El revés de la isla
La inmigración haitiana sigue en pie, y aumentando, y no da visos de que vaya a parar, aunque algún día lo haga
En el año 1990 tuve la satisfacción de presentar, en el Centro Cultural de España, El ocaso de la nación dominicana, de Manuel Núñez. Lo había leído bien y sabía que iba a ser un libro problemático, como todo lo que es al mismo tiempo innovador. Ya no recuerdo cómo dije lo que dije en la ocasión, porque no me gusta hacer presentaciones por escrito y la memoria no me da para tanto. Hice una, una vez, del libro El lapicida de los ojos azules, de Pedro Mir, y me parece que ha sido la única. Pero Manuel, el otro día, me recordó que cité unos versos de Machado que él desconocía para la época: “tu verdad, no, la verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela” y eso me hizo evocar el acontecimiento. El libro tenía mucho de lucidez y una fuerza polémica de indudable importancia. Ahora todo el mundo habla de Haití y torna y vira, pero en aquel momento había que tener la cabeza bien clara y el valor necesario para plantearlo con la entereza con que lo hizo Manuel. Tenía, además, el libro, no obstante su extensión, un tono de panfleto —lo que quería decir, propuestas arriesgadas y capacidad de soliviantación—, que lo enriquecía considerablemente y aumentaba su indudable atractivo. A los que le teman a la palabra “panfleto” debo recordarles que también lo es el Manifiesto Comunista de Marx, que movió al mundo.
Manuel ponía sobre el tapete, en aquella ocasión, una serie de verdades de a puño que a la progresía dominicana ni se le ocurría plantear abiertamente (el tema haitiano era de la derecha), o no con la crudeza necesaria ni con la misma energía. La progresía dominicana se movía en esos años en los pasadizos conceptuales de la guerra fría y rehuía tocar ciertos aspectos de nuestra complejísima realidad histórica, a no ser en las mesas de las cafeterías o en los bancos de un parque. El tema haitiano era tan espinoso, y tan tabú, si así puede decirse, que aun los más parlanchines procuraban sortearlo. Hay quienes todavía andan como agachados, o empiezan a sacar la cabeza del suelo, dominicanamente, para ver qué se dice o qué se calla en torno a dicho asunto, que sí que es, para no poca gente, el principal problema del país, entre otras razones porque ¿quién determina cuál lo es y cuál no? Se pasaba sobre él como sobre ascuas. Era como meterse en una selva oscura en la que a lo mejor quedaba uno entrampado, expuesto a los señalamientos más o menos taimados de los demás cofrades, a lo que se le huía, en tal sector, como el diablo a la cruz.
A Manuel lo previne, aquella misma noche, de que tenía que prepararse para lo que, sin duda, le iba a caer encima, y también de que algunos se aprovecharían de su esfuerzo para llevar el agua a su molino y politizar el tema, una advertencia, lo reconozco, tonta, porque si hay un mérito en dicha obra es precisamente el haber colocado en la agenda política, no de cualquier manera, sino con contundencia, el problemático tema de Haití en relación con el no menos problemático de la dominicanidad. No fue que, por decirlo así, lo inaugurara. Antes de Manuel ya había habido una constelación (casi digo una pléyade) de autores que se habían ocupado de lo mismo con altura, porque la discusión viene de lejos, pero siempre guardando la debida distancia y como temerosos de que se los tildara de adláteres o émulos de los que realizaron o aplaudieron el “corte”, para decirlo rápido. Así que fue Manuel, quien trazó una impecable raya de Pizarro sobre la que al principio no saltaba nadie, pero que con los años, de tanto cruceteo para su lado, acabó por borrarse. Su originalidad consistió en iniciar un enfrentamiento no vergonzante que si, por una parte, le generó disgustos, por la otra devino en una clarinada que en el presente ya nadie desoye.
Nada de medias tintas, venía a decir Manuel, sacando a relucir conceptos como fusión, cultura, raza, población, dominio, hasta entonces sesgados o encubiertos, y replanteándolos a la luz de una visión distinta del problema. La reacción fue poderosísima. A Manuel no se le interpretó bien —ni mal, tampoco—, sino torcida y, en más de un caso, aviesamente. Sus planteamientos eran demasiado rudos, para muchos, o intelectualmente inaceptables o atrevidos para el discurso al uso. Lo corrigieron, lo enmendaron, lo contradijeron, con más o menos tino o desatino, casi siempre con rabia, y por lo general en los corrillos, pocas veces de frente. Pero Manuel no se inmutó siquiera. Tomó nota y, como es, sobre todo, un humanista, corrigió, amplió, concedió y, después, arremetió de nuevo contra todos los que lo hicieron primero contra él en una segunda edición mucho más acabada. Sobra decir, aunque lo diga, que hay varias afirmaciones de Manuel que un servidor no compartió en su día ni comparte en la actualidad. Pero no se trata de eso, sino de poner de relieve el valor de un libro cuyos planteamientos asoman sin rubor en la mayoría de los que ahora se hacen eco de sus propuestas y sus planteamientos, sin descontar algunos que decían rechazarlos. Eso se llama dar en el clavo.
Más de treinta años después, el asunto de marras sigue en pie, sin que nadie haya dicho todavía la última palabra. Marchas van, marchas vienen, discursos y proclamas, y, entre lo uno y lo otro, decenas y decenas de artículos diarios repitiendo lo mismo que nos dijo Manuel en su momento, con alguna adición de carácter puntual que no consigue sino abultar aun más el expediente de las mil y una quejas, ayes, acusaciones, protestas y propuestas imposibles, hechas para un país de escasísima fuerza reparadora, con gobernantes que no le andan muy lejos y una sociedad enemiga de toda disciplina que no parece estar por la labor.
La inmigración haitiana sigue en pie, y aumentando, y no da visos de que vaya a parar, aunque algún día lo haga, o no sea necesario que lo haga, porque para ese entonces ya nos habremos hecho al hecho consumado de su presencia viva entre nosotros. Hasta hace poco se hablaba de una cifra que ya nadie menciona, que todo el mundo niega. Me refiero a los quinientos mil de ya no sé que encuesta supuestamente seria que unos daban por buena y otros no. Ahora parece que son muchos más, y seguirán creciendo, como advirtió Manuel, puesto que los discursos superestructurales y consuetudinarios de los chamanes de la interpretación más o menos profunda del fenómeno, a la hora de la verdad (el hambre manda) no sirven para nada.
Me apena enormemente que sea así, porque, qué coño, me duele mi país tanto como al que más y no quisiera continuar contemplando nuestra falta de medios y de astucia para salirnos del berenjenal. El otro día escuché, de boca de un señor conocedor del tema, la cifra de dos millones, y creo que añadió “y medio”, de haitianos en nuestro territorio y me impresionó mucho. No sé si será cierto, pero, de serlo, convendría que pensáramos lo que eso significa. El término fusión (que introdujo en nuestro vocabulario político nada menos que Duarte), que es lo que se teme de tan avasallante presencia, siempre se me aparece, en mis ensoñaciones metafóricas, más como un río de lava que baja por una ladera que como un brusco alud por un talud, y creo que deberíamos tener en cuenta lo que de ahí se desprende.
Si tal cifra es real, y no una consecuencia de la fiebre de nadie, convendría que asumiéramos que el proceso en cuestión no es una posibilidad futura, sino una situación ya inevitable. ¿O alguien se imagina al gobierno dominicano, sea cual sea, repatriando (nótese el verbo que uso), digamos, la mitad, un millón de personas? Salvo que esa no sea la cantidad propuesta por algunos o que yo no los haya interpretado bien, no cabe imaginar que semejante operación esté a nuestro alcance, en cuyo caso ¿no sería conveniente que centremos el esfuerzo en manejar de manera adecuada —vale decir, a favor del país— lo que hay, y no en lo que tememos que sea, como si no lo fuera ya, cuando lo es? ¿O vamos a tener un gueto inmanejable, equivalente al 20 por ciento de nuestra población, y todavía creciendo, completamente al margen, y resistiéndose a toda convivencia? Son preguntas, simples preguntas, que parten de afirmaciones aun por comprobar, pero que, como excelentes difusores que somos de especies, chismes, murmuraciones varias y falacias, considero prudente enfrentar de antemano. Porque lo que no quiero es volver a toparme con un dominicano que me repita lo que me dijo otro al que le pregunté cómo veía el país y contestó, muy mejicanamente, que muy cerca de Haití y demasiado lejos de los Estados Unidos.