en Suiza, pues si los resultados eran satisfactorios, Su Majestad dispensaba sus favores con generosidad.
No extraña, pues, que, embriagados por la riqueza que les llegaba a saltos y ansiosos de medios para ostentarla, los barones del caucho en aquel Brasil de recién abolida monarquía construyesen a finales del siglo XIX, en plena selva, el Teatro Amazonas, remedo de los palacios operáticos europeos. Aún hoy en día y pese a los avances en el transporte tanto de mercancías como de viajeros, la ciudad de Manaos luce remota por la dificultad de alcanzarla por vía terrestre, acorazada por la inmensidad de 6,7 millones de kilómetros cuadrados de naturaleza selvática y la grandiosidad de los ríos Negro y Amazonas de cuya desembocadura dista casi tres mil kilómetros. Más de un siglo después de su estreno, la edificación sobrecoge por los excesos en su construcción y la audacia o estupidez de quienes aprobaron, ejecutaron y solventaron la lujosa obra.
Luego de varias reformas y un cierre de varios años, el Teatro Amazonas late nuevamente como el corazón musical de la selva. A final de este abril arranca otra temporada operática más. Sentado debajo del techo abovedado, cubierto por cuatro lienzos pintados en París que representan alegorías de la música, la danza, la tragedia y la ópera, imagino a la élite de Manaos ocupando los 700 asientos aquel diciembre de 1896 cuando se inauguró la sala de espectáculos con La Gioconda, inspirada en una obra del francés Víctor Hugo.
O Contractador de Diamantes, del compositor brasileño Francisco Mignone, y cuyos originales estuvieron perdidos por años, es la pieza escogida para la apertura de la temporada 2023. La orquesta y varios de los artistas ensayan a media mañana. El aire acondicionado del interior espanta el calor que afuera se aloja en el cuerpo y que la humedad sofocante pegada a la ropa transforma en suplicio. Por supuesto, la climatización artificial era inexistente a fines del siglo XIX. Pero, al igual que ahora, la temporada lluviosa se extendía de diciembre a mayo, 160 días de temperaturas infernales y humedad de castigo cercana al noventa por ciento. El aforo sería de damas acaloradas, encopetadas con tules, sedas y algodones pesados como largos eran sus trajes, mientras sus acompañantes, igualmente sudorosos, vestían levitas y atuendos de lanas importadas del Viejo Continente.
La majestuosidad de la cúpula, estructurada en acero, también alcanza el exterior. Los 36.000 azulejos vidriados y esmaltados que la recubren fueron fabricados en Alsacia (Francia nuevamente), en forma de escamas de pescado. Desde lejos resaltan los colores verde, amarillo, rojo y azul, todos en la bandera brasileña pero también en la selva y el plumaje de las tantas aves que pueblan la Amazonia.
Sobraban el dinero y la miseria, ambos sobredimensionados por el látex que se extraía en las plantaciones amazónicas y se enviaba convertido en bola de goma por vía fluvial hasta el puerto lejano para la exportación a los Estados Unidos y Europa. La naciente industria automovilística y posteriormente la Primera Guerra Mundial hicieron florecer el Manaos del Teatro Amazonas. La demanda creciente imponía jornadas interminables bajo un régimen laboral no muy lejano de la esclavitud, abolida en Brasil en 1888. Se calcula que unos 30.000 indígenas murieron explotados por los caucheros.
La mente de aquella aristocracia selvática se paseaba por Francia. Derrochaban el champán y hubo quienes lo daban a beber a sus caballos.Tanta riqueza permitía el lujo de enviar la ropa sucia a lavar en París y evitar así los daños que las aguas oscuras del río que honra su nombre, Negro, pudiesen ocasionar a aquellos tejidos y confecciones provenientes de los mejores telares y talleres europeos. Hasta el mercado municipal se construyó con metales importados de Francia para que se pareciese más al modelo parisino, Les Halles.
En la sala noble del Teatro Amazonas, a donde se retiraban durante los intermedios, la aristocracia del látex hablaba en francés. Llama la atención el piso de madera brasileño y europeo, oscuro y claro, en alusión directa a una de las grandes atracciones naturales de esta región de Brasil: el encuentro de las aguas de los ríos Negro y Solimões, como se denomina al Amazonas en ese tramo. Kilómetros después del abrazo líquido entre estos dos gigantes, las aguas oscuras del afluente, con partida de nacimiento colombo-venezolana, se resisten a perder su color en el caudal inmenso. La pintura en el telón del teatro, La reunión de las aguas, también alude a la fusión de los dos gigantes acuáticos. Remata el techo una obra importante del italiano Domenico de Angelis, La glorificación de las bellas artes en el Amazonas, que une su belleza a las doce mil piezas de madera, treinta y dos arañas de cristal de Murano y columnas de mármol de Carrara. A un costado, un gran espejo se confabula con uno igual en el otro extremo para reflejar un espacio infinito.
La belle époque estaba en pleno apogeo en Francia y su espíritu se hizo patente en el Manaos plutocrático y afrancesado, ensoberbecido por la prosperidad resultante del negocio con el caucho originario de la Amazonia brasileña. El freno a los excesos llegó en el primer cuarto del siglo XX por dos razones: la ralentización de la demanda al final de la Primera Guerra Mundial y la competencia que venía de las plantaciones caucheras de las colonias británicas en el Sudeste asiático. Sin que los brasileños con los ojos puestos en Francia lo notaran, un ingles contrabandeó centenares de plantas de Hevea brasiliensis, vulgarmente conocido como árbol del caucho, y logró que se reprodujeran en el Lejano Oriente. Al igual que a los piratas con bandera inglesa que azotaban el Caribe de la colonización, la corona británica premió al explorador Harry Wickam con un título nobiliario. El monopolio que posibilitó la construcción del magnificente Teatro Amazonas había terminado.
Como nuestro San Pedro de Macorís de la Danza de los Millones por los precios altos del azúcar el siglo pasado, el terremoto económico despojó a Manaos de buena parte del esplendor del Ciclo del Caucho que se extendió de 1879 a 1912. Quienes pudieron, emigraron o incurrieron en deudas imposibles de saldar. Como el alemán Karl Waldermar Scholz, cónsul de Austria y uno de los barones del caucho que murió en la pobreza. Su palacio quedó en manos de acreedores y hoy es una referencia turística de lo que fue aquel Manaos cauchero. De repente no había combustible para alimentar los generadores que llevaron la electricidad a ese reducto urbano amazónico antes de que iluminase a Londres y a Saõ Paulo. El Teatro Amazonas, con su interior de boato y estilo renacentista, cayó en el abandono durante un oscuro período del siglo pasado. Muchas de sus piezas fueron robadas y la humedad del clima tropical pasó factura al arte, mobiliario, pinturas y cortinaje incluidos. No fue hasta 1974 cuando se realizó una reparación mayor, la primera de varias para hacerlo rebotar del ocaso.
Sobraban el dinero y la miseria, ambos sobredimensionados por el látex que se extraía en las plantaciones amazónicas y se enviaba convertido en bola de goma por vía fluvial hasta el puerto lejano para la exportación a los Estados Unidos y Europa