La buena muerte
Tener una buena muerte es el antecedente de lo que ahora se llama derecho a una muerte digna
San José es el patrón de la buena muerte. Los ancianos (quizá no lo eran tanto y a mí me lo parecían) le ofrecían novenas rogándole tener un buen final. Sin dolor. Sin una enfermedad larga. Sin perder la autonomía. Sin ser una carga para los hijos. Sin soledad.
Pedirle a San José tener una buena muerte es el antecedente de lo que ahora se llama derecho a una muerte digna en un mundo más laico. Es la manera más amable de decir lo mismo que los griegos llamaban eutanasia y que, aunque es una palabra dura y antipática con una evolución complicada, tiene un hermoso significado: el buen morir.
Hoy la esperanza de vida nos lleva a unos años finales más largos. Muy largos a veces, que no necesariamente buenos. No siempre deseados. La soledad también mata y la enfermedad larga agota. Una muerte digna, sin dolor, es el final que todos firmaríamos. Con los seres queridos, en nuestra propia casa, con los asuntos de aquí y de allá resueltos o por lo menos meditados.
Quizá por eso y ante las expectativas, pensar en poder decidir el momento de decir “hasta aquí” es tentador. Pero luego llegan noticias como la de la joven holandesa que eligió una muerte asistida a los 17 años incapaz de superar el trauma de abusos sexuales en la niñez. “Que sea una noticia falsa”, se desea. O la encuesta que afirma que el 40% de los belgas piensa que, a partir de los 85 años, los ancianos no deberían recibir asistencia médica. ¿Es eso una consecuencia de leyes favorables a la muerte asistida? ¿Estamos inmersos en un cambio del mundo y de su funcionamiento que nadie en realidad controla, aunque muchos lo dirijan?
Asistida, digna, buena, dulce… muchos adjetivos positivos para un sustantivo tan odioso.